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Ely señaló con el dedo un punto en el mapa y, con un bolígrafo, trazó una X.

– Klimax era una montaña, aquí, en el antiguo Tayikistán, ahora en la Federación, un lugar reverenciado por los escitas y después por Alejandro, tras negociar la paz con ellos. Se dice que sus reyes eran enterrados en estas montañas, aunque nunca se ha encontrado ninguna prueba de ello. El museo de Samarcanda envió un par de expediciones pero no hallaron nada. Es un lugar bastante agreste, la verdad.

– Ahí es donde señala exactamente el escitalo -dijo Thorvaldsen-. ¿Has estado alguna vez allí?

Ely asintió.

– Hace dos años, como integrante de una expedición. Me dijeron que buena parte de esa zona es ahora de propiedad privada. Uno de mis colegas del museo dijo que había una finca imponente en la base de la montaña; algo monstruoso, en plena construcción.

Stephanie recordó lo que Edwin Davis le había contado sobre la Liga Veneciana. Sus miembros estaban comprando propiedades, así que siguió una corazonada.

– ¿Sabes de quién es?

Ely negó con la cabeza.

– Ni idea.

– Hemos de saberlo -dijo Thorvaldsen-. ¿Puedes llevarnos hasta allí?

El joven asintió.

– Está a unas tres horas, al sur.

– ¿Cómo te sientes?

Stephanie comprendió a qué se refería el danés.

– Ella lo sabe -añadió Thorvaldsen-. En circunstancias normales no hubiera dicho nada, pero estas circunstancias no tienen nada de normal.

– Zovastina me ha procurado las medicinas que necesito a diario. Ya te he dicho que se había portado bien conmigo. ¿Cómo está Cassiopeia?

Thorvaldsen meneó la cabeza.

– Lamentablemente, me temo que su salud es ahora la menor de sus preocupaciones.

En el exterior se oyó un coche que se acercaba.

Stephanie corrió de inmediato a la ventana. Un hombre salió de un Audi; llevaba un rifle.

– Es mi guardia -dijo Ely-. Viene del pueblo.

El hombre disparó a las ruedas del coche.

SETENTA Y DOS

Samarcanda

Cassiopeia estaba teniendo problemas con Zovastina.

– Me acaba de visitar el asesor de Seguridad Nacional del presidente de Estados Unidos. Me ha dicho lo mismo que usted me contó en el aeropuerto. Que me dejé algo en Venecia y que usted sabe qué es.

– ¿Y cree que eso va a hacer que se lo cuente?

La ministra contempló los dos enormes árboles y sus troncos combados, que casi tocaban el suelo gracias a la tensión de las cuerdas.

– Este claro ha estado preparado desde hace años. Algunos han padecido la agonía de ser descuartizados vivos. De hecho, un par de ellos sobrevivieron después de que sus brazos fueron arrancados. Tardaron unos minutos en morir desangrados. -Meneó la cabeza-. Una forma horrible de dejar este mundo.

Cassiopeia estaba indefensa. No podía hacer otra cosa más que intentar echarse un farol. Viktor, que supuestamente estaba allí para ayudarla, no había hecho nada salvo empeorar su situación.

– Después de que Hefestión muriera, Alejandro ordenó matar a su médico personal de este modo -explicó Zovastina-. Pensé que era ingenioso, así que volví a instaurar la práctica.

– Yo soy todo cuanto usted tiene -repuso Cassiopeia sin inmutarse.

La ministra parecía sentir curiosidad.

– ¿De verdad? ¿Y qué es lo que puede ofrecerme?

– Por lo visto, Ely no compartió con usted lo mismo que compartió conmigo.

Zovastina se acercó. Era una mujer atlética, de piel cetrina. Lo que resultaba preocupante era la pasajera mirada de locura que ocasionalmente asomaba a sus ansiosos ojos negros. Especialmente ahora, que sus entrañas se retorcían movidas por la curiosidad y la ira.

– ¿Conoce la Ilíada ? Cuando finalmente Aquiles deja a un lado su ira y mata a Héctor, dice algo interesante: «Pues ojalá que de algún modo mi furia y mi corazón me lanzaran a mí mismo a cortar en pedazos tus carnes y comérmelas crudas (¡tales cosas me has hecho!), como que no hay quien pueda apartar a los perros de tu cabeza, ni aunque traigan aquí y pongan en la balanza diez y veinte veces tu rescate y me prometan otras cosas más.» Dígame, ¿por qué está aquí?

– Usted me ha traído.

– Y usted no se resistió.

– Arriesgó mucho al ir a Venecia, ¿por qué? No creo que sólo fuera por motivos políticos.

Cassiopeia reparó en que los ojos de Zovastina parecían un poco menos beligerantes.

– A veces estamos llamados a actuar por otros, a arriesgarnos. Ningún propósito que exija esfuerzos carece de riesgos. He estado buscando la tumba de Alejandro con la esperanza de que encerrara la respuesta a algunos problemas preocupantes. Ely probablemente le haya hablado de la medicina de Alejandro. ¿Quién sabe si estará ahí? Pero encontrar ese lugar…, ¡qué glorioso sería!

Zovastina no parecía movida tanto por la furia como por la admiración. Daba la impresión de estar auténticamente conmovida por ese pensamiento. Por una parte, se comportaba como una exaltada romántica, consumida por ideas de grandeza adquiridas mediante empresas peligrosas. Por otra, según decía Thorvaldsen, estaba la muerte de millones de personas.

La ministra agarró con fuerza la barbilla de Cassiopeia.

– Debe decirme lo que sabe.

– El sacerdote le mintió. En el tesoro de la basílica hay un amuleto que se encontró junto a los restos de san Marcos. Un escarabeo con un fénix grabado en él. «Toca lo más íntimo de la ilusión dorada. Divide el fénix.»Zovastina no parecía escucharla.

– Eres hermosa. -Su aliento hedía a cebolla-. Pero eres una mentirosa y una embustera. Engañarme de esta manera…

Luego la soltó y se alejó.

Cassiopeia oyó los balidos de las cabras.

Malone subió al caballo.

– Ninguno de los guardias se fijará en nosotros -dijo Viktor-. Está conmigo.

Y volvió a saltar sobre su montura.

– Están más allá del campo de juego, en el bosque. Planean matar a Vitt.

– ¿Y a qué estamos esperando?

Viktor espoleó a su caballo. Malone lo siguió.

Galoparon desde el establo hacia campo abierto. Malone vio que había postes con banderolas en los extremos del campo y un círculo de tierra en su centro, y supo a qué se jugaba allí. Buzkashi. Había leído algunas cosas sobre ese juego, sobre su violencia y sobre cómo las muertes eran habituales en lo que era una exhibición simultánea de barbarie y belleza. Zovastina era, aparentemente, una buena conocedora de ese juego, y seguramente los caballos de los establos eran criados para participar en él, como el ejemplar que ahora mismo montaba, que avanzaba con siniestra rapidez y habilidad. Dispersas por la zona herbosa había cabras que parecían proporcionar un excelente mantenimiento del campo; quizá un centenar o más. Eran robustas, y se iban apartando conforme los caballos se abrían paso al galope.

Miró hacia atrás y vio puestos de guardia en la azotea del palacio. Como Viktor había predicho, nadie parecía alarmado, seguramente porque estaban acostumbrados a las hazañas de la ministra. Delante, en el extremo más alejado del campo, se alzaba una espesa arboleda. Dos caminos se adentraban en ella. Viktor detuvo su caballo. Malone también refrenó el suyo; sus piernas colgaban sobre las oscuras marcas de sudor que surcaban los flancos del animal.

– Están a unos cien metros por ese sendero, en otro claro -declaró Viktor-. Ahora es cosa suya.

Y saltó de la silla empuñando su pistola.

– Tenemos un problema -dijo Stephanie-. ¿Hay algún otro modo de salir de aquí?

Ely señaló la cocina.

Ella y Thorvaldsen corrieron hacia allí en el mismo momento en que la puerta delantera de la cabaña se abría con estrépito. El guardia gritaba órdenes en un lenguaje que Stephanie no comprendía. Encontró la puerta de la cocina y la abrió, procurando que Thorvaldsen no hiciera ruido. Ely estaba hablando con el hombre en su misma lengua.