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Vincenti se dirigió a su biblioteca, cerró la puerta y se sirvió una copa de kumis, una especialidad local que había aprendido a disfrutar: leche de yegua fermentada, sin demasiado alcohol pero bastante potente de sabor. Apuró la copa de un trago y saboreó su regusto almendrado.

Se sirvió otra.

Su estómago rugió. Estaba hambriento. Le pediría la cena al chef. Un grueso filete marinado de caballo estaría bien. También había llegado a gustarle esa especialidad local.

Bebió un poco más de kumis.

Las cosas estaban a punto de ponerse en marcha. Las intuiciones de todos los años pasados habían sido correctas. Todo cuanto se interponía en su camino era Irina Zovastina.

Se acercó a su escritorio. La casa estaba equipada con el más sofisticado sistema de comunicaciones por satélite, con conexiones directas con Samarcanda y con la corporación en Venecia. Con la bebida aún en la mano vio un e-mail de Kamil Revin que había llegado media hora antes. Era extraño. Por muy jovial que fuera, Revin desconfiaba de cualquier forma de comunicación que no fuese cara a cara, y controlando él mismo el momento y el lugar.

Abrió el archivo y leyó el mensaje:

LOS NORTEAMERICANOS HAN ESTADO AQUÍ.

Su cansada mente se puso alerta. ¿Norteamericanos? Estaba a punto de responder cuando la puerta del estudio se abrió estrepitosamente y Peter O'Conner entró a toda prisa.

– Cuatro helicópteros de combate se nos están echando encima. De la Federación.

Corrió hacia la ventana y miró hacia el oeste. Al fondo del valle, cuatro puntos se recortaban contra el brillante cielo, haciéndose cada vez más grandes.

– Acaban de aparecer -dijo O'Conner-. Supongo que esto no es una visita de cortesía. ¿Está esperando a alguien?

– No.

Volvió al ordenador y borró el e-mail.

– Aterrizarán antes de diez minutos -añadió O'Conner.

Algo marchaba mal.

– ¿Zovastina ha venido a buscar a la mujer? -preguntó O'Conner.

– Es posible. Pero ¿cómo lo han sabido tan pronto?

Zovastina no podía haber adivinado lo que estaba planeando. Sí, desconfiaba de él como él desconfiaba de ella, pero no había razón para que ninguno de los dos buscara la confrontación. En cualquier caso, no ahora. Y estaba lo de Venecia, y lo ocurrido cuando había actuado contra Stephanie Nelle. ¿Los estadounidenses?

¿Qué era lo que se le escapaba?

– Están aterrizando -anunció O'Conner desde la ventana.

– Vaya a buscarla.

O'Conner salió rápidamente de la habitación.

Vincenti abrió uno de los cajones del escritorio y cogió una pistola. Todavía no se había provisto de todos los dispositivos de seguridad que la finca necesitaba. Estarían listos en las próximas semanas, mientras Zovastina estuviera ocupada preparando la guerra. Él había planeado utilizar esa distracción para su provecho.

Karyn Walde entró en la biblioteca; llevaba un albornoz y zapatillas. Ella sola, sin ayuda. O'Conner la seguía.

– ¿Cómo se encuentra? -le preguntó Vincenti.

– Mejor de lo que he estado en meses. Puedo andar.

Ya había encargado a un médico que viajara allí desde Venecia para tratar sus infecciones secundarias. Por suerte para ella tenían cura.

– Su cuerpo tardará algunos días en recuperarse plenamente. Pero el virus está siendo atacado por un depredador contra el que no tiene defensa. Como nosotros, por cierto.

O'Conner volvió a ocupar su posición junto a la ventana.

– Ya han aterrizado. Tropas… asiáticas. Parece que son suyas.

Vincenti dirigió su mirada a Walde.

– Parece que Irina quiere que vuelva usted con ella. No estamos seguros de lo que está ocurriendo.

Cruzó la habitación en dirección a un imponente gabinete con las puertas de cristal grabado. La madera procedía de China, así como el artesano que lo había elaborado. Pero O'Conner había añadido un extra. Pulsó un botón de un mando a distancia que llevaba en el bolsillo y un mecanismo en la parte superior e inferior del mueble se puso en marcha, haciendo que éste rotara ciento ochenta grados. Más allá había un pasaje iluminado.

Walde estaba impresionada.

– Como en una película de terror.

– Que es en lo que se va a convertir esto -dijo él-, Peter, vaya a ver qué quieren y excúseme por no estar aquí para recibirlos. -A continuación, hizo una señal a la mujer-. Sígame.

Las manos de Stephanie todavía temblaban mientras Ely arrastraba el cadáver hacia la parte trasera de la cabaña. Seguía sin gustarle que Zovastina supiera que se encontraban en la Federación. No era particularmente inteligente alertar a una persona con los recursos que ella tenía a su disposición. Debía confiar en que Thorvaldsen supiera qué estaba haciendo, sobre todo teniendo en cuenta que ella misma también se estaba jugando el cuello.

Ely salió por la puerta delantera de la cabaña, seguido por Thorvaldsen. Llevaba un arma y un montón de libros y papeles.

– Necesitaré esto -dijo.

Observó el sendero que conducía a la carretera. El lugar parecía estar en calma. Thorvaldsen llegó a su lado. Reparó en que sus manos aún temblaban y serenamente las tomó entre las suyas. Silencio. Todavía sostenía el arma y tenía la palma sudorosa. Su mente necesitaba concentrarse en otra cosa, así que preguntó:

– ¿Y qué es lo que vamos a hacer exactamente?

– Sabemos cuál es el lugar -dijo Ely-. Klimax. Así que vamos a ver qué hay allí. Vale la pena.

Stephanie hizo un esfuerzo por recordar las palabras de Ptolomeo: «Asciende por las paredes que esculpieron los dioses. Cuando alcances la cima, contempla el ojo ambarino y atrévete a hallar el refugio remoto.»-Recuerdo el acertijo -dijo Ely-. Necesito comprobar algunas informaciones, hacer memoria sobre otras, pero puedo hacer todo eso de camino.

Ella quería saber.

– ¿Por qué Zovastina iba detrás de los medallones de los elefantes?

– Le mostré la conexión entre una marca que había en los medallones y el enigma. Un símbolo, como dos B unidas a una A. Están en una de las caras de los medallones y en el acertijo. Supuse que debía de ser importante. Como sólo se conocían ocho medallones, dijo que los adquiriría todos para compararlos. Pero me dijo que los compraría.

– No exactamente -repuso Stephanie-. Todavía estoy desconcertada. Todo eso pasó hace más de dos mil años. ¿Por qué no se ha encontrado nada hasta ahora?

Ely se encogió de hombros.

– Es difícil decirlo. La verdad, las pistas no se detectan a simple vista. Se necesitaron rayos X para descubrir lo importante.

– Pero Zovastina lo quiere, sea lo que sea.

Ely asintió.

– En su mente, que siempre me ha parecido un poco excéntrica, ella es Alejandro, o Aquiles, o algún otro héroe épico. Parece disfrutar de esa visión romántica, como si tuviera una misión. Cree que debe de haber algún tipo de cura ahí fuera. Hablaba mucho de ello; era lo más importante para ella, pero no sé por qué. -Ely se detuvo-. No diré que no sea importante para mí también. Su entusiasmo era contagioso. Realmente, empecé a creer que había algo que encontrar.

Stephanie podía percibir que él estaba preocupado por todo lo ocurrido.

– Quizá tengas razón.

– Sería increíble, ¿no te parece?

– Pero ¿cómo es posible que haya una conexión entre san Marcos y Alejandro Magno? -inquirió Thorvaldsen.

– Sabemos que el cuerpo de Alejandro se hallaba en Alejandría hacia el año 391 d. J.C, cuando el paganismo fue finalmente proscrito. Pero después de eso no se lo volvió a mencionar más, en ninguna parte. El cuerpo de san Marcos reaparece en Alejandría hacia el año 400 d. J.C. Recuerda que las reliquias paganas solían ser adoptadas por los cristianos.

»Hay muchos ejemplos en la propia Alejandría. Un ídolo de bronce de Saturno, en el Caesareum, fue fundido para hacer una cruz para el patriarca de Alejandría. El propio Caesareum se convirtió en una catedral cristiana. Mi teoría, después de leer todo lo que he podido sobre san Marcos y Alejandro Magno, es que algún patriarca del siglo IV concibió una manera para, no sólo conservar el cuerpo del fundador de la ciudad, sino también para proporcionar a la cristiandad una potente reliquia. Todos salían ganando. Así que Alejandro se convirtió en san Marcos. ¿Quién notaría la diferencia?