Zovastina decidió pillarlos a todos desprevenidos.
A un talonazo suyo, Bucéfalo viró a la derecha.
Allí no había límites que valieran. Los jinetes podían moverse a su antojo, y de hecho lo hacían. Zovastina los obligó a dirigir su galope hacia el exterior, el grueso de los chapandaz apiñado a su izquierda, y avanzó hacia el borde del campo, donde hileras de altos árboles custodiaban el perímetro. Podía zigzaguear entre ellos -lo había hecho antes-, pero ese día prefirió optar por un camino distinto.
Antes de que ninguno de los otros pudiera reaccionar ante tan repentino cambio, ella se descolgó por la izquierda y atravesó erráticamente el campo, pasando a través del cuerpo de jinetes al galope y haciéndoles aminorar la marcha.
Ese instante de vacilación le permitió a ella lanzarse hacia adelante y dar la vuelta al poste.
Los otros fueron detrás.
Zovastina centró su atención en lo que tenía ante sí.
Un jinete aguardaba a cincuenta metros. Era moreno, con barba, el rostro rígido. Estaba erguido en la silla, y ella vio salir su mano de debajo de una capa de cuero con una pistola. Mantenía el arma cerca, esperándola.
– Vamos, Bucéfalo, enseñémosle que no tenemos miedo.
El caballo salió a todo galope.
El del arma no se movía, y Zovastina lo miró fijamente: nadie la haría retroceder jamás.
El arma la apuntó y un disparo resonó en el campo.
El hombre se tambaleó y acto seguido cayó al mojado suelo. Su caballo, asustado por el ruido, escapó sin jinete.
Ella pisoteó el cadáver, las pezuñas de Bucéfalo hundiéndose en la todavía tibia carne, el cuerpo arrastrado a su paso.
Zovastina continuó cabalgando hasta ver el círculo de la justicia. Luego lo pasó de largo, arrojó el boz en el centro e hizo detener a Bucéfalo.
Los otros participantes se habían detenido junto al cadáver.
Dispararle a un jugador iba totalmente en contra de las normas, pero eso no formaba parte de ningún juego. ¿O acaso sí? Una competición distinta, con distintos jugadores y distintas reglas. Una que ninguno de los hombres que se hallaban allí ese día comprendería o valoraría.
Tiró de las riendas y se enderezó en la silla, dirigiendo una mirada hacia el tejado del palacio. Dentro de uno de los antiguos emplazamientos de los soviéticos, su tirador le indicó que todo había salido bien agitando el fusil.
Ella le devolvió el gesto haciendo corvetear a Bucéfalo, que dejó escapar un relincho de aprobación.
Copenhague
3.10 horas
Cassiopeia siguió a Malone y a Henrik Thorvaldsen hasta la librería del primero. Estaba cansada. Aunque se esperaba una noche larga, los últimos meses empezaban a dejarse sentir, sobre todo las últimas semanas, y por lo visto el suplicio distaba mucho de haber terminado.
Malone encendió las luces.
Le habían contado lo sucedido el otoño anterior -cuando se presentó la ex esposa de Malone…, y lo de la bomba incendiaria-, pero Cassiopeia comprobó que los restauradores habían hecho un trabajo excelente. Se fijó en la factura: nueva, y sin embargo parecía antigua.
– Felicita de mi parte a los artesanos.
Thorvaldsen asintió.
– Quería que fuese igual que antes. Este edificio tenía demasiada historia para que unos fanáticos lo volaran por los aires.
– ¿Quieres quitarte esa ropa mojada? -le preguntó Malone a Cassiopeia.
– ¿No deberíamos mandar primero a Henrik a casa?
Malone sonrió.
– Tengo entendido que le gusta mirar.
– Suena intrigante -afirmó Thorvaldsen-, pero esta noche no estoy de humor.
Ella coincidía.
– Estoy bien. El cuero se seca de prisa. Es una de las razones por las que lo uso cuando trabajo.
– Y ¿en qué estabas trabajando esta noche?
– ¿Seguro que quieres saberlo? Como tú siempre dices, eres librero, no agente. Y estás retirado y todas esas otras excusas.
– Me enviaste un correo electrónico diciéndome que me reuniera contigo en ese museo por la mañana. Según lo que dijiste allí antes, mañana no habría habido museo que valiera.
Ella se sentó en una de las butacas.
– Por eso íbamos a vernos allí. Cuéntaselo, Henrik.
A Cassiopeia le caía bien Malone. La primera vez que lo había visto, el año anterior, en Francia, pensó que era un hombre listo, seguro de sí mismo, guapo. Un abogado excepcional. Había trabajado durante doce años para el Departamento de Justicia estadounidense, en un servicio secreto conocido como Magellan Billet. Luego, hacía dos, lo había dejado todo y le había comprado una librería a Thorvaldsen en Copenhague. Era franco y a veces tosco, como ella, así que no podía quejarse. Le gustaba su rostro vivaz, ese brillo malicioso en los vivarachos ojos verdes, el rubio cabello y la tez siempre morena. Sabía que tenía cuarenta y tantos años y era consciente de que, gracias a una juventud plena que todavía no había decaído, el hombre estaba en el apogeo de su atractivo.
Lo envidiaba.
El tiempo.
A ella se le antojaba tan escaso…
– Cotton -empezó a decir Thorvaldsen-, en Europa han estallado otros incendios. Comenzaron en Francia y siguieron en España, Bélgica y Suiza. Parecidos a lo que acabas de vivir. La policía de cada uno de esos países se dio cuenta de que eran intencionados, pero hasta el momento no se ha podido establecer una relación entre ellos. Dos de los edificios quedaron reducidos a cenizas. Se encontraban en un entorno rural y nadie pareció darle importancia. Los cuatro eran residencias particulares vacías. El de aquí ha sido el primer local público.
– Y ¿cómo atasteis cabos? -preguntó Malone.
– Sabemos lo que buscan -contestó Cassiopeia-: medallones con un elefante.
– Mira por dónde eso es exactamente lo que yo pensaba -dijo Malone-. Cinco incendios en Europa, así que tiene que ser por los medallones. ¿Qué otra cosa iba a ser?
– Existen de verdad -aseguró ella.
– Me alegra saberlo, pero ¿qué demonios es un medallón con un elefante?
– Hace dos mil trescientos años, después de conquistar Asia Menor y Persia, Alejandro Magno puso la mira en la India -explicó. Thorvaldsen-. Pero su ejército lo abandonó antes de que pudiera hacerse con mucho territorio. Libró varias batallas en el país y, por vez primera, se topó con elefantes de guerra, que aplastaron las líneas macedonias y causaron estragos. Los hombres de Alejandro estaban aterrorizados. Más adelante se acuñaron medallones en conmemoración del evento que representaban a Alejandro haciendo frente a los elefantes.
– Los medallones fueron acuñados tras su muerte -continuó Cassiopeia-. No sabemos cuántos se fabricaron, pero en la actualidad sólo se conocen ocho: los cuatro que ya han desaparecido, el de esta noche, dos más que se encuentran en manos privadas y un último que se exhibe en el Museo de Historia y Cultura de Samarcanda.
– ¿La capital de la Federación de Asia Central? -inquirió Malone-. Forma parte de la región que conquistó Alejandro.
Thorvaldsen estaba repantigado en una de las butacas, la torcida espalda adelantando su cuello e instalando la carne del mentón en el delgado pecho. Cassiopeia reparó en que su viejo amigo parecía rendido. Llevaba el suéter holgado y los enormes pantalones de pana de siempre, un uniforme que utilizaba -ella lo sabía- para ocultar su deformidad. Lamentaba haberlo implicado, pero él había insistido. Era un buen amigo. Y había llegado la hora de ver si Malone también lo era.
– ¿Qué sabes de la muerte de Alejandro Magno?
– He leído algo: mucho mito mezclado con datos contradictorios.
– Tu memoria eidética, ¿no?
Malone se encogió de hombros.
– Venía de serie.