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– Una apuesta arriesgada -señaló ella.

– No sé. Me contaste que Ptolomeo dejó algo en la momia de la basílica, algo que os trajo directamente hasta aquí. Diría que mi teoría está firmemente anclada a la realidad.

– Tiene razón -asintió Thorvaldsen-. Merece la pena ir al sur para echar un vistazo.

Ella no estaba del todo de acuerdo, pero cualquier lugar era preferible a ése. Al menos, se moverían. Pero entonces se le ocurrió algo.

– Dijiste que el área donde se halla Klimax es de propiedad privada. Podríamos tener problemas para acceder.

Ely sonrió.

– Quizá el nuevo propietario nos deje echar un vistazo.

SETENTA Y CINCO

Malone estaba atrapado. Debería haberlo sabido: Viktor lo había llevado directamente a Zovastina.

– ¿Ha venido a salvar a la señorita Vitt?

Zovastina hizo un gesto con la mano.

– ¿A quién va a matar? Puede elegir entre los tres. -Señaló a sus guardaespaldas-. Uno de ellos le disparará antes de que pueda disparar al otro. -Le mostró el cuchillo-. Y, entonces, yo cortaré estas cuerdas.

Era cierto. Sus opciones eran limitadas.

– Cogedlo -ordenó a los guardias.

Uno de los hombres corrió hacia él, pero un nuevo sonido llamó la atención de Malone. Balidos. Cada vez más fuertes. El guardia estaba a tres metros de distancia cuando las cabras entraron en estampida desde el camino que conducía al campo de buzkashi. Primero, unas pocas; luego, todo el rebaño irrumpió en el claro.

Las pezuñas golpeaban sordamente la tierra.

A lo lejos, Malone divisó a Viktor sobre un caballo, desde el que mantenía agrupados a los animales, tratando de no interrumpir su avance. El paso torpe de las bestias se intensificó hasta convertirse en carrera; los más rezagados empujaban a los que estaban delante, forzando a avanzar a todo el rebaño. Su inesperada aparición pareció generar el efecto deseado. Los guardias se desconcertaron momentáneamente y Malone aprovechó ese instante para disparar al que se encontraba frente a él.

Otro disparo y el segundo guardia cayó al suelo.

Malone se dio cuenta entonces de que Viktor era el responsable del disparo.

Las cabras ocuparon el claro, chocando entre sí, todavía aturdidas, dándose cuenta lentamente de que la única vía de escape era a través de los árboles.

El polvo llenaba el aire.

Malone fijó su atención en Zovastina y se abrió camino entre los malolientes animales hacia donde se encontraban ella y Cassiopeia.

El rebaño se retiró hacia el bosque.

Las alcanzó en el mismo momento en que Viktor saltaba de la silla con el arma en la mano. Zovastina seguía de pie, blandiendo el cuchillo, pero Viktor la tenía acorralada, a unos pocos metros de las cuerdas que sujetaban a Cassiopeia a los dos árboles combados.

– Suelte el cuchillo -le ordenó Viktor.

Zovastina pareció sorprendida.

– ¿Qué estás haciendo?

– Detenerla. -Viktor hizo una señal con la cabeza-. Libérela, Malone.

– Yo daré las órdenes -repuso él-. Usted suelte a Cassiopeia y yo vigilaré a la ministra.

– ¿Aún no confía en mí?

– Digamos que prefiero hacerlo a mi manera. -Empuñó la pistola-. Como él ya ha dicho, suelte el cuchillo.

– ¿O qué?-replicó Zovastina-. ¿Me pegará un tiro?

Malone disparó al suelo, entre sus piernas; ella retrocedió.

– El siguiente irá directo a su cabeza.

Soltó el cuchillo.

– Y ahora empújelo hacia aquí con el pie.

La ministra hizo lo que le ordenaba.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -le preguntó Cassiopeia.

– Te lo debía. ¿Cabras? -le dijo a Viktor mientras éste desataba a Cassiopeia.

– Uno usa lo que tiene a mano. Parecía una buena opción.

Malone no podía discutir eso.

– ¿Trabajas para los norteamericanos? -preguntó Zovastina dirigiéndose a Viktor.

– Así es.

Un fuego intenso asomó a los ojos de la ministra.

Cassiopeia se deshizo de las cuerdas y arremetió contra ella con el puño apretado, que descargó sobre la cara de la mujer. Una patada en las rodillas y Zovastina cayó de espaldas. Cassiopeia continuó atacándola, plantando su pie en el estómago de la ministra y golpeando su cabeza contra el tronco de un árbol.

Zovastina se retorció en el suelo y después quedó inmóvil.

Malone había contemplado impasible el ataque.

– ¿Es éste tu sistema?

Cassiopeia respiró hondo.

– Le hubiera dado más. -Se detuvo, desentumeciendo sus muñecas-. Ely está vivo: he hablado con él por teléfono. Stephanie y Henrik están con él. Tenemos que irnos.

Malone dirigió su mirada hacia Viktor.

– Pensé que Washington quería que siguiera de incógnito.

– No tenía elección.

– Usted me envió a esta ratonera.

– ¿Acaso le dije que se enfrentara a ella? No me dio oportunidad de hacer otra cosa. Cuando vi su situación, hice lo que tenía que hacer.

Malone no estaba de acuerdo, pero no tenían tiempo de discutir.

– ¿Qué vamos a hacer ahora?

– Marcharnos -dijo Viktor-. No tenemos mucho tiempo. Y nadie va a venir a molestarla.

– ¿Y qué hay del tiroteo? -quiso saber Malone.

– Nadie le dará importancia. -Viktor señaló el espacio que los rodeaba-. Es su campo de ejecuciones. Muchos enemigos han sido eliminados aquí.

Cassiopeia arrastraba el cuerpo inerte de la ministra por el suelo.

– ¿Qué estás haciendo? -preguntó Malone.

– Atar a esta zorra, para que vea lo que se siente.

Stephanie conducía con Henrik a su lado, en el asiento del copiloto, y Ely en el asiento trasero. No habían tenido otra opción más que coger el coche del guardia, pues el suyo tenía las ruedas pinchadas. Abandonaron rápidamente la cabaña, se incorporaron a la carretera y avanzaron rumbo sur, en paralelo a las montañas del Pamir, dirigiéndose hacia lo que dos mil años antes se conocía como monte Klimax.

– Es increíble -dijo Ely.

A través del retrovisor vio cómo el joven estaba admirando el escitalo.

– Cuando leí el enigma de Ptolomeo, me pregunté cómo podía transmitir algún mensaje. Es muy inteligente. -Ely sostuvo el escitalo-. ¿Cómo lo descubristeis?

– Un amigo nuestro lo hizo. Cotton Malone; ahora está con Cassiopeia.

– ¿No deberíamos intentar averiguar algo sobre ella?

Stephanie captó la preocupación que había en la pregunta.

– Hemos de confiar en que Malone sabrá ocuparse del asunto -respondió-. Nuestro problema está aquí. -Volvía a hablar con el tono desapasionado propio de la responsable de una agencia de inteligencia, tranquila e indiferente, pero todavía estaba agitada por lo que había ocurrido en la cabaña-. Cotton es bueno. Sabrá cómo manejar las cosas.

Thorvaldsen también pareció percibir la inquietud de Ely.

– Y Cassiopeia no está indefensa -terció-. Puede cuidar de sí misma. ¿Por qué no nos cuentas lo que necesitamos saber para comprender todo esto? En el manuscrito leímos algo acerca de esa medicina de los escitas. ¿Qué sabes tú de ella?

Vio cómo Ely apartaba cuidadosamente el escitalo a un lado.

– Un pueblo nómada que migró de Asia Central a la Rusia meridional entre los siglos VII y VIII a. J.C. Herodoto escribió sobre ellos. Eran tribales y sanguinarios, temidos. Cortaban las cabezas de sus enemigos y hacían copas con sus cráneos.