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Malone se volvió y percibió la excitación en sus ojos, que lo llenaron de tristeza y de energía al mismo tiempo. Se contuvo y finalizó el pensamiento de Cassiopeia:

– Y ahora está con Stephanie y Henrik. Así que cálmate.

Ella iba sentada sola en el compartimento trasero. Malone vio cómo daba unos golpecitos en el hombro a Viktor.

– ¿Sabía que Ely estaba vivo?

Él asintió con la cabeza.

– Le mentí en la lancha, en Venecia, cuando le dije que estaba muerto. Tenía que decir algo. La verdad es que fui yo quien salvó a Ely. Zovastina pensó que alguien podía fijarse en él. Era su consejero y los crímenes políticos son comunes en la Federación. Ella quería que Ely estuviera protegido. Después de que atentaran contra él, lo ocultó. No he tratado con él desde entonces. Aunque yo era el jefe de la guardia, era ella quien estaba al cargo. Así que realmente no sé qué le sucedió. Aprendí a no formular preguntas y a hacer sólo lo que me ordenaban.

Malone reparó en que Viktor usaba un tiempo verbal pasado al referirse a su trabajo.

– Lo matará si lo encuentra.

– Conocía las reglas antes de que todo esto empezara.

Continuaron el vuelo, sin sobresaltos ni incidentes. Malone nunca había volado en un Hind. Su instrumental era impresionante, al igual que su armamento. Misiles teledirigidos, ametralladoras, cañones dobles…

– Cotton -dijo Cassiopeia-, ¿tienes algún modo de comunicarte con Stephanie?

No era una pregunta que quisiera responder en ese momento, pero no tenía elección.

– Sí.

– Dámelo.

Buscó el teléfono de Magellan Billet que Stephanie le había proporcionado en Venecia y marcó el número mientras se quitaba los auriculares. Transcurrieron unos pocos segundos antes de que un zumbido confirmara la conexión y oyera la voz de Stephanie saludándolo.

– Vamos hacia ahí -dijo él.

– Hemos dejado la cabaña -señaló ella-. Nos dirigimos hacia el sur, por una autopista, la M-45, hacia lo que una vez fue el monte Klimax. Ely sabe dónde está. Dice que los nativos lo llaman Arima.

– Cuéntame más.

Malone escuchó y le repitió la información a Viktor, que asintió.

– Sé dónde está.

Hizo virar el helicóptero hacia el sureste y aumentó la velocidad.

– Estamos de camino -le dijo Malone a Stephanie-. Todo tranquilo por aquí.

Vio que Cassiopeia quería el teléfono, pero no pensaba pasárselo, así que negó con la cabeza, esperando que entendiera que ése no era el momento. No obstante, para confortarla, le preguntó a Stephanie:

– ¿Ely está bien?

– Sí, aunque nervioso.

– Sé a lo que te refieres. Llegaremos antes que vosotros. Volveré a llamarte. Podemos hacer un reconocimiento aéreo hasta que lleguéis allí.

– ¿Viktor ha sido de alguna ayuda?

– No estaríamos aquí si no fuera por él.

Colgó el teléfono y le contó a Cassiopeia hacia dónde se dirigía Ely.

De pronto, una alarma resonó en la cabina.

La mirada de Viktor se posó en el radar, que indicaba dos objetivos acercándose desde el oeste.

– Black Sharks -anunció-. Vienen directos hacia nosotros.

Malone conocía esas naves. La OTAN las llamaba Hokum. KA-50. Rápidas, eficaces, equipadas con misiles teledirigidos y cañones de treinta milímetros. Vio que Viktor también se había dado cuenta de la emboscada.

– Nos han encontrado de prisa -dijo Malone.

– Hay una base aquí cerca.

– ¿Qué piensa hacer?

Empezaron a ascender, ganando altitud, cambiando de rumbo. Mil ochocientos metros. Dos mil. Casi tres mil…

– ¿Sabe cómo usar las armas? -preguntó Viktor.

Malone iba sentado en el asiento del artillero, así que echó un vistazo al panel de mandos. Afortunadamente, sabía leer ruso.

– Puedo intentarlo.

– Entonces, prepárese para el combate.

SETENTA Y SIETE

Samarcanda

Zovastina observaba a sus generales mientras consideraban el plan de guerra. Los hombres que estaban sentados alrededor de la mesa de juntas eran los subordinados de su mayor confianza, aunque atemperaba esa confianza con la sospecha de que uno o más de uno podía ser un traidor. Después de todo lo que había ocurrido en las últimas veinticuatro horas no podía estar segura de nada. Todos esos hombres habían estado con ella desde el principio, ascendiendo con ella, construyendo con tesón la fuerza militar de la Federación, preparándose para lo que iba a ocurrir.

– Primero, empezaremos con Irán -declaró.

Conocía las cifras. La población actual de Pakistán ascendía a ciento setenta millones. Afganistán, treinta y dos millones. Irán, sesenta y ocho millones. Los tres países eran objetivos potenciales. Al principio, había planeado un ataque simultáneo, pero ahora creía que un golpe estratégico era mejor. Si los puntos de infección se escogían con cuidado -lugares con una gran densidad de población- y los virus se dispersaban con habilidad, los modelos informáticos habían previsto una reducción de la población del 70 por ciento o más en poco menos de catorce días. Les contó a sus hombres lo que ya sabían y añadió:

– Necesitamos sembrar el pánico. Originar una crisis. Los iraníes, sin duda, querrán nuestra ayuda. ¿Qué es lo que habéis planeado?

– Empezaremos con sus efectivos militares y el gobierno -dijo uno de sus generales-. La mayoría de los agentes víricos operan antes de cuarenta y ocho horas. Pero utilizaremos varios tipos. Así, identificarán rápidamente uno de los virus, pero para entonces ya tendrán que combatir a otro. Eso debería hacer que bajaran la guardia y evitaran cualquier respuesta médica efectiva.

Había estado preocupada por este aspecto, pero ya no lo estaba.

– Los científicos me han dicho que los virus han sido modificados de modo que su detección y su prevención serán aún más difíciles.

Ocho hombres rodeaban la mesa, todos ellos miembros de su ejército y de las fuerzas aéreas. Asia Central había languidecido durante muchos años entre China, la URSS, la India y Oriente Medio; no formaba parte de ninguno de esos países, pero todos la codiciaban. El juego había acabado dos siglos antes, cuando Rusia y Gran Bretaña lucharon por el dominio de la zona sin tener en cuenta los deseos de la población autóctona.

Ya no más.

Ahora, Asia Central hablaría con una sola voz a través de un parlamento elegido democráticamente, ministros, elecciones, tribunales y el gobierno de la ley.

Una sola voz.

La suya.

– ¿Y qué hay de los europeos y los norteamericanos? -preguntó un general-. ¿Cómo reaccionarán ante nuestra agresión?

– Eso es precisamente lo que no va a ocurrir -aclaró ella-. No habrá agresión. Simplemente ocuparemos y distribuiremos ayuda y proporcionaremos auxilio a la diezmada población. Estarán demasiado ocupados enterrando a sus muertos como para preocuparse por nosotros.

Había aprendido de la historia. Los conquistadores que habían obtenido los mayores éxitos -griegos, mongoles, hunos, romanos y otomanos-, todos ellos habían practicado la tolerancia con las tierras de las que se habían apropiado. Hitler podría haber cambiado el rumbo de la segunda guerra mundial si simplemente hubiera aprovechado la ayuda de los millones de ucranianos que odiaban a los soviéticos en vez de aniquilarlos. Sus fuerzas entrarían en Irán como salvadores, y no como opresores, consciente de que cuando sus virus cumplieran su cometido no habría oposición alguna para desafiarla. Entonces se anexionaría los territorios, los repoblaría. Desplazaría a la población de las antiguas regiones soviéticas arruinadas hacia las nuevas tierras. Mezclaría las razas. Haría precisamente lo que Alejandro Magno había hecho con su revolución helenística, sólo que al revés, migrando del este al oeste.