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– ¿Estamos seguros de que los estadounidenses no intervendrán? -insistió uno de los generales.

Zovastina entendía su aprensión.

– Los estadounidenses no dirán ni harán nada. ¿Por qué tendrían que preocuparse? Después de la debacle iraquí, no interferirán, especialmente si estamos ocupándonos de esa carga. La verdad es que estarán encantados con la perspectiva de eliminar a Irán.

– Una vez que entremos en Afganistán morirán norteamericanos -señaló uno de los hombres-. Sus fuerzas todavía están allí.

– Cuando eso pase, intentaremos quitarle importancia -repuso la ministra-. Queremos que el resultado final sea que los norteamericanos se retiren del país cuando nosotros tomemos el control. Supongo que será una decisión popular en Estados Unidos. Usemos un virus que sea vulnerable. Infecciones estratégicas, dirigidas a grupos y regiones específicos. La mayoría de los muertos deben ser nativos, en especial, talibanes, y hemos de asegurarnos de que las bajas entre los estadounidenses sean sólo un daño colateral.

Miró al resto de los hombres que se encontraban alrededor de la mesa. Ninguno de ellos había dicho una sola palabra sobre el cardenal que lucía en la cara, consecuencia de su pelea con Cassiopeia Vitt. ¿La filtración estaba allí? ¿Cómo sabían tanto los norteamericanos acerca de sus intenciones?

– Van a morir millones de personas -dijo uno de los hombres en un susurro.

– Millones de problemas -puntualizó ella-. Irán es un refugio de terroristas, un lugar gobernado por locos. Eso es lo que Occidente dice una y otra vez. Ya es hora de acabar con el problema, y tenemos la solución. La gente que sobreviva vivirá mejor, y nosotros también. Tendremos su petróleo y su gratitud. Lo que hagamos con ellos determinará nuestro éxito.

Escuchó la discusión sobre la cantidad de tropas, los planes de contingencia y las estrategias que debían seguir. Varios escuadrones habían sido entrenados para propagar los virus y estaban listos para dirigirse hacia el sur. Estaba complacida. Los años de preparación llegaban a su fin. Se imaginó cómo debía de sentirse Alejandro Magno cuando pasó de Grecia a Asia e inició su conquista global. Como él, también había previsto el éxito total. Una vez que controlara Irán, Pakistán y Afganistán, avanzaría por todo Oriente Medio. Ese dominio, no obstante, sería más sutil; los brotes virales aparecerían como una simple expansión de las infecciones iniciales. Si había interpretado correctamente a Occidente, Europa, China, Rusia y Estados Unidos se recluirían en sí mismos. Cerrarían sus fronteras. Minimizarían los viajes. Esperarían a que el desastre sanitario fuera contenido en unos países por los que, obviamente, nadie se preocupaba. Su inacción le daría tiempo para reivindicar más vínculos en la cadena de naciones que se alzaban entre la Federación y África. Actuando correctamente conquistaría todo Oriente Medio en cuestión de meses, y sin un solo disparo.

– ¿Tenemos el control de los antígenos? -preguntó finalmente el jefe de personal.

Ella estaba esperando la pregunta.

– Sí.

La inestable paz que la mantenía unida a Vincenti estaba a punto de acabar.

– Philogen nos ha proporcionado reservas para tratar a nuestra población -indicó uno de los hombres-, pero no tenemos las cantidades necesarias para detener el avance viral en las naciones que son nuestro objetivo, una vez que la victoria sea segura.

– Estoy al corriente del problema -repuso ella.

Un helicóptero la aguardaba.

Se levantó.

– Señores, vamos a iniciar la mayor conquista desde la Antigüedad. Los griegos llegaron y nos vencieron, llevándonos a la edad helenística, lo que finalmente acabó dando forma a la civilización occidental. Ahora asistiremos a un nuevo amanecer en el desarrollo de la humanidad: la edad asiática.

SETENTA Y OCHO

Cassiopeia se sujetó al banco de acero del compartimento trasero. El aparato dio varios bandazos cuando Viktor inició las maniobras de evasión para eludir a sus perseguidores. Sabía que Malone era consciente de que quería hablar con Ely, pero ella también sabía que ahora no era el momento. Apreciaba que Malone hubiera arriesgado el pellejo. ¿Cómo habría escapado de Zovastina sin su ayuda? Difícilmente lo hubiera hecho, incluso con Viktor allí. Thorvaldsen le había dicho que Viktor era un aliado, pero también le había advertido de sus limitaciones. Su misión era permanecer en la sombra, pero aparentemente esa prioridad había cambiado.

– Nos están disparando -dijo Viktor a través de los auriculares.

El helicóptero se ladeó a la derecha, cortando el aire. Su arnés la mantenía firmemente asida al mamparo. Se agarró al banco con más fuerza. Estaba luchando por contener una arcada cada vez más intensa pues, la verdad fuera dicha, era propensa a marearse. Por lo general, evitaba los barcos y no tenía problemas con los aviones mientras volaran sin altibajos. Eso, sin embargo, era un problema. Su estómago parecía enrollarse y subir hasta su garganta conforme iban cambiando de altitud, como un ascensor que ha enloquecido. No podía hacer nada salvo resistir y pedir al cielo que Viktor supiera lo que estaba haciendo.

Vio que Malone manejaba los controles del armamento y oyó disparos que procedían de ambos lados del fuselaje. Miró en dirección a la cabina del piloto y, a través del parabrisas, atisbo los picos de las montañas surgiendo entre las nubes, a ambos lados del aparato.

– ¿Todavía nos siguen? -preguntó Malone.

– Cada vez más de prisa -respondió Viktor-, e intentan disparar.

– Nos sobran algunos misiles.

– Estoy de acuerdo. Pero dispararlos aquí puede ser peligroso, para ellos y para nosotros.

Emergieron a un cielo más claro. El helicóptero viró abruptamente a la derecha y empezó a caer en picado.

– ¿Tenemos que hacer esto? -preguntó ella, intentando mantener su estómago bajo control.

– Eso me temo -respondió Malone-. Debemos servirnos de estos valles para evitarlos. Entrar y salir, como en un laberinto.

Cassiopeia sabía que Malone había pilotado aviones de combate y aún tenía la licencia de piloto.

– A algunos de nosotros no nos gustan este tipo de cosas.

– Te invito a echar la papa cuando quieras.

– No voy a darte ese gusto.

Gracias a Dios, no había comido desde el día anterior, en Torcello.

Más picos afilados aparecieron mientras el aparato rugía cruzando el cielo del atardecer. El ruido del motor era ensordecedor. Sólo había volado en unos pocos helicópteros, pero nunca en situación de combate; era como un viaje, en tres dimensiones, en una montaña rusa.

– Hay dos helicópteros más en nuestro radar -dijo Viktor-. Pero están fuera de nuestra trayectoria.

– ¿Adónde nos dirigimos? -preguntó Malone.

El helicóptero hizo otro quiebro.

– Al sur -dijo Viktor.

Malone observó el monitor del radar. Las montañas eran a la vez una protección y un problema, pues dificultaban seguir el rastro de sus perseguidores. Los objetivos aparecían y desaparecían sin cesar. La maquinaria militar norteamericana se basaba en el control por satélite y en aviones de vigilancia aérea para obtener imágenes claras. Por suerte, la Federación de Asia Central no poseía esos dispositivos tan sofisticados.

La pantalla del radar quedó vacía.

– Ya no nos siguen -anunció Malone.

Debía admitir que Viktor sabía pilotar. Estaban zigzagueando entre las montañas del Pamir; los rotores pasaban peligrosamente cerca de los grises precipicios. Nunca había aprendido a pilotar un helicóptero, aunque siempre había deseado hacerlo. Y tampoco había estado a los mandos de un caza supersónico desde hacía diez años. Había conservado su licencia de piloto durante algunos pocos años después de entrar en el Magellan Billet, pero había dejado que caducara. En su momento no se había preocupado, pero ahora desearía haber conservado esas habilidades.