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Viktor estabilizó el helicóptero a mil ochocientos metros de altitud.

– ¿Ha abatido a alguno? -preguntó.

– Es difícil decirlo. Creo que sólo los hemos obligado a mantenerse a distancia.

– Nos dirigimos a unos ciento cincuenta kilómetros al sur. Conozco Arima. He estado antes allí, pero hace bastante tiempo.

– ¿Hay montañas en todo el trayecto?

Viktor asintió.

– Y más valles. Creo que puedo eludir cualquier radar. Esta zona no es un área de seguridad. La frontera con China ha estado abierta durante años. La mayoría de los suministros de Zovastina provienen del sur, de Afganistán y Pakistán.

Cassiopeia se echó hacia adelante en el asiento, acercándose a ellos.

– ¿Se acabó?

– Parece ser que sí -respondió Malone.

– Voy a dar un rodeo para evitar más encuentros -dijo Viktor-. Tardaremos un poco más, pero cuanto más al este vayamos, más seguros estaremos.

– ¿Cuánto vamos a tardar? -quiso saber ella.

– Quizá media hora.

Malone asintió y Cassiopeia no puso ninguna objeción. Esquivar balas era una cosa, pero esquivar misiles aire-aire era otra muy distinta. Los equipos ofensivos soviéticos, como sus armas, eran de primera categoría. La sugerencia de Viktor era acertada.

Malone se acomodó en su asiento y contempló los picos desnudos, que emergían abruptamente. En la distancia, la neblina hacía que el paisaje pareciera un anfiteatro de picos coronados de blanco. Un río, con su torrente fangoso, trazaba venas de color púrpura entre las colinas. Tanto Alejandro Magno como Marco Polo habían hollado esa tierra; toda ella había sido, una vez, un campo de batalla. Dependientes de los británicos al sur, de los rusos al norte, de chinos y afganos al este y al oeste. Durante la mayor parte del siglo XX, Moscú y Pekín lucharon por el control, tentándose mutuamente y estableciendo al fin una paz muy frágil; sólo el Pamir se alzaba como vencedor.

Alejandro Magno había escogido sabiamente ese lugar como su última morada.

Pero Malone se preguntaba…

¿Estaba realmente allí?

¿Esperando?

SETENTA Y NUEVE

14.00 horas

Zovastina había volado desde Samarcanda a la finca de Vincenti directamente, en el helicóptero más rápido de su fuerza aérea.

La mansión de Vincenti se divisaba allá abajo, excesiva, cara y, como su propietario, prescindible. Permitir que el capital floreciera en la Federación quizá no fuera tan buena idea. Se necesitarían cambios. Habría que contener a la Liga Veneciana.

Pero había otras prioridades.

El helicóptero aterrizó.

Después de que Edwin Davis abandonó el palacio, ordenó a Kamil Revin que contactara con Vincenti y lo alertara de su visita. Pero el aviso se había retrasado lo bastante como para dar a sus tropas tiempo de llegar. Le habían dicho que la casa estaba ahora bajo control, así que ordenó a sus hombres que se fueran en los mismos helicópteros que los habían llevado allí, con excepción de nueve soldados. El personal de la casa había sido evacuado. Zovastina no tenía ningún problema con los habitantes de la zona que intentaban ganarse la vida: su disputa era con Vincenti.

Bajó del helicóptero y cruzó los cuidados terrenos que rodeaban la casa, dirigiéndose hacia una terraza de piedra desde donde accedió a la mansión. Aunque Vincenti pensaba que la ministra no tenía ningún interés en la finca, ella había seguido cuidadosamente su construcción. Cincuenta y tres habitaciones. Once dormitorios. Dieciséis baños. Su arquitecto le había proporcionado, de buen grado, los planos. Conocía el majestuoso comedor, los elaborados salones, la cocina de gourmet y la bodega. Contemplando de primera mano la decoración, era fácil comprender por qué había costado una cifra con ocho ceros.

En el vestíbulo principal, dos de sus soldados estaban apostados frente a la puerta delantera. Dos más flanqueaban una escalera de mármol. Todo allí le recordaba a Venecia. Y no le gustaba recordar el fracaso.

Hizo un gesto a uno de los centinelas, que se acercó a ella, sosteniendo un rifle. La escoltó a través de un pequeño corredor y entró en lo que parecía ser una biblioteca. Tres hombres más, armados, ocupaban la sala; también había un tercero. Aunque nunca se habían encontrado, ella conocía su nombre y su historial.

– Señor O'Conner, tiene que tomar usted una decisión.

El hombre, que estaba sentado en un sofá de cuero, se levantó y se encaró con ella.

– Ha trabajado para Vincenti durante mucho tiempo. Depende de usted. Y, francamente, sin usted no hubiera llegado tan lejos.

Permitió que el halago hiciera su efecto mientras inspeccionaba la opulenta estancia.

– Vincenti vive bien. Siento curiosidad. ¿Comparte su riqueza con usted?

O'Conner no respondió.

– Déjeme decirle algunas cosas que quizá sepa o quizá no. En el último año, Vincenti ha facturado más de cuarenta millones de euros con su compañía. Posee una fortuna de más de un billón de euros. ¿Cuánto le paga?

No hubo respuesta.

– Ciento cincuenta mil euros -dijo ella, y contempló la expresión del hombre al encontrarse cara a cara-. Como puede ver, señor O'Conner, sé bastantes cosas. Ciento cincuenta mil euros por todo lo que usted hace por él. Ha intimidado, coaccionado e incluso matado. Él gana decenas de millones y usted recibe ciento cincuenta mil euros. Él vive así y usted… -vaciló- simplemente vive.

– Nunca me he quejado -repuso O'Conner.

Ella se detuvo tras el escritorio de Vincenti.

– No, no lo ha hecho, lo cual es admirable.

– ¿Qué quiere?

– ¿Dónde está Vincenti?

– Se ha ido. Se fue antes de que sus hombres llegaran.

Ella sonrió.

– Eso es. Otra cosa que sabe hacer usted muy bien: mentir.

Él se encogió de hombros.

– Puede creer lo que quiera. Seguramente sus hombres ya habrán registrado toda la casa.

– Lo han hecho y, tiene usted razón, no hemos encontrado a Vincenti. Pero usted y yo sabemos por qué.

Zovastina reparó en las exquisitas tallas de alabastro que adornaban el escritorio. Figuras chinas. Realmente, nunca se había interesado en el arte oriental. Levantó una de las estatuillas: un hombre semidesnudo, contorsionado.

– Durante la construcción de esta monstruosidad, Vincenti incorporó pasajes secretos; supuestamente, para uso del servicio. Pero usted y yo sabemos para qué se usan realmente. También ha construido un enorme sótano excavado en la roca que está bajo nuestros pies. Probablemente, ahí es donde está.

El rostro de O'Conner no mostró emoción alguna.

– Así que, como ya le he dicho, señor O'Conner, debe usted tomar una decisión. Encontraré a Vincenti, con o sin su ayuda. Pero con su ayuda aceleraría el proceso y, debo admitirlo, el tiempo es oro. Por eso estoy dispuesta a negociar. Podría usar a un hombre como usted, un hombre de recursos -hizo una pausa-, en absoluto codicioso. Así que debe tomar una decisión. ¿Cambiará usted de bando o seguirá con Vincenti?

Zovastina había ofrecido la misma alternativa a otros. La mayoría de ellos eran miembros de la asamblea nacional, parte de su gobierno, o de la naciente oposición. A algunos no valía la pena reclutarlos, y era más fácil matarlos y seguir adelante, pero la mayor parte habían resultado ser conversiones valiosas. Todos ellos eran asiáticos, rusos o una mezcla de ambos. Pero ahora había tendido el cebo a un norteamericano y tenía curiosidad por ver si picaría.

– La elijo a usted -dijo O'Conner-. ¿Qué puedo hacer?

– Responda a mi pregunta.

O'Conner se llevó la mano al bolsillo e inmediatamente uno de los soldados lo apuntó con el rifle. Rápidamente, O'Conner le mostró sus manos vacías.

– Necesito algo para responder a su pregunta.