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Había pasado el rato asegurando los datos que contenían los dos ordenadores del laboratorio. También había concluido con un par de experimentos que él y Lyndsey habían desarrollado para verificar que las arqueas podían ser almacenadas sin ningún riesgo a temperatura ambiente, al menos durante los dos meses que necesitaban entre la producción y la venta. Concentrarse en los experimentos había aplacado la aprensión de Lyndsey, pero Walde seguía inquieta.

– Deshazte de todo -le dijo a Lyndsey-. Tira todos los líquidos, las soluciones de conservación, las muestras. No dejes nada.

– ¿Qué están haciendo? -inquirió Karyn.

Vincenti no tenía ganas de discutir con ella.

– No lo necesitamos.

Se levantó de la silla en la que había estado sentada.

– ¿Y qué hay de mi tratamiento? ¿Me dio suficiente? ¿Estoy curada?

– Lo sabremos mañana o pasado.

La observó con una mirada calculadora.

– Es usted demasiado exigente, tratándose de una mujer que se está muriendo.

– No me ha respondido. ¿Estoy curada?

Él ignoró la pregunta y se concentró en la pantalla del ordenador. Con unos movimientos del ratón copió todos los datos en un pendrive. Luego inició la encriptación del disco duro.

Karyn lo agarró por la camisa.

– Fue usted quien vino a mí. Quería mi ayuda. Quería a Irina. Me dio esperanzas. No me deje ahora.

Esa mujer podía acarrearle más problemas de los que merecía, pero decidió ser conciliador.

– Podemos hacer más -dijo tranquilamente-. Es fácil. Y si es necesario, podemos llevarla donde viven las bacterias y dejar que beba. Así también son eficaces.

Pero esa afirmación no pareció satisfacerla.

– Está mintiendo, hijo de puta. -Lo soltó-. No puedo creer que esté metida en este lío.

Ni él tampoco. Pero ya era demasiado tarde.

– ¿Todo listo? -le preguntó a Lyndsey.

El otro asintió.

Vincenti oyó el sonido de unos cristales que se hacían añicos. Se volvió y vio a Karyn empuñando los pedazos rotos de un frasco y arremetiendo contra él, llevando su improvisada daga cerca del estómago del hombre. Sus ojos ardían.

– Necesito saberlo. ¿Estoy curada?

– Respóndele -dijo otra voz.

Vincenti se volvió hacia la entrada del laboratorio.

Irina Zovastina estaba en el umbral, empuñando un arma.

– ¿Está curada, Enrico?

OCHENTA Y UNO

Malone divisó una casa unos tres kilómetros más allá. Viktor los había conducido hasta allí desde el norte, después de virar hacia el este y bordear la frontera china. Evaluó la estructura y estimó que debía de medir unos doce mil kilómetros cuadrados, aproximadamente, distribuidos en tres niveles. Se aproximaban por la parte trasera; la fachada estaba orientada a un valle rodeado por montañas en tres de sus lados. La casa parecía haber sido situada intencionadamente en un promontorio llano, con vistas a la amplia explanada. Había andamiajes en uno de los costados, donde, según parecía, los obreros habían estado trabajando. Vio una pila de arena y mortero. Más allá del promontorio se estaba erigiendo un cercado de hierro, una parte del cual ya estaba construida, y otra, señalada. Sin trabajadores. Sin seguridad. Nadie a la vista.

A un lado había un garaje con una capacidad para cinco o seis vehículos cuya puerta estaba cerrada. Un jardín cuidadosamente cultivado se extendía entre una terraza y el inicio de una ladera que acababa en la base de una de las montañas. En los árboles brotaban las nuevas hojas de la primavera.

– ¿De quién es esta casa? -quiso saber Malone.

– No tengo ni idea -dijo Viktor-. La última vez que estuve aquí, hace dos o tres años, no estaba.

– ¿Es éste el lugar? -preguntó Cassiopeia, mirando por encima del hombro.

– Esto es Arima.

– Está todo demasiado tranquilo ahí abajo, ¿no os parece? -señaló Malone.

– Las montañas nos han protegido mientras nos acercábamos -explicó Viktor-. El radar está limpio. Estamos solos.

Malone vio que un sendero bien definido se deslizaba a través de una ladera cubierta de arbustos; luego seguía por una loma rocosa y desaparecía en una sombría grieta. También divisó lo que parecía ser un tendido eléctrico, que ascendía por la desnuda roca, paralelo al camino, fijado cerca del suelo.

– Parece que alguien está muy interesado en esa montaña -comentó.

– Ya lo veo, ya -convino Cassiopeia.

– Necesitamos saber a quién pertenece este lugar -añadió él-, pero debemos estar preparados. -Todavía llevaba encima el arma que había introducido en el país, aunque apenas la había usado-. ¿Hay armas a bordo?

Viktor asintió.

– En el compartimento trasero.

Malone miró a Cassiopeia.

– Ve a buscar una para cada uno.

Zovastina disfrutó al ver la sorpresa que se dibujaba en los rostros de Lyndsey y Vincenti.

– ¿Acaso creíais que era estúpida?

– Maldita seas, Irma -le espetó Karyn.

– Ya es suficiente.

Zovastina la apuntó con el arma.

Karyn vaciló ante el desafío; luego se retiró al punto más alejado, detrás de una de las mesas. La ministra volvió a centrar su atención en Vincenti.

– Te advertí sobre los norteamericanos. Te dije que nos vigilaban, ¿y así es como demuestras tu gratitud?

– ¿Esperas que me crea eso? De no ser por los antígenos, me habrías matado hace tiempo.

– Tú y tu Liga queríais un refugio, y os lo concedí. Queríais libertad económica, y la tenéis. Queríais tierras, mercados, modos de blanquear vuestro dinero. Yo os di todo eso, pero no es suficiente, ¿verdad?

Vincenti volvió a mirarla fijamente, en apariencia, haciendo esfuerzos por contenerse.

– Por lo visto, tenemos agendas diferentes. Algo, supongo, que ni siquiera tu Liga conoce. Algo que implica a Karyn. -Zovastina se dio cuenta entonces de que Vincenti nunca admitiría ninguna de esas acusaciones. Pero estaba Lyndsey; él era distinto. Así que se centró en él-. Y tú también formas parte de esto.

El científico la contempló con indisimulado terror.

– Vete de aquí, Irina -dijo Karyn-. Déjalo en paz. Déjalos en paz, a los dos. Están haciendo grandes cosas.

El desconcierto embargó a la ministra.

– ¿Grandes cosas?

– Me ha curado, Irina. Tú no. Él, él me ha curado.

Su curiosidad aumentó al sentir que Karyn podía proporcionarle la información que necesitaba.

– El VIH no se puede curar -apuntó.

Karyn rió.

– Ése es tu problema, Irina. Crees que nada es posible sin ti. El gran Aquiles en un viaje heroico para salvar a su amado. Ésa eres tú. Un mundo de fantasía que sólo existe en tu mente.

Su cuello se tensó, la mano que sostenía el arma la empuñó con más fuerza.

– Yo no vivo en ningún poema épico -prosiguió Karyn-. Esto es real; no tiene que ver con Homero, ni con los griegos. Tiene que ver con la vida y con la muerte. Mi vida. Mi muerte. Y este hombre -agarró a Vincenti por el brazo-, este hombre me ha curado.

– ¿Qué patrañas le has contado? -le espetó Zovastina a Vincenti.

– ¿Patrañas? -replicó Karyn-. Tú no hiciste nada. Él lo hizo todo. Él tiene la cura.

La ministra contempló a Karyn. Era un manojo de energía pura y dura, un torbellino de emociones.

– ¿Tienes alguna idea de lo que hice para intentar salvarte? -inquirió-. ¿De las decisiones que tuve que tomar? Volviste a mí porque estabas en apuros y te ayudé.

– No hiciste nada por mí. Sólo por ti misma. Me veías sufrir, veías cómo me moría…