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– La medicina moderna no tiene nada que ofrecer. Estoy intentando encontrar algo que pueda ayudarte. Eres una zorra desagradecida.

Su voz era cada vez más alta, a causa de la indignación.

La tristeza ensombreció el rostro de Karyn.

– No lo tienes, ¿verdad? Nunca lo has tenido. Una posesión. Eso es todo lo que soy para ti, Irina. Algo que podías controlar. Por eso te traicioné. Por eso estuve con otras mujeres, con otros hombres, para demostrarte que no podías dominarme. Nunca lo has tenido.

El corazón de Irina se rebeló, pero su cerebro estaba de acuerdo con lo que Karyn decía. Se volvió hacia Vincenti.

– ¿Has encontrado la cura para el sida?

Él la observó, inexpresivo.

– ¡Dímelo! -gritó. Tenía que saberlo-. ¿Encontraste la medicina de Alejandro? ¿El lugar del que hablaban los escitas?

– No tengo ni idea de qué es eso -repuso él-. No sé nada de Alejandro ni de los escitas ni de ninguna medicina. Pero ella dice la verdad. Hace mucho tiempo encontré una cura en la montaña que hay tras la casa. Un sanador local me habló del lugar. Lo llamaba, en su lengua, Arima, «ático». Es una sustancia natural que nos puede hacer ricos a todos.

– Así que se trata de eso… De una manera de hacer dinero.

– Tu ambición será la ruina de todos nosotros.

– ¿Por eso intentaste matarme? ¿Para detenerme? Sí, ya sé, me advertiste. ¿Acaso perdiste tu aplomo?

Él negó con la cabeza.

– Decidí que había un modo mejor de hacerlo.

Zovastina recordó lo que Edwin Davis le había dicho y se dio cuenta de que era cierto. Se acercó a Karyn.

– Ibas a usarla para difamarme. Volver a la gente en mi contra. Primero, curarla. Después, usarla. ¿Y después qué, Enrico? ¿Matarla?

– ¿Es que no me has oído? -intervino Karyn-. Me ha salvado.

A Zovastina no podía importarle menos. Acoger a Karyn había sido un error. Había tomado decisiones arriesgadas sólo por ella.

Y todo, para nada.

– ¡Irina! -gritó Karyn-. Si la gente de esta maldita Federación supiera cómo eres realmente, nadie te seguiría. Eres un fraude, un fraude y una asesina. Todo lo que conoces es el dolor. Ése es tu placer. El dolor. Sí, quería destruirte. Quería que te sintieras tan insignificante como me has hecho sentir a mí.

Karyn era la única a quien ella había mostrado su alma, una cercanía que nunca había sentido con ningún otro ser humano. Homero tenía razón: «Una vez que el daño está hecho, incluso un tonto se da cuenta.»Disparó a Karyn en el pecho.

Y luego, en la cabeza.

Vincenti había estado esperando a que Zovastina actuara. Todavía sostenía el pendrive en su puño izquierdo. Había mantenido esa mano sobre la mesa mientras su derecha abría lentamente el cajón superior.

El arma que había llevado consigo estaba dentro.

Zovastina disparó a Karyn Walde una tercera vez.

Él cogió la pistola.

La ira de la ministra aumentaba cada vez que apretaba el gatillo. Las balas atravesaron el demacrado cuerpo de Karyn y se incrustaron en la pared que había tras ella. Su antigua amante no llegó a darse cuenta de lo que ocurría, ya que murió de prisa, su cuerpo contorsionado en el suelo, desangrándose.

Grant Lyndsey había permanecido sentado, en silencio, durante toda la conversación. No era nada. Una alma débil, un inútil. Vincenti, no obstante, era distinto. No se vendría abajo sin luchar, aunque probablemente era consciente de que iba a morir.

Así que Zovastina lo apuntó a él.

De repente, el hombre mostró su mano derecha, que sostenía una pistola.

Le disparó cuatro veces, vaciando el cargador del arma.

Rosas de sangre florecieron en la camisa de Vincenti.

Sus ojos miraron al cielo, su mano soltó el arma, que cayó estrepitosamente al suelo al mismo tiempo que su robusto cuerpo.

Dos problemas resueltos.

Luego Zovastina se acercó a Lyndsey y lo apuntó a la cara con el arma descargada. El horror volvió a aparecer en su rostro. No importaba que el cargador estuviera vacío; la pistola bastaba para conseguir lo que quería.

– Te advertí que te quedaras en China -le dijo.

OCHENTA Y DOS

Stephanie, Henrik y Ely estaban siendo conducidos al interior de la casa. Los habían llevado allí desde la puerta de la mansión; su coche, estacionado en un garaje apartado. Nueve soldados de infantería custodiaban el interior. Stephanie no había visto personal de servicio. Se encontraban en lo que parecía ser una biblioteca, una espaciosa y elegante habitación con imponentes ventanas que enmarcaban las vistas panorámicas del exuberante valle que se extendía más allá de la casa. Tres hombres con rifles AK-74 y la cabeza rapada estaban apostados junto a las ventanas, alertas; había otro más en la puerta y un tercero junto a un gabinete de estilo oriental. En el suelo yacía un cadáver: caucásico, de mediana edad, tal vez norteamericano, con una bala en la cabeza.

– Esto no me gusta nada -le susurró a Henrik.

– No veo cómo salir de ésta.

Ely parecía tranquilo. Pero había vivido bajo amenazas durante los últimos meses, y probablemente aún estaba confuso por todo lo que estaba sucediendo, aunque quería confiar en Henrik. O, para ser sincero, en Cassiopeia, de la que sabía que estaba cerca. Era obvio que el joven se preocupaba por ella. Pero el reencuentro no iba a producirse pronto. Stephanie esperaba que Malone hubiera sido más cuidadoso que ella. Seguía teniendo su teléfono en el bolsillo. Curiosamente, aunque la habían registrado, le habían permitido conservarlo.

Un clic llamó su atención.

Se volvió y observó cómo el gabinete de estilo oriental giraba sobre sí mismo, dejando al descubierto un pasadizo. Un hombre pequeño, de aspecto travieso, con una incipiente calvicie y preocupación en el rostro, emergió de la oscuridad, seguido por Irina Zovastina, quien empuñaba un arma. El guardia dejó pasar a su ministra, retrocediendo hacia las ventanas. Zovastina pulsó un botón del mando y el gabinete se cerró de nuevo. Luego arrojó el dispositivo sobre el cadáver.

Zovastina entregó su arma a uno de sus guardias y, en su lugar, tomó su AK-74. Se dirigió directamente hacia Thorvaldsen y lo golpeó en el estómago con la culata. El danés se quedó sin aliento y se retorció, apretándose el vientre con las manos.

Tanto Stephanie como Ely se acercaron para ayudarlo, pero los otros guardias los apuntaron directamente con sus armas.

– He decidido -dijo Zovastina- que, en vez de llamarlos, como han sugerido antes, era mejor hacerlos venir personalmente.

Thorvaldsen se esforzaba por respirar y mantenerse en pie, resistiendo el dolor.

– Es bueno saberlo… Me ha causado… una fuerte impresión.

– ¿Quién es usted? -preguntó Zovastina dirigiéndose a Stephanie.

Ella se presentó y añadió:

– Departamento de Justicia de Estados Unidos.

– ¿Malone trabaja para usted?

– Sí -mintió.

Zovastina miró a Ely.

– ¿Qué te han contado estos dos espías?

– Que es usted una mentirosa. Que me ha retenido contra mi voluntad, sin que yo mismo lo supiera. -Se detuvo, quizá intentando hacer acopio de valor-. Que está planeando una guerra.

Zovastina estaba enfadada consigo misma. Había permitido que la emoción la dominara. Matar a Vincenti había sido necesario. Pero ¿y Karyn? Lamentaba haberla matado, aunque no tenía elección. Había que hacerlo. ¿La cura para el sida? ¿Cómo era posible? ¿La estaban engañando? ¿O simplemente despistando? Vincenti había estado trabajando en algo desde hacía tiempo, lo sabía. Por eso había contratado a espías, como Kamil Revin, que la habían mantenido informada.

Miró a sus tres prisioneros y le aclaró a Thorvaldsen:

– Puede que fuera por delante de mí en Venecia, pero eso no va a volver a ocurrir. -Señaló a Lyndsey con el rifle-. Ven aquí.