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– Le hablaré como me dé la gana.

Zovastina levantó el AK-74.

Pero Ely saltó, situándose delante de Thorvaldsen.

– Si quiere encontrar esa tumba -puntualizó-, baje el arma.

Stephanie se preguntaba si esa déspota codiciaba lo bastante ese antiguo tesoro como para permitir que la desafiaran abiertamente ante sus hombres.

– Tu utilidad está declinando rápidamente -replicó Zovastina.

– La tumba podría estar a poca distancia de aquí -dijo Ely.

Stephanie admiró la determinación de Ely. Estaba agitando un trozo de carne ante un león, esperando que su intensa hambre fuera superior al deseo instintivo de atacar. Pero parecía haber leído perfectamente el pensamiento de Zovastina.

La ministra bajó el arma.

Los dos soldados volvieron cargando un ordenador en cada brazo.

– Todo está aquí -dijo Lyndsey-. Los experimentos, los datos, los métodos para tratar a las arqueas. Todo encriptado. Pero puedo deshacerlo. Sólo yo y Vincenti conocíamos la contraseña. Confíe en mí. Me lo contó todo.

– Hay expertos que pueden desencriptarlo. No te necesito.

– Pero los otros tardarán mucho tiempo en reproducir el tratamiento químico que se necesita para tratar a las bacterias. Vincenti y yo hemos trabajado en ello durante los últimos tres años. No tiene usted tiempo. No tiene el antígeno.

Stephanie supuso que ese idiota sin carácter estaba ofreciendo lo único que poseía.

Zovastina gritó algo en una lengua que Stephanie no entendió y los soldados que habían traído los ordenadores abandonaron la estancia. Luego volvió a encañonarlos con el arma y les dijo que siguieran a los hombres que habían salido.

Regresaron al vestíbulo, en dirección a la entrada principal, y desde allí se encaminaron a la parte trasera de la planta baja. Otro soldado apareció y Zovastina le preguntó algo en un idioma que parecía ruso. El hombre asintió e indicó una puerta cerrada.

Se detuvieron frente a ella y, tras abrirla, Stephanie, Thorvaldsen, Ely y Lyndsey fueron conducidos a su interior; luego la puerta se cerró tras de sí.

Stephanie inspeccionó su prisión.

Una despensa vacía, quizá de unos dos metros y medio por tres, revestida de madera sin pulir. El aire olía a antiséptico.

Lyndsey embistió contra la puerta y golpeó la madera.

– ¡Puedo ayudarla! -gritó-. ¡Déjeme salir!

– Cállese -le espetó Stephanie.

Lyndsey obedeció.

La joven consideró la situación rápidamente. Zovastina parecía tener prisa, lo cual era preocupante.

Entonces la puerta volvió a abrirse.

– Gracias a Dios -dijo Lyndsey.

Zovastina estaba allí, con el AK-74 aún asido firmemente.

– ¿Por qué está…? -empezó Lyndsey.

– Estoy de acuerdo con ella -dijo Zovastina-. Cállate. -La ministra fijó entonces su mirada en Ely-. Necesito saberlo: ¿es éste el lugar del que habla el enigma?

Ely no contestó inmediatamente y Stephanie se preguntó si era valor o insensatez lo que alimentaba su obstinación.

– ¿Cómo voy a saberlo? -dijo finalmente-. He estado encerrado en esa cabaña.

– Has venido directamente hasta aquí desde la cabaña -repuso ella.

– ¿Cómo sabe usted eso? -preguntó Ely.

Pero Stephanie conocía la respuesta. Las piezas encajaban, y entonces cayó en la cuenta: los habían manipulado.

– Usted ordenó al guardia que pinchara las ruedas de nuestro coche -dijo-. Quería que cogiéramos el suyo porque podía rastrearlo.

– Era la forma más fácil que se me ocurrió de comprobar lo que sabían. Me enteré de su presencia en la cabaña por los sistemas de vigilancia que había instalado a su alrededor.

Pero Stephanie había matado al guardia.

– Ese hombre no tenía ni idea.

Zovastina se encogió de hombros.

– Hizo su trabajo. Si no dio lo mejor de sí mismo, fue error suyo.

– Pero lo maté -dijo ella, elevando el tono de voz.

La ministra parecía desconcertada.

– Se preocupa usted demasiado por una insignificancia.

– No era necesario que muriera.

– Ése es su problema. El problema de Occidente. No pueden hacer lo que hay que hacer.

Stephanie se daba cuenta ahora de que su situación era peor de lo que imaginaba, y súbitamente reparó en algo más: también lo era la de Malone y Cassiopeia. Vio que Henrik leía sus oscuros pensamientos.

Por detrás de Zovastina pasaban algunos soldados, cargando todos ellos con un extraño artilugio. Uno fue depositado en el suelo, junto a la mujer. Un embudo se extendió sobre él, y Stephanie vio que el dispositivo también tenía ruedas.

– Ésta es una casa enorme. Tardaremos un poco en prepararla.

– ¿Para qué? -preguntó ella.

– Para quemarla -respondió Thorvaldsen.

– Correcto -asintió Zovastina-. Mientras tanto, iré a visitar al señor Malone y a la señorita Vitt. No se vayan.

Y cerró de un portazo.

OCHENTA Y CUATRO

Malone inició el ascenso por la ladera y reparó en que, en algunos lugares, recientemente se habían excavado escalones en la misma roca. Cassiopeia y Viktor lo seguían, ambos vigilando la retaguardia. La casa, distante, seguía tranquila, y el enigma de Ptolomeo continuaba resonando en su mente: «Asciende por las paredes que esculpieron los dioses.» Ciertamente, eso las describía bien, aunque se imaginaba que el ascenso, en los tiempos de Ptolomeo, debía de haber sido muy distinto.

El sendero se suavizaba en una cornisa.

El tendido eléctrico seguía serpenteando hacia una oscura grieta abierta en la pared de roca. Estrecha, pero transitable.

«Cuando alcances la cima.»

Se adentró en el pasadizo.

Sus ojos no estaban acostumbrados a la escasa luz y necesitaron unos segundos para aclimatarse. El sendero era corto, quizá de unos seis metros, y usaba el tendido como guía. El corredor acababa en una cámara interior. La débil luz natural reveló que el cableado doblaba a la derecha y terminaba en una caja de conexiones. Malone se acercó y vio cuatro linternas apiladas en el suelo. Probó una y usó el brillante haz de luz para examinar la estancia.

La cámara medía unos nueve metros de largo y lo mismo de ancho; el techo estaba a unos seis. Entonces vio un par de estanques situados a unos tres metros de donde él se encontraba.

Oyó un clic y de pronto la habitación cobró vida con la luz artificial.

Se volvió y vio a Viktor en la caja de conexiones.

Malone apagó la linterna.

– Me gusta inspeccionar las cosas antes de actuar.

– ¿Desde cuándo? -dijo Cassiopeia.

– Echemos un vistazo -propuso él, acercándose a los estanques.

Ambos estaban iluminados por unos focos situados bajo el agua, alimentados a través de los cables del suelo. El de la derecha tenía forma oblonga y sus aguas eran de un tono ambarino. El otro irradiaba una luminiscencia verdosa.

– «Contempla el ojo ambarino» -dijo Malone.

Se acercó al estanque de aguas turbias y se dio cuenta de que éstas brotaban claras y que su color procedía del tinte de las rocas que estaban bajo la superficie. Se agachó y Cassiopeia lo imitó, a su lado. Tocó el agua.

– Caliente, pero no demasiado. Como un jacuzzi. Debe de ser termal. Estas montañas aún están activas.

Cassiopeia se llevó sus dedos mojados a los labios.

– No sabe a nada.

– Mira al fondo.

Observó a Cassiopeia mientras registraba lo que él mismo acababa de atisbar. A unos tres metros por debajo del agua cristalina, grabada en un bloque de piedra, se veía la letra Z.

Entonces se dirigió al estanque verde. Cassiopeia lo siguió. Más agua, clara como el aire, pero coloreada por las rocas. En el fondo, la letra H.

– El medallón -dijo él-. ZH. Vida.

– Parece que éste es el lugar.

Vio que Viktor aún seguía junto a la caja de conexiones, al parecer, poco interesado en su descubrimiento. Pero había algo más. Ahora sabía lo que significaba la última línea del acertijo.