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Con mucho esfuerzo se volvió y se agarró a la pata de una mesa. La sangre caía por su pecho y una nueva oleada de dolor recorrió su espina dorsal en forma de pinchazos. Tuvo que luchar con todas sus fuerzas para seguir respirando. La pistola ya no estaba allí, pero entonces reparó en que sujetaba otra cosa en la mano. La acercó y vio el pendrive.

Todo por lo que había trabajado en los últimos años yacía en su palma. ¿Cómo lo había encontrado Zovastina? ¿Quién lo había traicionado? ¿O'Conner? ¿Todavía vivía? ¿Dónde estaba? O'Conner era la única persona capaz de abrir el gabinete de su estudio.

Tan sólo había dos mandos a distancia.

¿Dónde estaba el suyo?

Se concentró con todas su fuerzas y finalmente alcanzó a ver el dispositivo, tirado sobre el suelo de baldosas.

Todo parecía perdido.

O tal vez no.

Aún estaba vivo, y puede que Zovastina se hubiera marchado.

Reunió todas sus fuerzas y cogió el mando a distancia. Debería haber dotado la casa de todas las medidas de seguridad antes de haber raptado a Karyn Walde. Pero nunca había pensado que la ministra pudiera relacionarlo con su desaparición -desde luego, no tan de prisa-, y nunca había creído que ella pudiera volverse en su contra. No, teniendo en cuenta todos sus planes.

Lo necesitaba.

¿O tal vez no?

La sangre se agolpaba en su garganta; escupió para deshacerse de su sabor metálico. Debía de haberlo alcanzado en el pulmón. Más sangre lo hizo toser, lo que generó nuevas oleadas de dolor por todo su cuerpo.

Quizá O'Conner podría llegar hasta él…

Buscó a tientas el mando, sin poder decidir cuál de los botones pulsar. Uno abría la puerta del estudio. El otro, todas las puertas selladas de la casa. El último activaba la alarma.

No tenía tiempo para pensar.

Así que pulsó los tres.

Zovastina miraba atentamente el estanque ambarino. Malone y Vitt llevaban varios minutos sumergidos.

– Debe de haber otra cámara -dijo.

Viktor seguía en silencio.

– Baja el arma -le ordenó ella.

Él obedeció.

Zovastina lo miró fijamente.

– ¿Disfrutaste atándome a los árboles? ¿Amenazándome?

– Usted quería que diera la impresión de que estaba con ellos.

Viktor había tenido éxito más allá de sus expectativas, llevándolos directamente al objetivo que ella había planeado.

– ¿Hay algo que necesite saber?

– Parecían conocer bien lo que buscaban.

Viktor había sido su agente doble desde que los norteamericanos habían vuelto a pedirle ayuda. En ese momento había ido directamente a ella y le había explicado su situación. Durante el último año lo había utilizado para filtrar la información que quería que Occidente conociera. Un peligroso acto de equilibrio, pero que se había visto obligada a mantener a causa del renovado interés de Washington por ella.

Y el plan había funcionado a la perfección. Hasta Amsterdam.

Y hasta que Vincenti había decidido asesinar a la agente norteamericana que lo vigilaba. Ella lo había animado a suprimir a la espía, esperando que Washington centrara su atención en él, pero el subterfugio no había funcionado. Por fortuna, los engaños de ese día habían tenido más éxito.

Viktor la había informado de inmediato de la presencia de Malone en el palacio y ella había ideado rápidamente cómo sacar el máximo partido de la oportunidad que se le presentaba, orquestando el escape del lugar. Edwin Davis había sido el intento del otro bando para distraer su atención, pero al saber que Malone estaba allí, Zovastina pudo ver el ardid.

– Tiene que haber otra cámara -repitió, quitándose los zapatos y la chaqueta-. Coge dos de esas linternas y vayamos a ver.

Stephanie oyó una alarma que reverberaba por toda la casa, amortiguada por las gruesas paredes que los encerraban. Un movimiento llamó su atención y vio que un panel se abría en el otro lado del armario.

Rápidamente, Ely se volvió.

– Una maldita puerta -exclamó Lyndsey.

Stephanie se dirigió hacia la salida, desconfiada, y examinó la parte superior. Cierres electrónicos conectados a la alarma. Debía de ser eso. Más allá había un pasaje iluminado por bombillas.

La alarma cesó.

Todos permanecieron sumidos en un silencio sepulcral.

– ¿A qué estamos esperando? -dijo Thorvaldsen.

Ella cruzó la puerta.

OCHENTA Y SIETE

Malone guió a Cassiopeia a través del portal y vio cómo ella observaba a su alrededor, maravillada. Su linterna reveló grabados en las paredes que cobraban vida con la luz. La mayor parte de las imágenes mostraban a un guerrero en plenitud: joven, vigoroso, con una lanza en la mano y una corona en la cabeza. Uno de los frescos representaba lo que parecían ser unos reyes rindiéndole homenaje. Otro, la caza de un león. También otra feroz batalla. En todos ellos, las figuras humanas -músculos, manos, rostro, piernas, pies, dedos- estaban pintadas con asombroso detalle. No quedaba ni rastro del color, sólo una monocromía plateada.

Malone dirigió el haz de luz al centro de la cámara y enfocó dos plintos que sostenían sendos sarcófagos de piedra. El exterior de ambos estaba adornado con una filigrana de loto y palmera, rosetas, zarcillos, flores y hojas. Señaló las tapas de los sarcófagos.

– Hay una estrella macedonia en ambos.

Cassiopeia se arrodilló ante las tumbas y examinó las inscripciones. Sus dedos recorrieron suavemente las palabras esculpidas:

– No puedo leer esto, pero ha de ser Alejandro y Hefestión. Malone comprendió su sobrecogimiento, pero había un asunto más acuciante.

– Eso tendrá que esperar. Hay algo más urgente.

Se levantó.

– ¿Qué? -preguntó ella.

– Quítate la ropa mojada y te lo explicaré.

Zovastina se arrojó al estanque, seguida por Viktor, y se deslizó por la abertura cuya forma recordaba el símbolo que aparecía en los medallones. De inmediato se dio cuenta de la similitud.

Con vigorosas brazadas se impulsó hacia adelante. La calidez del agua era relajante, como tomar una sauna en su propio palacio.

Enfrente, el techo de roca desaparecía.

Emergió a la superficie.

Tenía razón. Otra cámara, más pequeña que la anterior. Se retiró el agua de los ojos y vio que el alto techo parecía filtrar la luz natural gracias a unas aberturas excavadas en la roca. Viktor apareció a su lado y ambos salieron del estanque. Examinaron la estancia. Unos murales desvaídos decoraban las paredes. Dos portales se abrían en la oscuridad.

No se veía a nadie.

Ni tampoco otro haz de luz.

Aparentemente, Cotton Malone no era tan inocente como ella había pensado.

– Muy bien, Malone -dijo en voz alta-. Tiene usted ventaja. Pero ¿podría echar primero un vistazo?

Silencio.

– Me tomaré eso como un sí.

Su linterna recorrió el suelo arenoso, salpicado de mica, y divisó un rastro húmedo que se dirigía al portal de su derecha.

Entró en la siguiente cámara y divisó dos plintos funerarios.

Su exterior estaba adornado con inscripciones y grabados, pero ella no dominaba el griego clásico, razón por la cual había enrolado a Ely Lund. Una imagen captó su atención y se acercó; sopló con suavidad sobre ella para retirar la pátina polvorienta que cubría su perfil. Poco a poco se reveló el contorno de un caballo, quizá de unos cinco centímetros, con las crines revueltas y la cola erguida.