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– Bucéfalo -susurró.

Necesitaba ver más, así que, en la oscuridad, dijo:

– Malone, he venido desarmada porque no lo necesitaba. Viktor está conmigo, como parece que usted ya sabe. Y tengo a sus tres amigos. Yo estaba allí cuando llamó. Están en la casa, encerrados, a punto de ser devorados por el fuego griego. Pensé que le gustaría saberlo.

Silencio.

– Estate alerta -le susurró a Viktor.

No había llegado hasta allí -algo largamente deseado, por lo que había luchado con todas sus fuerzas- para no ver nada. Dejó su linterna sobre la tapa de uno de los sarcófagos, el que tenía un caballo, y empujó. Después de unos segundos de empujar con fuerza, la gruesa losa se movió. Unas pocas sacudidas más y consiguió revelar una parte del interior.

Cogió la luz y, a diferencia de lo que había ocurrido en Venecia, esperaba que allí no la aguardara una nueva decepción.

Una momia yacía en el interior.

Vendada y con una máscara de oro.

Quería tocarla, quitarle la máscara, pero lo pensó mejor. No debía hacer nada que pudiera dañar los restos.

Sin embargo, se preguntaba…

¿Era ella la primera que veía los restos de Alejandro Magno en más de dos mil trescientos años? ¿Había encontrado al conquistador y su medicina? Parecía ser que sí. Lo mejor de todo era que sabía perfectamente qué hacer con ambas cosas. La medicina la usaría para conquistar y, ahora lo sabía, para dotarla de unas inesperadas ganancias. La momia, de la que no podía apartar sus ojos, simbolizaría todo cuanto ella hiciera. Las posibilidades parecían infinitas, pero el peligro que la rodeaba hizo que sus pensamientos volvieran a la realidad.

Malone estaba jugando sus cartas con sumo cuidado.

Ella debía hacer lo mismo.

Malone pudo percibir la ansiedad que había aparecido en el rostro de Cassiopeia. Ely, Stephanie y Henrik estaban en apuros. Contemplaban la escena desde la otra puerta, la que Zovastina había evitado, pues ella y Viktor habían seguido el rastro mojado y habían entrado en la cámara funeraria.

– ¿Cómo supiste que Viktor nos estaba mintiendo? -preguntó ella.

– Doce años tratando con agentes infiltrados. ¿Toda esa escena contigo en el palacio? Demasiado fácil. Y algo que Stephanie me contó: Viktor fue quien les entregó a Vincenti. No tiene sentido. Excepto si Viktor estaba jugando a dos bandas.

– Debería haberme dado cuenta.

– ¿Cómo? No oíste lo que Stephanie me dijo en Venecia.

Estaban de pie, con los hombros desnudos pegados a las inclinadas paredes. Se habían quitado los pantalones y les habían escurrido el agua para no dejar rastro. Una vez que salieron de las cámaras funerarias, llenas de artefactos, volvieron a vestirse rápidamente y esperaron. La tumba sólo consistía en cuatro cámaras conectadas, ninguna de ellas demasiado grande; dos se abrían al estanque. Zovastina probablemente estaba disfrutando de su momento de gloria. Pero la información sobre Stephanie, Ely y Henrik había cambiado las cosas. Cierta o no, la posibilidad había captado toda su atención. Y ésa era, probablemente, la intención de Zovastina.

Malone miró el estanque. La luz centelleaba en la sala funeraria. Esperaba que la contemplación de la tumba de Alejandro Magno les proporcionara un poco de tiempo.

– ¿Estás lista? -le preguntó a Cassiopeia.

Ella asintió.

Se pusieron en marcha.

Pero en ese mismo instante, Viktor apareció, procedente de la otra estancia.

OCHENTA Y OCHO

Stephanie se percató de que aquel aroma dulzón y nauseabundo no era tan intenso en los pasadizos, pero aun así persistía. Al menos, ya no estaban atrapados. Después de doblar varias esquinas, habían llegado a las partes más recónditas de la casa, y aún no habían hallado otra salida abierta.

– He visto cómo funciona ese mejunje -dijo Thorvaldsen-. Una vez que el fuego griego prenda, estas paredes arderán rápidamente. Debemos salir de aquí antes de que eso suceda.

Ella era consciente de su situación, pero sus opciones era limitadas. Lyndsey aún estaba ansioso; Ely, sorprendentemente calmado. Tenía el aplomo de un agente, y no de un erudito, una tranquilidad que Stephanie admiraba, teniendo en cuenta sus propios problemas. Hubiera deseado poseer ese temple.

– ¿Qué quiere decir con rápidamente? -preguntó Lyndsey dirigiéndose a Thorvaldsen-. ¿A qué velocidad arderá este sitio?

– La suficiente como para que quedemos atrapados.

– Entonces, ¿qué estamos haciendo aquí?

– ¿Quiere volver a ese almacén? -le espetó ella.

Doblaron otra esquina; el oscuro pasaje le recordaba a Stephanie el corredor de un tren. El camino acababa en la base de una empinada escalera, ascendente.

No había elección.

Así que subieron.

Malone intentaba mantener la calma.

– ¿Van ustedes a alguna parte? -inquirió Viktor.

Cassiopeia se encontraba detrás de él. Se preguntó dónde debía de estar Zovastina. ¿Era la luz centelleante simplemente un cebo para hacerlos salir?

– Hemos pensado que deberíamos salir.

– No puedo dejar que hagan eso.

– Si cree que puede detenerme, lo invito a…

Viktor se abalanzó sobre él. Malone esquivó el movimiento y consiguió detener a su atacante con una llave.

Cayeron al suelo, rodando.

Malone se situó encima de su oponente mientras Viktor forcejeaba debajo de él. Lo agarró por el cuello con fuerza y le clavó la rodilla en el pecho. Luego, rápidamente, con ambas manos, levantó la cabeza de Viktor y la golpeó contra el suelo de piedra.

Cassiopeia se apresuró a arrojarse nuevamente al estanque tan pronto como su amigo se liberó. Pero en el mismo momento en que el cuerpo de Viktor quedaba inconsciente debajo de Malone, captó por el rabillo del ojo un movimiento en la entrada en la que habían estado escondidos.

– ¡Cotton! -gritó.

Zovastina corría hacia ellos.

Malone se zafó de Viktor y se lanzó al agua.

Cassiopeia se sumergió tras él y ambos nadaron a toda velocidad por el túnel.

Stephanie llegó a lo más alto de la escalera y vio que había dos rutas posibles. ¿Izquierda o derecha? Avanzó hacia la izquierda. Ely fue hacia la derecha.

– ¡Por aquí! -gritó él.

Todos corrieron detrás y vieron una puerta abierta.

– Cuidado -advirtió Thorvaldsen-. No dejéis que esas cosas os rocíen. Evitadlas.

Ely asintió, luego señaló a Lyndsey.

– Usted y yo vamos a buscar ese pendrive.

El científico negó con la cabeza.

– Yo no voy.

– No es una buena idea -convino Stephanie.

– Tú no estás enferma -repuso Ely.

– Esos robots están programados para explotar, y no sabemos cuándo -declaró Thorvaldsen.

– Me importa un comino -replicó Ely, alzando la voz-. Este hombre sabe cómo curar el sida. Su jefe, que ha muerto, lo ha sabido durante años y ha dejado morir a millones de personas. Zovastina tiene ahora la cura. No voy a dejar que ella también la manipule. -Ely agarró a Lyndsey por la camisa-. Usted y yo iremos a por ese pendrive.

– Están locos -dijo Lyndsey-. Son ustedes unos malditos locos. Suba al estanque verde y beba el agua. Vincenti dijo que así también era efectivo. No me necesita para nada.

Thorvaldsen contemplaba atentamente al joven. Stephanie pensó que el danés estaba viendo, quizá, a su propio hijo frente a él; joven, en todo su esplendor, desafiante e insensato al mismo tiempo. Su propio hijo, Cal, era así.

– Va a mover su maldito culo hasta el laboratorio -le espetó Ely.

Ella reparó también en algo más.

– Zovastina ha ido tras Cotton y Cassiopeia. Nos ha dejado aquí por alguna razón. La oísteis. Nos dijo a propósito que esas máquinas tardarían un rato.