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Cruzó una puerta que daba a lo que parecía ser un descomunal almacén. Miró al interior y percibió algo extraño. Parte del revestimiento inacabado de madera revelaba un pasaje secreto. Más allá, una hilera de bombillas arrojaban unos débiles rayos de luz mortecina.

Oyó pasos en el interior.

Asió el rifle y se apoyó junto a la maloliente pared, fuera del almacén.

Los acelerados pasos se acercaban.

Se preparó.

Alguien salió de la habitación.

Con una mano empujó al hombre contra la pared, apoyando el arma, con el dedo en el gatillo, contra su mandíbula. Unos fieros ojos azules lo contemplaron desde un rostro joven, apuesto, intrépido.

– ¿Quién eres tú? -preguntó.

– Ely Lund.

NOVENTA Y DOS

Zovastina estaba complacida. Tenía a Lyndsey bajo control, todos los datos de Vincenti, la tumba de Alejandro, la medicina y, ahora, también a Thorvaldsen, Cassiopeia Vitt y Stephanie Nelle. Sólo le faltaban Cotton Malone y Ely Lund, y ninguno de ellos tenía demasiada importancia.

Se encontraban en el exterior de la casa, de camino al helicóptero; dos de los soldados que aún seguían con vida custodiaban a los prisioneros a punta de pistola. Viktor y otros dos soldados habían ido a recuperar los ordenadores de Vincenti y dos de los robots que no se habían usado en la mansión.

Zovastina necesitaba volver a Samarcanda y supervisar personalmente la ofensiva militar encubierta que pronto daría comienzo. Su tarea allí había finalizado con un rotundo éxito. Durante mucho tiempo había albergado la esperanza de que, si la tumba de Alejandro se encontraba en algún lugar, fuera bajo su jurisdicción. Y, gracias a los dioses, así era.

Viktor se aproximó, cargando con los ordenadores.

– Subidlos al helicóptero -dijo ella.

Miró cómo los depositaban en el compartimento de carga, junto con los dos robots, dos maravillas de la ingeniería asiática desarrolladas por sus científicos. Esas bombas programables funcionaban casi a la perfección, distribuyendo el fuego griego con una precisión increíble y, luego, estallando con una simple pulsación. Pero también eran sumamente caros, así que era cuidadosa con sus intervenciones, y se alegraba de haber podido recuperar esos dos para volver a utilizarlos en cualquier otro lugar.

Entregó a Viktor el control remoto de las tortugas, que ya estaban dentro del helicóptero.

– Encargaos de la casa tan pronto como yo me haya ido. -Los pisos superiores estaban ardiendo; sólo sería cuestión de minutos que la mansión entera se convirtiera en un infierno-. Y matadlos a todos.

Él asintió, acatando sus órdenes.

– Pero antes de irme hay una deuda que debo saldar.

Zovastina le entregó a Viktor su arma, avanzó hacia Cassiopeia Vitt y le dijo:

– Me hiciste una oferta allí arriba, en los estanques, sobre la oportunidad de tomarme la revancha.

– Me encantaría.

La ministra sonrió.

– Lo suponía.

– ¿Dónde están los demás? -le preguntó Malone a Ely mientras bajaba el rifle.

– Los tiene Zovastina.

– ¿Y tú?

– Me escapé -vaciló Ely-. Hay algo que debo hacer.

Malone esperaba que le diera una explicación convincente.

– El remedio para el sida está en esta casa. He de conseguirlo.

No estaba mal. Entendía la urgencia de ese cometido, tanto para Ely como para Cassiopeia. Por su lado pasó uno de los artilugios, hacia la intersección de los dos corredores. Estaba perdiendo el tiempo dentro de la casa, pero tenía que saberlo.

– ¿Adónde han ido los demás?

– No lo sé. Estaban todos en el comedor. Zovastina y sus hombres los retenían. He conseguido entrar en el pasadizo antes de que pudieran seguirme.

– ¿Dónde está esa cura?

– En un laboratorio, en el sótano. Hay una entrada en la biblioteca, donde estuvimos primero.

Ely no podía disimular la excitación en su voz.

Seguramente era una locura, pero ¿qué demonios? Parecía ser la historia de su vida.

– Llévame hasta allí.

Cassiopeia daba vueltas alrededor de Zovastina. Stephanie, Henrik y Lyndsey permanecían de pie, encañonados, a un lado. Aparentemente, la ministra quería un espectáculo, una exhibición de su valor ante sus hombres. Bien, pues le concedería una buena pelea.

Zovastina atacó primero, rodeando el cuello de Cassiopeia con los brazos y haciendo que se inclinara hacia delante. Era fuerte, más de lo que esperaba. La mujer se dejó caer hábilmente y arrastró a Cassiopeia consigo, levantándola por los aires.

El golpe fue duro.

Combatiendo el dolor, se incorporó y plantó su pie izquierdo en el pecho de Zovastina, lo que hizo tambalear a la ministra. Cassiopeia usó ese momento para sacudirse el dolor que atenazaba sus miembros y luego arremetió contra ella.

Su hombro chocó contra unos muslos fuertes como una roca, y ambas mujeres cayeron al suelo.

Malone entró en la biblioteca. No había visto a ningún soldado durante su cauteloso recorrido de la planta baja. Cada momento que pasaba había más humo, y el calor era más intenso. Ely corrió hacia un cadáver que yacía en el suelo.

– Zovastina le disparó. Es uno de los hombres de Vincenti -dijo cuando encontró el mando plateado-. Lo usó para abrir el panel.

Ely pulsó uno de los botones.

El gabinete de estilo oriental giró ciento ochenta grados.

– Este sitio es como un parque de atracciones -comentó Malone, y siguió a Ely por el oscuro pasillo.

La sangre de Zovastina ardía inflamada por la ira. Estaba acostumbrada a ganar: en el buzkashi, en la política, en la vida. Había retado a Vitt porque quería que supiera quién era la mejor. También quería que sus hombres vieran que su líder no le tenía miedo a nadie. Ciertamente, sólo había unos pocos, pero los relatos de unos pocos han sido siempre el origen de las leyendas.

Ahora todo aquello era suyo. La casa de Vincenti sería destruida y en su lugar se erigiría un monumento en honor al conquistador que había elegido ese sitio como su lugar de descanso final. Él era griego de nacimiento, pero asiático de corazón, y en definitiva eso era lo que importaba.

Se dio impulso con las piernas y una vez más consiguió zafarse del ataque de Vitt, pero la mantuvo salvajemente asida por el brazo, lo que usó para hacer que se incorporara violentamente.

Clavó su rodilla en la barbilla de Cassiopeia, un golpe que produciría intensas descargas de dolor en su cerebro. Casi podía sentirlo ella misma. Luego le asestó un fuerte puñetazo en la cara. ¿Cuántas veces había atacado a otro chapandaz en el campo de juego? ¿Cuánto tiempo había sostenido un pesado boz? Sus fuertes brazos y sus manos estaban acostumbrados al dolor.

Vitt cayó de rodillas, aturdida.

¿Cómo osaba esa insignificante mujer considerarse su igual? Estaba vencida, eso parecía claro. Ya no quedaba en ella ningún atisbo de volver a la lucha. Así que Zovastina colocó suavemente el tacón de su bota contra la frente de Vitt y de un empujón arrojó bruscamente a su oponente al suelo.

Cassiopeia no se movió.

La ministra, furiosa y jadeante, se irguió y se limpió el polvo que cubría su rostro. Luego dio media vuelta, satisfecha por la pelea. Sus ojos no transmitían ironía, buen humor ni tampoco simpatía. Viktor expresó su aprobación. Los soldados la contemplaron con admiración.

Era agradable ser una luchadora.

Malone entró en el laboratorio subterráneo. Estaban al menos a nueve metros bajo el suelo, rodeados de roca, la casa ardiendo por encima de ellos. El aire hedía a fuego griego y había percibido una pestilencia similar en la escalera que bajaba al sótano.

Por lo visto, allí se desarrollaba algún tipo de investigación biológica, ya que había varios contenedores sellados y un refrigerador con una señal brillante que advertía del riesgo biológico. Tanto él como Ely dudaron en el umbral, ambos renuentes a aventurarse más lejos. Su sentimiento se vio acentuado por las manchas de líquido que se veían sobre las mesas. Malone las había visto antes, en el Museo Grecorromano, aquella primera noche.