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Dos cuerpos yacían en el suelo. Uno, el de una mujer demacrada, vestida con un albornoz; el otro, el de un hombre enorme, que llevaba un traje oscuro. A ambos les habían disparado.

– Según dijo Lyndsey -apuntó Ely-, Vincenti tenía el pendrive en la mano cuando Zovastina lo mató.

Tenían que acabar con eso, así que se acercaron con cuidado a las mesas y contemplaron el cadáver. Ciento treinta kilos por lo menos. El cuerpo yacía de costado, con un brazo extendido, como si hubiera intentado levantarse. Cuatro orificios de bala en el pecho. Una de sus manos estaba abierta cerca de la pata de la mesa; la otra, cerrada. Ely usó el cañón del rifle para presionarla y lograr que se abriera.

– Aquí está -dijo, ansioso al arrodillarse y coger el dispositivo.

A Malone, el joven le recordaba a Cal Thorvaldsen, aunque sólo se habían encontrado una vez, en México, D.F., cuando su vida se cruzó por primera vez con la de Henrik Thorvaldsen. Era fácil ver por qué Thorvaldsen se sentía vinculado a Ely.

– Este lugar está a punto de arder -dijo.

Ely se levantó.

– Me equivoqué totalmente al confiar en Zovastina. Pero ella era tan entusiasta… Realmente parecía apreciar el estudio del pasado.

– Y así es… Para ver qué puede aprender de él.

Ely sacudió sus ropas.

– Estoy cubierto de esa sustancia.

– Ya has estado aquí; ya has hecho lo que querías.

– Zovastina es una lunática, una asesina.

Malone estaba de acuerdo.

– Ya que tenemos lo que hemos venido a buscar, ¿qué te parece si tú y yo no nos convertimos en otra de sus víctimas? -Hizo una pausa-. Además, Cassiopeia me pateará el culo si te ocurre algo.

NOVENTA Y TRES

Zovastina subió al helicóptero. Lyndsey ya estaba dentro, esposado al mamparo.

– Ministra, no seré un problema, se lo juro. Haré todo lo que necesite. Se lo aseguro. No es necesario que me convierta en su prisionero, por favor…

– Si no te callas -repuso ella con calma-, te pego un tiro ahora mismo.

El científico pareció comprender que ésa era la mejor opción, así que guardó silencio.

– No vuelvas a abrir la boca.

Zovastina inspeccionó el espacioso compartimento, que en circunstancias normales podía contener una docena de hombres armados. Los dos ordenadores de Vincenti y los dos robots habían sido atados fuertemente. Cassiopeia Vitt todavía yacía inmóvil en el suelo y los prisioneros estaban custodiados por cuatro soldados.

Viktor estaba de pie, junto al aparato, en el exterior.

– Buen trabajo -le dijo ella-. Una vez que me haya ido, haz estallar la casa y mata a esta gente. Confío en ti para que este lugar esté seguro. Enviaré más hombres en cuanto haya regresado a Samarcanda. Este lugar es ahora propiedad de la Federación.

Contempló la mansión, con sus pisos superiores en llamas. Pronto quedaría reducida a cenizas. Ya había imaginado el palacio de estilo asiático que construiría allí. Si revelaba al mundo la localización de la tumba de Alejandro Magno, tendría que mostrarla. Debía considerar todas las posibilidades, y ya que sólo ella controlaba ese lugar, la decisión sería suya y de nadie más.

Dirigió la mirada hacia Viktor, observó intensamente los ojos del hombre y dijo:

– Gracias, amigo mío. -Percibió la sorpresa que momentáneamente asomó en su rostro al oír las palabras de agradecimiento-.

Nunca te lo había dicho antes. Simplemente espero que hagas tu trabajo. Pero aquí lo has hecho excepcionalmente bien.

Lanzó una última mirada a Cassiopeia Vitt, Stephanie Nelle y Henrik Thorvaldsen. Problemas que pronto formarían parte del pasado. Cotton Malone y Ely Lund estaban aún en la casa. Si no estaban muertos, lo estarían al cabo de unos minutos.

– Te veré en el palacio -le dijo a Viktor mientras la puerta del compartimento se cerraba.

Viktor oyó cómo la turbina se ponía en marcha y vio cómo las aspas del helicóptero empezaban a girar. El motor alcanzó su máxima potencia. Una nube de polvo se levantó en el suelo seco y el helicóptero se elevó hacia el cielo del atardecer.

Rápidamente se dirigió hacia sus hombres y ordenó a dos de ellos que se encaminaran a la entrada principal de la finca y al control de acceso. A los otros les dijo que vigilaran a Nelle y a Thorvaldsen.

Luego se acercó a Cassiopeia. La joven tenía el rostro magullado, cubierto de suciedad y sudor, y sangraba por la nariz.

Pero de pronto ella abrió los ojos y lo agarró del brazo.

– ¿Has venido a acabar el trabajo? -le preguntó.

Él llevaba una pistola en la mano derecha; con la otra sostenía el control remoto de las tortugas. Tranquilamente, dejó el dispositivo en el suelo, junto a ella.

– Exacto.

El helicóptero que llevaba a Zovastina se elevaba por encima de sus cabezas, rumbo al este, en dirección a la mansión y al valle que estaba más allá de ella.

– Mientras vosotras dos peleabais -le dijo a Vitt-, he activado las tortugas que había en el helicóptero. Están programadas para explotar al mismo tiempo que las del interior de la casa. -Señaló el dispositivo-. Simplemente pulsando este control remoto.

Ella lo agarró.

Pero él rápidamente le puso la pistola en la cabeza.

– Cuidado.

Cassiopeia miró con fijeza a Viktor, que tenía un dedo en el control remoto. ¿Podría pulsar el botón antes de que ella disparara? ¿Acaso él se estaría preguntando lo mismo?

– Debes elegir -dijo él-. Tu Ely y Malone quizá estén todavía en la casa. Matar a Zovastina también puede matarlos a ellos.

Cassiopeia debía confiar en que Malone tuviera la situación bajo control. Pero también pensó en algo más.

– ¿Cuándo puede saber uno cuándo confiar en ti? -replicó-. Has jugado en los dos bandos.

– Mi trabajo es acabar con esto. Y en ello estamos.

– Matar a Zovastina tal vez no sea la solución.

– Es la única solución. Nada la detendrá.

Ella consideró su afirmación. Tenía razón.

– Lo iba a hacer yo mismo -dijo Viktor-, pero pensé que te gustaría hacer los honores.

– El arma con la que me apuntas…, ¿es por guardar las apariencias? -preguntó ella en voz baja.

– Así los guardias no pueden ver tu mano.

– ¿Cómo sé que cuando haga eso no me vas a disparar en la cabeza?

Él le respondió con sinceridad:

– No lo sabes.

El helicóptero estaba más allá de la casa, por encima de un prado cubierto de hierba, a unos trescientos metros de altura.

– Si esperas mucho más -dijo él-, la señal no llegará.

Ella se encogió de hombros.

– Nunca he pensado que llegaría a vieja -señaló.

Y pulsó el botón.

A unos nueve metros de distancia, Stephanie veía a Viktor que apuntaba a Cassiopeia con la pistola. Lo había visto depositar algo en el suelo, pero su amiga miraba hacia otro lado y era imposible saber lo que estaba pasando entre ellos.

De pronto, el helicóptero se convirtió en una bola de fuego.

No hubo ninguna explosión. Sólo una luz brillante que se expandió hacia todos lados, como una supernova. El combustible, inflamable, se unió rápidamente a la mezcolanza en una oleada de destrucción que atronó en el valle. Los restos ardientes del aparato salieron despedidos y cayeron en una violenta cascada. En ese mismo instante, las ventanas de la planta baja de la mansión estallaron y por sus marcos salieron las llamas de un violento incendio.

Cassiopeia se levantó, ayudada por Viktor.