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– Parece que está de nuestro lado -dijo Thorvaldsen al percatarse del gesto.

Viktor hizo una señal a dos de los guardias y les gritó unas órdenes en lo que él creía que era ruso.

Los hombres se alejaron corriendo.

Cassiopeia se dirigió velozmente hacia la casa.

Los demás la siguieron.

Malone llegó a la parte superior de la escalera, detrás de Ely, y ambos volvieron a entrar en la biblioteca. Oía un ruido sordo procedente de algún punto del interior de la casa, y de inmediato percibió un cambio en la temperatura.

– Han activado esas cosas.

Del otro lado de la biblioteca, el fuego se avivó. Más sonidos. Más cerca. Y mucho calor. Cada vez más. Malone abrió la puerta y miró a ambos lados. No se podía pasar por el corredor, sus dos extremos estaban siendo consumidos por las llamas, que avanzaban en su dirección. Recordó lo que Ely le había dicho: «Estoy cubierto de esa sustancia.» Se volvió y estudió los imponentes ventanales. Quizá tres por dos metros. Más allá, en el valle, vio algo que ardía en la distancia. Apenas tenían unos segundos antes de que el fuego llegara hasta ellos.

– Échame una mano -pidió Ely.

Malone vio que guardaba el pendrive en su bolsillo y agarraba el extremo de un pequeño sofá. Él lo cogió por el otro lado, y entre los dos lo arrojaron por la ventana. El cristal se rompió cuando el sofá salió impulsado al exterior, abriendo un agujero, pero todavía quedaban muchos cristales y no podían saltar.

– Usemos las sillas -gritó.

El fuego asomó en la entrada e inició el asalto de las paredes de la biblioteca. Los libros y las estanterías empezaron a arder. Malone agarró una silla, con la que golpeó las astillas de la ventana, y Ely hizo lo propio.

El suelo empezó a arder.

Todo lo que había sido impregnado con fuego griego también prendió.

No podían esperar más.

Y saltaron por la ventana.

Cassiopeia oyó un estrépito de cristales que se rompían al acercarse, junto a Viktor, Thorvaldsen y Stephanie a la casa en llamas. De repente vio que un sofá salía despedido de su interior y se estrellaba contra el suelo. Había tenido que tomar una decisión al matar a Zovastina, con Malone y Ely aún dentro de la mansión, pero como diría Malone, «para bien o para mal, hay que hacer algo».

Luego, una silla salió volando por la ventana.

Y entonces Malone y Ely saltaron, mientras que la habitación de la que salían se teñía de un intenso color naranja.

La salida de Malone no fue tan grácil como la de Copenhague. Cayó de mala manera y su hombro derecho se golpeó contra el suelo. Ely también se golpeó fuertemente y rodó por el suelo, protegiéndose la cabeza con los brazos.

Cassiopeia corrió hacia ellos. Ely la miró. Ella sonrió y dijo:

– ¿Te has divertido?

– ¿Y tú? ¿Qué te ha pasado en la cara?

– Dejé que esa bruja me pegara. Pero yo me he reído la última.

Lo ayudó a incorporarse y se abrazaron.

– Apestas -murmuró ella.

– Fuego griego. La fragancia de moda.

– ¿Y yo? -gruñó Malone mientras se levantaba y se limpiaba-. ¿No me preguntas si estoy bien y me dices que te alegras de ver que no me he convertido en un pollo asado?

Cassiopeia meneó la cabeza y también lo abrazó.

– ¿Cuántos autobuses te han pasado por encima? -preguntó Malone al ver su cara.

– Sólo uno.

– ¿Os conocéis? -preguntó Ely.

– De vista.

Ella vio que la expresión en el rostro de Malone cambiaba al ver a Viktor

– ¿Qué está haciendo él aquí?

– Lo creas o no -dijo ella-, está de nuestro lado… O, al menos, eso creo.

Stephanie señaló el fuego que se divisaba en la distancia y a los hombres que corrían hacia él.

– Zovastina está muerta -anunció.

– Qué tragedia -comentó Viktor-. Un terrible accidente de helicóptero del que han sido testigos cuatro miembros de la milicia. Tendrá un glorioso funeral.

– Y Daniels se asegurará de que el próximo ministro de la Federación de Asia Central sea más amigable -añadió Stephanie.

Cassiopeia divisó entonces unos puntos en el cielo, cada vez mayores, que se aproximaban por el este.

– Tenemos compañía.

Vieron cómo la flota se acercaba.

– Son nuestros -dijo Malone-. Apache AH64 y un Blackhawk.

Los aviones de combate norteamericanos aterrizaron. Se abrió la puerta de uno de los Apache y Malone reconoció un rostro familiar.

Edwin Davis.

– Tropas de Afganistán -explicó Viktor-. Davis me dijo que estarían cerca, vigilando, listos para venir cuando los necesitáramos.

– Tal vez matar a Zovastina de ese modo no haya sido muy inteligente -señaló Stephanie.

Cassiopeia percibió el tono de resignación en la voz de su amiga.

– ¿Y eso por qué? -quiso saber.

Thorvaldsen se le adelantó.

– Los ordenadores de Vincenti y Lyndsey estaban en ese helicóptero. Tú no lo sabías, pero Vincenti encontró la cura para el sida. Él y Lyndsey la desarrollaron, y todos los datos estaban en esos ordenadores. Vincenti tenía un pendrive cuando murió, pero, por desgracia -el danés señaló la casa que ardía-, se habrá perdido.

Cassiopeia captó una traviesa mirada en el sucio rostro de Malone. También vio que Ely sonreía. Ambos estaban exhaustos, pero su sentimiento de triunfo parecía contagioso.

Ely se metió la mano en el bolsillo y luego les mostró la palma de su mano.

Un pendrive.

– ¿Qué es eso? -preguntó ella, esperanzada.

– La vida.

NOVENTA Y CUATRO

Malone admiró la tumba de Alejandro Magno. Después de la llegada de Edwin Davis, un escuadrón de las fuerzas especiales había tomado el control de la finca, desarmando a los soldados que quedaban sin tener que luchar. El presidente Daniels había autorizado la incursión, después de que Davis le hubo dicho que dudaba mucho que hubiera ninguna clase de resistencia por parte de la Federación.

Zovastina estaba muerta. Empezaba una nueva era.

Una vez que la finca estuvo controlada, mientras la oscuridad empezaba a cernerse sobre las montañas, subieron a los estanques y se sumergieron en el de aguas ambarinas. Incluso Thorvaldsen, quien deseaba ver la tumba desesperadamente. Malone lo había ayudado en el túnel, y el danés, a pesar de su edad y su deformidad, se había revelado como un excelente nadador.

Habían cogido más linternas y focos de los Apache, y ahora la tumba resplandecía con las luces eléctricas. Malone contempló maravillado un muro cubierto de azulejos, cuyos tonos de color azul, amarillo, naranja y negro aún vibraban después de dos milenios.

Ely estaba examinando unos motivos que representaban a tres leones, trazados con gran habilidad sobre las coloridas baldosas.

– Algo parecido a esto aparece en los cortejos de la antigua Babilonia. Conservamos algunos restos. Pero he aquí uno totalmente intacto.

Edwin Davis los había acompañado; también quería ver lo que Zovastina había ocultado. Malone se sintió mejor sabiendo que el otro lado de los estanques estaba custodiado por un sargento del equipo de operaciones especiales y por tres soldados de las fuerzas aéreas armados con carabinas M4. Stephanie y él le habían hecho a Davis un resumen de lo ocurrido, y estaba empezando a cogerle simpatía al asesor de Seguridad Nacional, especialmente después de haberse anticipado a su necesidad de apoyo.

Ely estaba de pie junto a los sarcófagos. En el lateral de uno de ellos se leía una sola palabra: Más letras adornaban el otro lado:

– Éste es Alejandro -dijo Ely-. La inscripción más larga pertenece a la Ilíada : «Que fuera siempre el mejor y que sobresaliera por encima de los demás.» La expresión homérica del ideal del héroe. Alejandro debió de vivir así. Zovastina también adoraba esa cita. La mencionaba muchas veces. La gente que lo enterró aquí escogió bien su epitafio.