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El día había empezado bien. Había ido a correos. Le habían mandado información sobre un piso perfecto. Y una nota de Steve Morley también, en la que le pedía que llamase a la oficina para hablar acerca de un trabajo.

Polly se había dispuesto a estudiar en el sofá. Se había negado a salir siquiera para ir a almorzar, y apenas había levantado la cabeza de su libro de Thomas Hardy para desearle suerte con el piso.

El piso había sido la primera desilusión. Necesitaba mucho arreglo, y ella no tenía dinero suficiente. Si bien Steve estaba haciendo todo lo posible por solucionar este tema.

Le había ofrecido dinero, un montón de dinero, por revelar noticias acerca de su cuñado y su matrimonio.

Al parecer Steve había pensado que al separarse de Grey ella estaría dispuesta a romper su lealtad. Cuando ella le había aclarado que estaba equivocado, él le había insinuado que no tendría tanto trabajo como en otros momentos. Ella no había sido muy sutil al decirle lo que pensaba de él, pero él tampoco se había cortado un pelo con ella.

Cuando había llegado a casa, empapada y sintiéndose la mujer mas desgraciada de la tierra, se había encontrado con una carta del abogado y unos papeles para el divorcio. Los había metido en el bolso, para que Polly no los viera. Entonces se había dado cuenta de que la chica no había salido del salón para preguntarle por el piso.

– ¡Polly! -la había llamado yendo hacia la cocina. No estaba allí. Pero encontró una nota en la cocina que decía:

He decidido que la pasión de Jon podía ser bastante más divertida que estudiar. No te preocupes por nada, Abbie. Te prometo que llegaremos a tiempo al colegio el lunes. Besos. Polly.

– «¡No te preocupes!», ¡Oh, Polly! ¿Cómo me haces esto?-le había gritado.

Pero la casa estaba vacía.

Presionó el botón del contestador automático con una última esperanza, pensando que se iba a encontrar con la voz familiar de Polly diciendo: «¡Te he pillado!» en la línea. Pero no fue así. La voz que apareció era familiar, pero no era Polly.

– Mi nombre es Grey Lockwood. Mi sobrino Jon dejó este número de teléfono como número de contacto durante lo que queda de curso. ¿Podría llamarme, por favor? Es urgente, ya que Jon parece haberse llevado las llaves del bungalow que tengo para vacaciones…

Se le aflojaron las piernas por el shock. El bungalow de vacaciones. Ty Bach. Allí era donde habían ido los chicos.

Capítulo 5

Abbie llenó un bolso con ropa para pasar la noche y lo metió en el coche de Margaret antes de salir del garaje. Puso la radio para oír las noticias del tráfico y del tiempo. La radio hacía ruido, y enseguida se dio cuenta de que el pequeño Mini, que era usado la mayor parte de las veces para hacer compras, no estaba en condiciones de hacer un viaje de quinientos cincuenta kilómetros por una autopista. Pero no tenía otra cosa, así que se había apresurado a salir en medio de la hora punta del tráfico, intentando calcular mentalmente el tiempo que le llevaría llegar con el Mini.

Un Mercedes la adelantó. Era un soberbio Mercedes 500 SL, como el de Grey, aunque el color era imposible de ver en la oscuridad.

En el coche de Grey el viaje llevaría cuatro horas, pensó ella, desanimada. Si hubiera seguido el consejo de Polly y lo hubiera llamado, posiblemente podría haber estado atravesando la autopista cómodamente a una velocidad de ciento cincuenta por hora. Pero la comodidad y la ayuda le habrían resultado muy caras. Y de esta manera, con suerte, mañana estarían en casa a la hora de comer sin que él se hubiera enterado siquiera.

Después de pasar el Puente Severn la lluvia se hizo más intensa, casi imposible. Pero después de dejar la autopista empezó a nevar.

A pesar de las dificultades, Abbie no quitó el pie del acelerador hasta llegar a la desviación hacia la costa. Descubrió la desviación poco antes, y tuvo que frenar violentamente para meterse en una carretera estrecha que no tenía apenas tráfico.

Fue despacio, buscando el punto de referencia, un roble poco crecido, que marcaba la desviación casi escondida. Pero las luces del coche no la ayudaban.

Sintió miedo de no haberla visto, pero enseguida vio el árbol y dio un grito de alivio.

El camino hacia la playa era empinado, y terminaba en la playa rocosa, a unos metros de la desviación.

El coche se deslizó por la carretera completamente insensible al volante, y Abbie se alegró de que hubiera algo que la frenase antes de que se deslizara totalmente sin control y se metiera en el agua helada de la Bahía de Carmarthen. Pero en ese momento una de las ruedas golpeó la cuneta, el coche quedó atrapado y sus ruedas giraron hasta quedar en la dirección contraria. Entonces la rueda de atrás siguió a su compañera y el coche se resbaló de costado, volcándose con un ruido de metal y cristales que sonó como un estruendo en aquel mundo nevado y silencioso.

Abbie se quedó quieta, colgada del cinturón de seguridad contra la puerta, y extrañada de haber sobrevivido sin apenas hacerse un rasguño. Entonces las luces se apagaron. Sintió ganas de gritar. Con dedos temblorosos se soltó el cinturón de seguridad y se pasó al asiento del copiloto con las piernas igualmente flojas. Luego salió del coche.

Se quedó de pie un momento en medio del frío la nieve. No llevaba más que una falda corta y un abrigo igualmente corto, que poco hacía por quitarle el frío de las piernas. Era ropa adecuada para un Londres a punto de recibir la primavera, pero no muy apropiado para aquel lugar. En realidad no había tenido tiempo de escuchar las noticias del tiempo. Había salido deprisa en su afán por encontrar a aquel par de adolecentes enamorados.

Se levantó el cuello del abrigo y recogió su bolso.

Luego volvió la cara hacia el viento que le azotaba las piernas. La nieve le golpeaba la cara. El sendero resbaladizo que conducía al bungalow le quitó la poca energía que le quedaba.

Tenía la sensación de haber estado caminando durante horas. Si por lo menos hubiera tenido alguna luz de faro que la guiase…

En un momento dado le pareció ver una luz a lo lejos. ¿Sería su imaginación? Volvió a mirar, y la luz ya no se verá. Se cerró más el cuello del abrigo y siguió.

Un poco más adelante volvió a mirar. Vio el brillo de una luz, aquella vez más cerca.

– ¿Jon? -preguntó. Pero su voz no se oyó en medio de la nieve.

Entonces gritó con todas sus fuerzas:

– ¡Jon!

En ese momento, presa del pánico, tiró el bolso e intento correr hacia la luz. En su carrera, se apartó del sendero y cayó en un banco de nieve que pareció tragarla.

Se le metió la nieve por todas partes, por la boca, por las orejas, por las piernas. No sentía frío, extrañamente, después de la pesadilla de luchar contra el viento para avanzar. Estaba en calma. Abbie pensó que debía levantarse, porque si no, se quedaría dormida. Y sería un sueno eterno. Debía levantarse y seguir. Por Polly.

– Tendría que haber llamado a Grey -murmuró-. Él habría sabido qué hacer. Él siempre sabe qué hacer -y cerró los ojos.

– ¡Despierta! -alguien la estaba sacudiendo.

– ¡Despierta! ¡Maldita sea! -juró Grey.

Le pesaban los párpados, no podía abrir los ojos, pero la voz era insistente, imperativa, por lo que ella finalmente obedeció.

– ¿Abbie? -le dijo él.

– ¿Grey?-apenas pudo mover los labios.

Debía ser un sueño. O debía estar muerta. Porque el pelo de aquella aparición era blanco, no negro, y llevaba una ropa blanca muy extraña. Debía estar muerta, seguramente, y en su infierno particular todos los ángeles tendrían la cara de Grey. Era muy cruel. Porque ella podría no haber cuidado suficientemente el amor que él le había dado, pero no lo había engañado, y no se merecía ese infierno.