Cerró los ojos otra vez. Se preguntó entonces si a los ángeles se les permitiría maldecir de ese modo. Luego recordó que él era un ángel del infierno. Y se rio mentalmente. Todavía era capaz de hacer chistes. Quiso sonreír, pero sus músculos no le respondieron. Era mucho esfuerzo.
Pero su ángel tenía otras ideas, al parecer. Porque la levantó y la puso de pie antes de sacudirla fuertemente, para que ella tuviera que defenderse. Esa demostración de resistencia pareció complacerlo.
– Así está mejor -dijo él-. Ahora vas a tener que hacer un esfuerzo para valerte por ti misma. No puedo llevarte en brazos todo el camino hasta la cabaña.
¿Sería demasiado grande incluso para los ángeles?
– He perdido peso -protestó ella-. Puede ser que sea alta, pero soy delgada -luego agregó-: ¿No puedes volar? -le preguntó.
Él volvió a jurar. Pero luego prefirió sacudirla otra vez, y aquella vez ella se lo agradeció. Le hizo bien ir saliendo del sueño.
Entonces él le rodeó la cintura y comenzó a llevarla por la cuesta hacia la colina, resbalándose y jurando a cada paso. Se cayeron una vez en la nieve. Ella en realidad hubiera preferido quedarse allí tendida, en lugar de seguir con aquel penoso traqueteo.
Pero a pesar de sus quejas, él no quiso dejarla allí, y la forzó a seguir.
Una vez que estuvo en la cabaña, reconoció que había valido la pena. La cabaña estaba caliente. O al menos daba esa impresión en contraste con el frío de fuera. Pero no había fuego encendido en el hogar, y cuando él la dejó en el medio de la habitación, ella comenzó a temblar descontroladamente.
– Sera mejor que te quites esa ropa húmeda mientras yo enciendo el fuego -le dijo Grey.
Abbie se dio cuenta de que no la había rescatado un ángel. Ningún ángel podía tener ese pelo grueso y oscuro, esos ojos oscuros.
– No tengo nada de ropa para cambiarme -dijo ella-. He tirado mi bolso. Debo recuperarlo.
Él se movió rápidamente para cortarle el paso, y le sujetó los brazos para llevarla nuevamente hacia la chimenea. Luego encendió una cerilla y encendió un papel, y se quedó al lado del fuego hasta estar seguro de que se encendía bien. Luego se acercó a ella.
– ¡Por el amor de Dios! ¿No podías haber hecho un esfuerzo por levantarte de la nieve? -le preguntó él.
Luego siguió jurando. Y comenzó a desabrocharle los botones del abrigo. Ella empezó a rechinar los dientes. No por el frío sino por el hombre que tenía frente a ella, a quien había dejado en libertad para que hiciera lo que le ordenaba su corazón.
Grey le quitó el abrigo. La nieve se desparramó por todos lados, y él volvió a jurar. Era extraño, pensó ella.
Él no solía jurar. Sería porque la nieve estaba ensuciando la alfombra. Ella la limpiaría mas tarde.
Ella no veía la hora de sentir el calor del fuego sobre su cuerpo.
Él le fue quitando la ropa. Tuvo dificultad con los botones de la blusa, pero cuando ella le quiso ayudar, le dijo:
– Déjame a mí. Lo haré más rápido.
Así que se quedó temblando frente al fuego, tratando de no pensar en tedas las veces que él la había desvestido.
A veces lo había hecho lentamente, hasta atormentarla con el deseo. Pero nunca de ese modo tan frío, como si le disgustase, y prefiriese apartar su mano cuanto antes para no contaminarse con ella.
Cuando el sostén cayó sobre la pila de ropa, ella se tapó instintivamente.
– No me impresiona tu falso pudor, Abbie, después de lo de Atlanta -le dijo él, y le quitó los pantys y bragas con un solo movimiento. Y esperó a que ella se pusiera de pie para quitarle las botas-. ¿Puedes subir las escaleras para ir a la cama? -le pregunté cuando se levantó.
Ella no podía ver la expresión de su cara en la penumbra.
– Tráeme una manta, simplemente. Yo… Aquí estaré bien -dijo ella temblando.
– Siempre has sido una paciente difícil -dijo él. Pero no se molestó en discutir con ella. Simplemente se agachó y la levantó en brazos.
– No estoy… enfer… ma.
– No, casi muerta, simplemente -dijo él gravemente.
Y la llevó por las escaleras hacia la habitación abuhardillada encima de la sala de la vieja casa galesa.
Abrió la cama y la tapó con la gruesa colcha.
– ¿Pue… Puedes darme una bolsa de agua caliente? -preguntó Abbie con dificultad.
– Acabo de encender el fuego. Hasta dentro de un rato no podré poner a hervir agua.
Ella estaba temblando. Estaba congelada. Pero no esperaba que Grey se apiadara de ella. Él la había levantado de la nieve, pero por el modo en que la miraba, habría sido mejor que la dejase allí.
Ella se arrebujó en la mama.
Grey se había apartado. Oía sus pasos en el suelo de madera. Era normal. ¿Qué esperaba ella? ¿Que se hubiera echado a su lado, cuando tenía a Emma?
Una sola vez había estado en la cabaña en invierno, al poco tiempo de casados. De pronto la asaltaron los recuerdos. Y, sin que pudiera evitarlo, se puso a llorar silenciosamente.
Entonces sintió el peso de Grey sentándose en la cama. Cuando ella fue a darse la vuelta para preguntarle qué estaba haciendo, él le puso una toalla en la cabeza y empezó a secarle el pelo.
– Puedo hacerlo sola -le dijo ella. Y lo repitió, cabezona.
– Quédate debajo de la colcha, ¡por Dios! Y déjame que yo lo haga. Así. Quédate echada.
Ella sintió más ganas de llorar al sentir las manos de Grey.
Después de secarle el pelo le envolvió la cabeza con parte de la colcha.
Luego se apartó y en un solo movimiento se quitó el jersey y la camisa. Ella lo observó. Siempre le había molestado que se quitara las camisas sin desabrochar los botones, y las echase a lavar así, pero aquella vez el gesto le pareció estúpidamente entrañable. Él se quitó los zapatos y calcetines, y luego se puso de pie, y se quitó los pantalones y los calzoncillos, y se dio la vuelta para mirarla.
– ¿Qué… Que estás haciendo? -le dijo ella al ver que él levantaba la colcha dispuesto a meterse debajo de ella.
– Tienes frío, Abbie. Pasarán horas hasta que haya agua caliente para calentarte. Creo que tendré que calentarte yo mismo.
– ¡No! -hacía un momento ella le había reprochado mentalmente no hacer eso, pero ahora le angustiaba la idea.
– No estabas tan renuente cuando nos vimos la última ve -e dijo él.
La piel de Grey estaba increíblemente tibia cuando la apretó fuerte contra su cuerpo.
– ¿Qué fue lo que me ofreciste entonces? ¿Una última vez, por los viejos tiempos? Éste me parece un buen momento.
Ella intentó quitarse los brazos de Grey, pero eran muy fuertes.
– ¡Suéltame!
¿Cómo se atrevía a tocarla?
Pero él comenzó a frotarla con la mano que le quedaba libre, calentándole el cuerpo helado hasta que ella empezó a sentir una sensación de pinchazos. Él le frotó las piernas, haciéndole masajes para devolverle vida a su cuerpo.
Él le dio la vuelta, y se apoyó encima de ella arrodillado, formando una cueva con la colcha. Entonces le frotó los brazos, los hombros, la espalda hasta su trasero. No había nada de cariño, nada de amabilidad en sus cuidados, y ella gritó varias veces porque él le estaba haciendo daño.
– Deja de quejarte. ¡Dios mío! Mujer, ¿tienes idea de lo afortunada que eres por estar viva? ¿De que yo estuviera allí? ¿De que yo hubiera salido a buscar leña cuando tu coche se cayó a la cuneta? ¿Se cayó a la cuneta, no?-le preguntó él.
– Yo… Yo no vi el árbol hasta el último momento.
– Entonces frenaste de golpe. Si yo no hubiera oído el ruido del golpe…
Grey se interrumpió. La idea de lo que podía haberle pasado pareció afectarlo. Ella lo miró. De pronto se dio cuenta de qué era lo que estaba haciendo en aquella pesadilla.
Ella se dio la vuelta sin pensarlo.
– ¿Por qué estás aquí, Grey?