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Era un insulto para ella. Abbie no había querido el premio. Ni siquiera se había molestado en volver de los Estados Unidos para recogerlo en la cena de entregas.

– ¡Por el amor de Dios, Grey! ¿Puedes olvidarte de mí por un momento?

– Lo he intentado, Abbie. Bien sabe Dios que lo he intentado. Pero no ha sido posible.

– No me refería… -se interrumpió. No debía salir del tono impersonal. Si él y su nuevo amor no eran felices como pensaba, no era asunto suyo-. Deberíamos llamar a la policía, a los hospitales. Pueden haber tenido un accidente.

– Lo dudo. Jon, por lo menos, ha estado aquí, pero no sabría decirte si estaba acompañado, aunque la nevera tiene comida, y el congelador también. Y, afortunadamente para ti, la cama está hecha, un detalle que Jon no cuidaría normalmente.

– ¿Han…?

– No, Abbie, no se han detenido aquí para usarla.

Ella sintió que las mejillas se acaloraban, pero siguió:

– ¿Entonces, dónde están?

Él se encogió de hombros.

– No tengo idea. Hicieron un fuego pero las cenizas estaban muy frías. Se debieron ir bastante antes de mi llegada.

– Debo intentar encontrarlos -dijo ella, yendo hacia la puerta.

– Me parece que es tarde ya.

– Puede ser, pero Polly debería estar repasando para los exámenes, y yo tengo que rendirle cuentas a su madre cuando vuelva.

– Será una conversación interesante.

– Tú puedes participar, si quieres, también. Margaret piensa que Polly es su bebé todavía. Jon puede ser que necesite tu protección simplemente.

– ¡Oh! ¡Por el amor de Dios! -dijo él, perdiendo la paciencia-. Si está preparándose para entrar a la universidad, debe tener dieciocho años por lo menos, o debe de estar por cumplirlos. En los tiempos que corren es tan raro encontrar una chica virgen a los dieciocho años como una gallina con dientes.

– Supongo que tendrás experiencia en estas cuestiones. Aunque no me gusta la idea de que me comparen con una gallina con dientes. De todos modos, te advierto que Polly es un poco especial, así que, si me permites, me gustaría intentar comprobar que lo que ha empezado como un sueño suyo no degenere en una pesadilla.

– Desde el momento en que han planeado la huida con tanto cuidado, supongo que no habrán dejado nada al azar -comentó Grey, de un modo que Abbie juzgo intolerablemente despreocupado, dada la situación.

– ¿Y con eso basta?

– No, Jon tendrá que rendir cuentas a su padre por su comportamiento, pero mientras tanto…

– ¿Mientras tanto? -Abbie lo interrumpió sin poder creer lo que escuchaba-. ¿Mientras tanto debo olvidarme del asunto? ¿Qué diablos te ha pasado a ti, Grey?

Grey la miró un instante, y luego continuó como si ella no hubiera hablado.

– Mientras tanto, puesto que no puedes hacer nada para remediar la situación, te sugiero que te quites el abrigo y te pongas cómoda. No te irás a ninguna parte, Abbie.

– ¿Estás pensando en detenerme? -lo miró-. No lo creo.

Cuando ella pasó por el lado de él, Grey levantó las manos, dándose por vencido.

– No se me ocurriría semejante cosa -Grey se apartó para dejarle paso-. Haz lo que quieras.

Abbie dudó un instante, sorprendida por aquella súbita rendición. Luego pasó dignamente y abrió la puerta. En ese momento unos copos de nieve le azotaron la cara. No veía nada.

Grey tiró de ella hacia atrás para hacerla volver a la cabaña. Luego, con un hombro, cerró la puerta, y se apoyó de espaldas a ella. Luego cerró el pestillo.

– ¿Qué pasa, Abbie? ¿Has cambiado de opinión?-le preguntó al ver que ella tomaba aliento.

– Nunca ha estado así el tiempo.

– Tú no lo has visto así -la corrigió él, y le quitó los copos de nieve que tenía ella en los párpados.

– Yo sí lo he visto así.

– Pero…

Él le quitó la bufanda, y le secó la frente. Tenía las manos tibias, y con olor a humo de leña.

– No deberías salir. Ven junto al fuego.

– Estoy bien, de verdad. La cabaña está caliente ahora -protestó ella.

Él no le hizo caso y la acercó al fuego. Le quitó la nieve que le quedaba y colgó la bufanda detrás de la puerta. Ella se abrió los botones del abrigo. Entonces él se acercó y se dispuso a ayudarla, pero ella le dijo:

– Yo puedo hacerlo -dijo rápidamente. Pero la cremallera se le enganchó.

– Déjame a mí -dijo Grey, y ella tuvo que quedarse quieta frente a él.

– Cuéntame alguna anécdota sobre la nieve -le dijo ella.

Cualquier tema daba igual, con tal de distraerse de las ganas de tocar el pelo negro de Grey, que tenía a la altura del mentón.

– Cuando Robert y yo éramos niños, mi madre decidió que debíamos alejamos de la televisión y de los anuncios de Navidad, y quiso que tuviéramos una genuina Navidad campestre, a la antigua usanza -dijo Grey, concentrado en la cremallera. Hizo una pausa, esperando alguna respuesta.

– Parece… bonito -dijo ella.

– ¡Si, lo fue!

– ¿Qué hicisteis?

– ¿Hacer? -él dejó de manipular la cremallera y la miró.

Grey estaba muy cerca de su cara. Ella podía ver perfectamente esas diminutas pintas doradas que daban a sus ojos aquella profundidad tan especial.

– Sin televisión, quiero decir. No hay piano aquí. Eso es lo que dieren que solía hacer la gente cuando no tenía televisión.

– No, no teníamos piano. Nos teníamos que arreglar con el gramófono. ¿Te acuerdas del gramófono, Abbie?

Ella tragó saliva. Sí, lo recordaba. Se había inventado cuando los hombres cortejaban a las mujeres en los salones de la casa. Con los discos de gramófono los padres se quedaban tranquilos cuando sus hijas recibían a sus novios, ya que había que dar vuelta constantemente la manivela.

Una tarde lo habían encontrado en el armario y Grey le había demostrado cómo podía burlar aquel sistema un muchacho inteligente, con la ayuda de su chica.

– Sí, lo recuerdo -dijo ella, preguntándose si se lo habría demostrado también a Emma.

Él siguió con la cremallera, y continuó hablando, satisfecho de hacerle daño probablemente:

– Nos pasamos el primer día cortando leña y recogiendo un árbol de una granja vecina mientras mi madre hacía pasteles. Visitamos a todos los granjeros del lugar, vimos todas las ovejas nuevas, fuimos a la iglesia la mañana de Navidad. Incluso jugamos al cricket en la playa -la voz de Grey se fue apagando al recordar.

– Suena maravilloso -dijo Abbie.

– Y lo fue. Siempre he pensado en repetir la experiencia cuando… -Grey se interrumpió-. Bueno… algún día.

¿Cuando tuviera una familia propia? Se preguntó Abbie.

Ella se acercó como si fuera a tocarle el brazo, luego se arrepintió.

– ¿Y qué pasó con la nieve?

– ¿Con la nieve? ¡Oh, sí! La nieve. Aquélla fue la única decepción. La falta de nieve. Luego, el día antes de volver a casa, nevó, no mucho, pero lo suficiente como para jugar un poco. Nos pasamos el último día haciendo muñecos de nieve, comiendo tartas. Un final perfecto para unas vacaciones perfectas -él se puso erguido, y sonrió a los recuerdos llenos de ternura y amor.

Luego siguió:

– Durante la noche, hubo un temporal de nieve. Nos tuvimos que quedar aquí tres días, comiendo las sobras de Navidad y tomando leche en polvo para acompañar el té. Era lo único que nos quedaba. Al segundo día nos quedamos sin parafina para las lámparas y tuvimos que arreglamos con velas. Mi madre no quiso volver aquí para Navidad nunca más, a pesar de que Robert y yo se lo pedimos varias veces. Después de esa experiencia de tres días de temporal, dijo que la televisión no le parecía tan mal invento.

– Me hubiera gustado conocerla.