Выбрать главу

– Tú me has mentido, me has engañado, me has traicionado -ella no pudo controlarse.

Él seguramente lo negaría.

– Tengo la prueba de tu engaño. No has estado en una conferencia en Manchester. En realidad estuviste aquí todo el tiempo. Con Emma.

– Yo estaba protegiéndote -le contestó él.

– ¿Mintiéndome?

– Sí, mintiéndote. En ese momento pensé que era lo mejor. Pero tú no querías que te protegieran, evidentemente. Al menos, que yo te protegiera. Me equivoqué -él se quitó el abrigo y lo colgó detrás de la puerta-. Tienes razón, Abbie. Somos extraños. La chica con la que me casé, jamás hubiera herido a nadie.

– Yo confiaba en ti, Grey. Habría puesto las manos en el fuego por ti.

– ¿Sí? -dijo él cínicamente.

A partir de ese momento comenzaron a comportarse como dos extraños. El desayuno transcurrió en silencio, y cuando Abbie se levantó para recoger la mesa, Grey se fue al extremo de la habitación para atizar el fuego. El humo le rascó la garganta y luego la hizo llorar. ¿Qué otro motivo tenía para aquellas lágrimas?

«Oh, Polly, ¿cómo me haces esto?», pensó Abbie, mientras observaba a Grey remover el fuego.

Luego se refugió en la tarea de lavar los platos.

– ¿Te has fijado qué hay en el congelador? -le preguntó él.

La voz de Grey la sobresaltó. Entonces se le resbaló la copa que estaba a punto de colocar en el escurreplatos y fue a parar al suelo. Ella se agachó a recoger los cristales rotos y se lastimó con uno de ellos.

Grey se acercó para ayudarla.

– Otro accidente -le dijo, y le tomó la mano para ponerse de pie-. Todo cambia, todo es siempre igual.

Grey fue a buscar el maletín de primeros auxilios. Le limpió la herida y le puso desinfectante y una venda. Luego, como siempre solía hacer, levantó el dedo y lo besó.

– ¡No! -exclamó ella.

Él se sorprendió por su exclamación.

Ella se dio cuenta de que no debía haber reaccionado así ante un gesto mecánico de él.

– Sera mejor que te pongas algo en los pies antes de que te hagas otra herida -le dijo él, y la miró insistentemente:

– Toma.

Las zapatillas que le dio eran aparentemente suyas.

Él las había sacado de un rincón.

Las aceptó, turbada por aquella mirada.

Debía controlar sus emociones.

– ¿Bueno, vamos a morimos de hambre o no? -pregunto ella.

La cabaña no tenía energía eléctrica. La nevera y el congelador funcionaban a gas. Grey estaba inclinado sobre el congelador.

– Nos han dejado bastantes cosas. ¿Polly está preparando exámenes para ciencias domésticas?

– ¡No! ¡Por Dios! Jamás la he visto cocinar otra cosa que hamburguesas y pizza!

– Bueno, parece que iba a representar el papel de esposa ideal para Jon.

– ¡No puedo creerlo! -Abbie fue: a ver el congelador.

Había incluso verduras congeladas. Polly haría cualquier cosa menos comer verdura.

– ¿Le gustan los brócoli a Jon? Hay un montón.

– A la única persona a la que le gustan los brócoli congelados es a ti, Abbie.

– ¿Y las espinacas?

– Te digo lo mismo.

– Bueno. Yo me lo comeré. Y tú puedes comer coliflor.

– Si haces salsa de queso.

– Tienes suerte -dijo ella, abriendo la puerta de la nevera-. Hay bastante salsa de queso.

– ¿Qué hay para el almuerzo? Aquí hay filetes y cordero. No creo que haya…

– ¿Menta? -ella le mostro una botella de la nevera-. Tienes razón. Polly planeó una semana muy doméstica. Espero que se haya traído un libro de cocina -Abbie cerró la nevera.

Se veía que la fase vegetariana no le había durado mucho.

– ¿Puedes sacar pan del congelador? -le pregunto ella.

– No hay.

– ¡Oh, fantástico! No se acuerdan de lo más sencillo…

Grey estaba mirando los armarios.

– No se han olvidado. Creo que estaban planeando hacerlo ellos mismos -comentó Grey, señalando varios paquetes de harina y un paquete de levadura.

De pronto Abbie se acordó de una cosa. Habían estado conversando con Polly acerca de la cabaña. Polly como siempre había indagado sobre los detalles de la vida allí. Y ella le había contado que hacían ellos mismos toda la comida, incluido el pan. Ella había hablado y hablado sobre la cabaña. Con el fin de no seguir hablando de Grey…

– ¿Dices que han planeado una semana de pasión? Sinceramente no creo que tengan tiempo para…

– ¿Cuánto dices que seguirá así el tiempo? -lo interrumpió ella.

– No lo sé. Yo no he dicho nada.

– ¿Hay alguna posibilidad de escuchar la radio? ¿Podemos sintonizar algún parte meteorológico? -pregunto Abbie.

El negó con la cabeza.

– No tenemos pilas. Tal vez pueda intentar escuchar la radio del coche la próxima vez que tenga que salir a buscar leña. Pero eso depende del tiempo -dijo Grey.

Abbie miró la harina, y la sacó del armario de mala gana.

– Bueno, ya que no hay otra alternativa, tendré que hacer pan.

Grey la miró.

– ¿Puedo ayudarte en algo?

– No lo sé, Grey.

Ella estaba enfadada consigo misma. Porque había dejado que su pasado se filtrara en su nueva vida sin Grey. Le había hablado a Polly de la intensidad de la experiencia de estar totalmente a solas con alguien a quien amas, y la romántica de Polly la había querido imitar, y gracias a aquella ocurrencia era ella quien volvía a vivir el pasado.

– Si en realidad estuvieras a solas con una mujer desconocida, ¿qué harías? -le preguntó ella.

– Eso depende de la mujer -dijo él, con una sonrisa pícara.

Ella pensó en el comentario que habría hecho en tiempos de felicidad entre ellos. Todo le hacía recordar el amor perdido.

– No. Probablemente no. Probablemente me alejaría de ella todo lo posible -agregó él.

– Entonces, hazlo, si quieres. No me sentiré ofendida.

– Pero tú no eres una extraña, Abbie.

– Hablaste de fingir que lo éramos. Fue idea tuya -ella tampoco lo quería cerca. La cercanía la hería-. Mientras tanto, debiéramos pensar cómo vamos a dormir esta noche.

– Hay una sola cama. Y con una noche en una silla tengo bastante.

Él no había pasado toda la noche en la silla. Pero ella no se lo iba a recordar.

– Te has olvidado de que soy una extraña. Una señorita muy remilgada que no piensa compartir la cama con un caballero.

– ¿Ah, sí? Y yo soy el arzobispo de Canterbury.

– Ni con su Ilustrísima Monseñor compartirla mi cama.

– En ese caso, bienvenida a la silla -contestó él.

Grey se sentó frente al fuego, aparentemente fascinado por un viejo libro.

Abbie respiró hondo. Y comenzó el lento proceso de amasar.

Luego puso la masa en un cuenco, y después de cubrirla con un paño húmedo, la dejó reposar cerca del fuego. Grey no alzó la cabeza. Pero movió los pies para dejarle sitio.

– Gracias -dijo ella, rígida.

– De nada.

No había dicho nada que pudiera ofenderla, pero le daban ganas de pegarle.

– ¿Quieres un café? -preguntó ella, pensando que sería mejor ser amable.

– ¿Qué tipo de café?

– No es instantáneo.

Grey levantó el rostro del libro, sin poder evitar demostrar el entusiasmo.

– Polly quería impresionar a Jon realmente, ¿no te parece? -dijo él.

Ella no tenía interés en hablar del tema.

– Seguro que el café estará bueno. Encontrarás el azucarero donde el fregadero. Y ya que tienes puesto el gorro de panadero, ¿por qué no haces unas pastas galesas para acompañar al café?

Ella lo miró sin poder creerlo.

– ¡Haz tú tus malditas pastas galesas! ¡Y tu maldito café!

Y después de decir eso, Abbie se fue al fregadero a pelar patatas.

– Lo siento, Abbie. No debí… -ella apartó el hombro de la mano de Grey-. Fue el verte con el pan, con ese olor tan especial… Fue como si el reloj se hubiera atrasado un año… Como si todo fuera como entonces.