De vuelta, dándome la espalda no la dejó tranquila a la chica nueva, claro, ella es hija de extranjeros, de rusos nobles, y la madre cantante de ópera, Casals tuvo suerte de tenerla en el banco de adelante, porque Laurita o Graciela no le habrían dado charla. A la rusa le empezó con que si había visto Por quién doblan las campanas.
Me dan lástima los pupilos los sábados, cómo quedan solos, nos vamos los alumnos externos y sin clases por la tarde, pobres diablos, no saben qué hacer para que se les pase el día. Casals no la dejaba en paz a la chica nueva: «por favor queda-te, el director me va a decir que sí si le pido permiso para que te quedes a comer con los pupilos. Así te quedas y después de comer estamos en el parque y te termino de contar "Por quién doblan las campanas". La quería convencer a toda costa y se ve que me tomó rabia a muerte porque al irnos Laurita, Graciela y yo le dice a ellas «mañana las veo en Adlon».
¿Adhemar es más lindo que Héctor? bellos ojos renegridos y cabellos rubios como un maizal.
Y bueno, que se guarden su Adlon, que vayan mañana domingo, que yo iré alguna vez… ¿pero cuándo? ¿cuándo si no ahora? ¿no es acaso este el momento de vivir y divertirse? ¿si no es ahora cuándo va a ser?
Yo y mis vecinos no podemos tocar las estrellas, pero otros sí pueden, y es ese mi gran quebranto. Mis mejores años los voy a pasar detrás de esta cortina de cretona.
Miércoles – Diario querido: soles y lunas se han sucedido en la bóveda del cielo sin que nosotros tuviéramos nuestro encuentro acostumbrado, el encuentro del alma con su espejo, y si en días pasados en ti me he visto descarnadamente flaca (el egoísmo devora), o desgreñadamente ridicula (los sueños me despeinan), hoy quisiera verme no bonita (¿no es ya un progreso?) sino con impecable delantal blanco (nada de tablitas, ni adornos vanos, pero blanco niveo), prolijamente peinada hacia atrás, con el lacio cabello cubriendo apenas el cuello y las puntas levemente rizadas. Lo importante, diario mío, no sería en cambio el cabello, ni el delantal, sino una mirada inteligente y segura como las manos que manejan el bisturí, o las tijeras, o el odiado torno de la amable dentista del sindicato.
No me imaginaba hoy miércoles ir a Buenos Aires pero mi padre vio ayer a la atenta dentista y fijó la cita para mí hoy. ¡Qué disparate! pensé, tener que ir al dentista en un día de clases cuando mañana jueves tenemos nada menos que Zoología, Matemáticas y Castellano, pero cuando la atenta dentista me dijo que todo en la vida es cuestión de organizarse, porque hay tiempo para todo, me di cuenta de que muy cierto era.
De ida había ya aprovechado en el tren para dar un vistazo a los teoremas (fresquitos en mi mente, gracias a la clara exposición del profesor y a mi propia atención), y de vuelta a casa en el viaje leí Zoología y después de la cena media hora para Castellano, pasé en limpio el dibujo de los arácnidos y ya estoy libre, otra vez junto a ti. He cumplido con mi deber.
Y bien dijo la oportuna dentista que hay tiempo para todo, aun para caminar un poco por el centro. Hoy había sido un día inesperadamente caluroso, con los primeros calores dan ganas de tirar al diablo las porquerías de lana, por suerte ya no me quedan chicos los vestidos del año que pasó, y pude ponerme el celestito de algodón, con el bolerito. No me cabe duda de que es mi único vestido como la gente.
Qué suerte que ya tenía aprendido el teorema, llegué encantada y caminé sin apocamientos por la elegante avenida arbolada donde me dijo Laurita que estaban las únicas telas importadas de París que hay en Buenos Aires. Las vi, realidad y sueño netamente separados por un cristal de escaparate. Y seguí caminando, tantas, tantas cosas hermosas para comprar y si me hubiesen hecho elegir entre todas, no habría podido decidir, porque renunciar al pañuelo de gasa morada habría sido tan imposible como dejar de lado el manguito de visón, y mi cabeza explotaba, querido amigo. Qué rabia, qué indignación dan a veces ciertas cosas. Esa avenida es hermosa, amplia, la gente camina sin prisa pero con un despreocupado aire de saber adonde van y la calzada presenta una cierta subida caminando hada el puerto, pero éste no se ve, en lo más alto hay una aristocrática plaza, embebida de sol, y un rascacielos cierra el paso, y así «decorosamente tapa la vista del río y su rumoroso puerto», según las palabras de la Chancha, perdón, la profesora de Castellano.
En la plaza a la sombra, en cambio, me di cuenta del brusco cambio de temperatura que se preparaba, de golpe se levantó un viento del río, no mucho más que una brisa, pero penetrante. Qué ganas de meterme en casa, y tomar un mate caliente, en la avenida yo sin haberme llevado ningún abrigo qué escalofríos me empezaron a correr por la columna vertebral, el vestido parecía que me abrigaba tanto como una telita de araña. Pero en ninguna de esas casas me podía meter, mi ciudad cambia de temperatura sin avisarnos nunca, de un momento a otro, cambia de humor, risas y llantos como en los niños que ríen y lloran caprichosamente. Y me tuve que ir corriendo al consultorio, y total apenas si llegué con veinte minutos de adelanto. Qué actividad, qué ir y venir, qué hermoso es ser útil a la humanidad, esa capacitada y además hermosa mujer que me atendió no descansa un minuto durante horas, de pie junto a sus pacientes, yendo y viniendo por algodones y líquidos curativos. Ella es la que sabe adonde va y no los holgazanes mentecatos inútiles de la avenida, y quiero sentir el rumor afiebrado del puerto, señora Chancha, no me venga usted con que hay que ocultar al trabajador y su sudor, y alabando a ese rascacielos porque oculta de la vista de los ricachones (y de sus conciencias) el espectáculo feroz (y hasta ayer triste por lo mal remunerado) del trabajo.
Pero bien lo expresó el diputado por Matanzas que habló en la reunión del domingo, «ya no pueden negar la existencia de una fuerza nueva, la oligarquía verá las necesidades del obrero aunque éste tenga que abrirle de un machetazo el cráneo y escribírselo en el seso con los dedos ¡y la tinta será su misma sangre oligarca!» Palabras brutales pero necesarias, que repudié cuando recién las oí, antes de recapacitar. Palabras brutales pero ciertas. Porque el trabajo es santo, y el trabajador es así santificado, su sudor lo baña en la gracia divina. Se suda con una pala y también se puede sudar de otro modo, con eí torno o extrayendo muelas, y desinfectando caries, y más aún, operando atacados de peritonitis, o meningitis, o accidentados del tráfico callejero, en pocas palabras: administrando medicinas y cuidados a mi pueblo, mi pueblo querido, que quiero que quepa todo en mis brazos, los brazos de su doctorcita.
XIII Concurso anual de composiciones literarias tema libre:
«la película que más me gustó»
por josé I. casáis, 2do. año nacional, div. b
Aquella calurosa noche de verano, en Viena la gente no se sentía con ganas de ir a dormir. Una gran sala de bailes dejaba escapar, por sus ventanas un dejo de compases de gavota pero el calor era demasiado hasta para una danza tan calma como la gavota, y los ocupantes de las casas vecinas ya sea fumando una pipa o jugando al ajedrez u hojeando un diario rechinaban los dientes hartos de escuchar la misma musiquilla por veinte años consecutivos.
La última pareja está ya por abandonar el local vasto, la modorra ha conquistado su última víctima cuando un violinista de la orquesta, joven e impetuoso, ejecutando el último compás de la partitura no deja caer su arco y guiñando el ojo a un oboísta rollizo ataca un nuevo compás, repiqueteante, alegré y rápido. Los parroquianos más adustos alzan las cejas ofendidos ¿qué es esto? ¿es posible que un local respetable permita la ejecución de esta danza de bajos fondos? El vecindario también escucha y una mano depone la pieza de ajedrez sobre el tablero, un diario yace sobre una mesa y una pipa echa pitadas repiqueteantes, alegres y rápidas: todos se han puesto a bailar. Transeúntes distraídos detienen su paso, carruajes frenan sus caballos, todos se preguntan qué es esa música sin par, y de oreja en oreja transita un nombre prohibido ¡el vals!
Entonces el dueño enfurecido del salón no concibe otra solución que llamar a la policía para que quite de allí al osado violinista pero dirigiéndose a la calzada una muchedumbre le impide el paso: el timorato se pregunta si vendrán a incendiar su sala pero los invasores rápidamente se disponen en parejas y se lanzan en vueltas vertiginosas a la pista desierta. Los miriñaques son duros y las faldas son pesadísimas pero al ritmo del vals resultan amapolas livianas que giran y en unos instantes la sala está llena ¡por fin algo les ha hecho olvidar el calor! Y será mucha la cerveza que consumirán, para provecho del dueño más sorprendido que nadie.
Johann agita el arco de su violín que ahora es la batuta conductora y después del último compás estallan los aplausos: a él le parece vivir un sueño.
No lejos de allí, frente a los jardines imperiales se desplaza un carruaje abierto, un oficial de Su Majestad y una dama de cabellos dorados lo ocupan. Silencio, sólo el trote de los caballos se oye, el oficial ha intentado distraer a la dama con comentarios dispares, ella ha contestado con un sí o un no, siente mucho calor, están lejos los canales cristalinos y sombreados de su San Petersburgo.
Un débil eco se insinúa en el aire, se dirían violines cosacos, ebrios de sangre y vodka, y debido a esa razón minutos después la arrogante pareja hace su entrada en el salón. Ella se siente arrobada, no son sus cosacos pero es la misma alegría y fiebre de vivir ¡qué fuego arde en los ojos del joven director! un mechón de pelo castaño le cae sobre la frente y los ojos pero no le impiden descubrir entre la muchedumbre una radiante sonrisa de aprobación enmarcada por cabellos rubios. Le parece reconocerla ¿dónde la ha visto? sin saber por qué la imagina en un vasto escenario, pero la dama no baila ¿no gusta de su música? y se acerca hacia él, le tiende la mano pálida para ayudarse a subir al estrado y pide la partitura.
«Sueños», es el título, y sus primeras estrofas cantadas se posan sobre las notas de la orquesta como rocío sobre corolas, rocío cristalino de la voz de esa mujer deslumbradora. No se engañaba Johann, ella es la gran Carla Donner, la soprano máxima de la Ópera Imperial. «Sueños de toda una vida pueden hoy ser realidad, el rostro que yo veía cuando mis ojos cerraba, y que en silencio adoraba sin llegarlo a tocar, de repente al alcance de mi mano pómulos que acariciar, labios de tibio coral que tiernamente besar, ojos de verde esmeralda -el mar en ellos está- y yo en él sumergido busco ¿qué? lo que en él se ha de buscar ¿qué es lo que los amantes buscan allá en el fondo del mar?» Y con la última nota del vals también se oye el último agudo de Carla, el público la ovaciona pero ella sólo recoge con la mirada la mirada implorante de Johann y desaparece detrás de la figura señera del oficial.
Pasan los meses, Johann triunfa con su orquesta y un buen día vuelve a su aldea a visitar a su novia y a su madre. Qué alegría reina en la granja, hace días que el horno tuesta bizcochos, de la alacena se retiran encurtidos y se quita el polvo a frascos de dulce guardados para banquetes. ¿Cuánto tiempo se habrá de quedar Johann? Antes era tan distinto todo, Johann estaba sin trabajo a cada momento y venía a refugiarse bajo el techo de hierbas trenzadas y contaba todo a su madre, y a su novia, de lo que sucedía en Viena, su madre escuchaba todo pero no podía detenerse a contarle de lo de ella pues estaba tan ocupada en preparar paquetones de comida para cuando llegara el momento en que Johann volvía a Viena. Pero él ya no necesita nada y no come mayormente lo que le sirve su madre, él se sienta a la mesa y ella espera ansiosa que de los ojos de Johann se desprenda esa chispa de goce que, bueno, es tan propia del hambriento que va a saciarse de una vez.
No, Johann esta vez no trae hambre atrasado y come, pero mucho menos de lo que comía antes. Cunde la alarma en la casa ¿es que no nos quiere más? Y esto no sería nada: en an momento, Johann acostumbrado a contar todo cuenta también que conoció a Carla Donner. Y la chispa se desprende. Y es como si amenazara prender fuego a las plantas de verdura de la huerta y el fuego también podría pasar a los frutales con todas las peras verdes que su madre iba a cortar para dulces de años y años. Claro que ahora no hay que preparar paquetes de comida para Johann.
La familia sigue comiendo pero Johann mira la cocina y nota que le hace falta pintura para tapar tanto hollín y los mosaicos habría que fregar para destapar los colores opacados por una capa de grasa, y mira a su madre para decírcelo y tal vez primero tendría que decirle que tiene la piel del rostro tan seca que le hacen falta afeites y que para despejar la frente alta y noble debería recoger ese pelo desgreñado.
Pasa el tiempo, Johann ha cumplido su promesa de matrimonio y vive con la dulce Poldi en una zona tranquila de Viena, sus músicas han conquistado el corazón de todos pero hace tiempo que no escribe un vals nuevo. Además Viena se ve perturbada por problemas políticos, el pueblo clama por más pan y el viejo emperador yace la mayor parte del día en su lecho, sin fuerzas para enmendar tanto mal. La esperanza de los grupos más liberales, entre los que se cuenta Johann, se concentra en el nombre del duque de Hagenbruhl, personaje muy allegado a la corte.
Es nuevamente verano, Johann recorre las cantinas nocturnas de la ribera del Danubio, malhumorado busca en el fondo de cada copa de vino espumante una melodía nueva para el vals que ha prometido a su ya impaciente editor. Borracho, entra en un local lujoso, y no está seguro de lo que ve, en una mesa semioculta, por entre cortinas de pesado damasco le parece entrever a Carla Donner con su acompañante acostumbrado: el oficial. Johann quiere volver sobre sus pasos y desaparecer en la noche pero ya es tarde, Carla lo ha visto y lo llama a su mesa, lo ha reconocido después de tanto tiempo.
Johann se acerca tambaleando y después de saludar respetuosamente a su acompañante la invita a bailar. El oficial se indigna y lo trata dé borracho empedernido, Johann trata de ignorarlo y repite la invitación a la dama, a lo que el oficial responde con un puñetazo en el rostro del músico. Éste rueda por tierra y trata de encontrar valor para incorporarse y derribar a su vez al oficial que es tan corpulento, trata de sacar fuerzas de flaquezas y busca con la vista entre la concurrencia una señal de apoyo, o tal vez busca un cuchillo afilado sobre una de las mesas para suplir la fuerza limitada de sus puños… cuando oye al dueño del lugar grita «Arrojen a la calle al mequetrefe que está importunando al duque de Hagenbruhl» ¿qué? ¿el duque Hagenbruhl? ¿es ese monstruo violento su ídolo político? ¿está pensando en clavar un cuchillo en el cuerpo del hombre que es la esperanza del imperio austríaco? si no hubiese sido lo que es, músico, Johann habría querido ser un político brillante como Hagenbruhl, pero se pone de pie a duras penas sin saber si agredirlo o no, perdido en su dilema da un paso adelante y el duque, esta vez con más fuerza todavía, le incrusta el puño en la cavidad del ojo.