Johann yace ensangrentado pero un grupo de concurrentes, al oír el nombre «Hagenbruhl», se rebelan enardecidos, son oponentes del duque y como un reguero de pólvora corre el furor político y de la taberna la lucha pasa a la calle y media Viena se ve agitada por un movimiento subversivo, hasta que en medio del caos Johann escapa en un carruaje salvando de entre el fuego a la bella Carla. ¿Hacia dónde huir? el cochero sugiere los bosques de Viena y bajo la lluvia torrencial se alejan de la ciudad. Carla limpia las heridas de Johann, quien vencido por el alcohol y el cansancio cae dormido en el regazo de la soprano. Ella a su vez, arrullada por el trote cadencioso del caballo, es vencida por el sueño.
Qué oscuro está el bosque, pero ya no, qué oscuro estaba, hace horas que va trotando el caballo y una pincelada rosa es el horizonte. ¿Son los pájaros los seres más felices de la creación? Es posible, porque cuando se despiertan cantan, tienen la suerte de cada noche olvidar en el sueño que existe el mal en la tierra. Además sus nidos en lo alto de las copas frondosas reciben la primera caricia de los rayos del sol, por lo cual sus trinos descienden empapados de luz para despertar a Carla y Johann, ambos tal vez víctimas de oscuras pesadillas, seres humanos, en el sueño o la vigilia incapaces de olvidar. Alzan los párpados pesados, y por entre las telarañas de sus temores nocturnos vislumbran la claridad de un despertar diferente, nada tienen que temer el uno del otro, por el contrario, finalmente podrán contarse tantas cosas. Pero no se dicen nada, no encuentran ninguna palabra digna de iniciar un día tan especial.
Haces de luz blanca se filtran por la arboleda, tratan de imitar el blanco de las gasas superpuestas del atavío de Carla, cadencioso trota sin cansancio el caballo y el cochero se da vuelta para dar los buenos días a los dos enamorados. «Buenos días», le responden, y han encontrado por fin las palabras adecuadas, «buenos días», buenos, claro que sí, bellos y dulces días a venir. Otros habitantes más del bosque dejan oír su presencia, como balidos de ovejas y el cuerno de su pastor que se agiganta en el eco. Buenos días, días, días, días, días, y el cochero a su vez saca sin perder tiempo una corneta respondiendo con su nota no del todo afinada «yo te quiero» dice el cochero al bosque, quiero, quiero, quiero, quiero, y Johann se afana pensando qué es lo que Carla quiere, quiere, quiere, y Carla lo mira y dice «sólo uno de tus valses podrá hacerme olvidar a esta voz matutina de los bosques» bosques, bosques y ya Johann empieza a sentir adentro una nueva melodía, que va a ser la voz de un nuevo vals. «Dime, dime, dime, dime, lo que tú sientes por mí, no me atrevo a preguntar, soy tan poco para ti, miro tus ojos que miran la nieve en San Petersburgo y todos tus rasgos miro, trazados sobre tu rostro por un lápiz muy liviano con líneas que luego copian las palomas, en los giros de sus vuelos reposados, mas ¡oh! sólo una vez en su vida voló aquella serpentina para repetir la gracia de un gesto de tus manos… pero yo, yo nada soy, mi madre siempre decía que su hijo valía tanto que no existiría en el mundo una mujer tan buena como para mí, mi madre porque es mi madre me quiere y se conforma, en mi cuna duerme un niño protegido por la trama de un tul de mosquitero, mi madre me cuida bien de picaduras de insectos y coloca un mosquitero, y me observa que parezco mejor de lo que soy, esfumado por la trama de un tul de mosquitero, y no sabe que soy poco para ti, mi madre porque es tan buena piensa que no es así, yo tengo miedo del mundo que te ha de arrancar de mí, nada puedo contra el mundo, y sólo atino a preguntarme lo que tú dientes por mí, no me atrevo a nada más, soy tan poco para ti, mi madre porque es tan buena piensa que no es así y si tú fueras tan buena, tan buena como mi madre ¿qué sentirías por mí…»
Y así concluye el nuevo vals, palabra por palabra le ha ido dictando Johann a Carla y ella las canta, las notas suben a las copas frondosas de los tilos, hayas y alerces y de ahí al éter que luce amarillo a mediodía. Además en el éter probablemente hay criaturas invisibles que oirán este canto de nosotros mortales, ¿nos prestarán atención? ¿o les será imposible escucharnos? ¿o nos despreciarán por efímeros y débiles? Carla canta sus notas sin dejar por eso de sonreír, presta tal vez tanta atención a sus agudos y trinos que no se apercibe del significado de las palabras, pues canta sin perturbarse y sonríe, invulnerable como una de esas criaturas del éter.
De repente un claro se abre en el bosque, donde se halla una típica hostería de cazadores que a uno de los lados presenta una glorieta vasta, toda teñida de lila por racimos de glicinas. El cochero se relame los bigotes pues ya estaba sintiendo un hambre muy fuerte y propone a la pareja detenerse a almorzar allí. A la sombra de las glicinas se ve alguna que otra pareja ocupando pocas mesas, tomando refrescos ellas y cerveza ellos, una de las parejas parece ser de estudiantes, tienen libros arrumbados en una silla, tal vez hayan aprovechado todos los desórdenes que hay en la ciudad para faltar a la escuela, él bebe algo alcohólico, posiblemente para perder la timidez y decirle a ella lo que seguramente ya les ha dicho a todos sus compañeros aunque no a la interesada, es una pareja envidiable, ella diáfana y serena, él apuesto y de ojos renegridos y cabellos rubios como un maizal, de ánimo bueno pero nadie por ello se va a aprovechar a molestarlo, pues tiene no sólo las espaldas anchas sino también los brazos fuertes y diestros para la defensa. El cochero dice «tengo apetito» y Carla y Johann recién entonces piensan en la necesidad de dinero y después de hacer cálculos con miedo de que no les alcance consiguen reunir la suma para pagar los almuerzos, el viaje del cochero y he aquí que sólo les basta para pagar una sola habitación, ya que necesitan un descanso, y mientras el cochero se retira al establo ellos dos se presentan a la dueña de la hostería y piden un cuarto alegando que son casados.
La dueña los mira maliciosa y los acompaña a un aposento sombreado, con un hecho de dosel en el centro y divanes con almohadones. Carla elude la mirada de su compañero y se retira a higienizarse. Johann se sienta en un diván y no puede creer que dentro de breves instantes él y Carla estarán juntos y solos en un cuarto en penumbra. ¿Pero ella qué dirá? Todavía ni siquiera un beso se han dado, Hagenbruhl sí la habrá besado, y tal vez también la haya hecho suya, han sido seguramente amantes, ese hombre adusto, seco de modales, de facciones brutales crispadas aun más por el monóculo ha puesto sus zarpas sobre el cuerpo delicado de Carla… ¿cómo pudo ella jamás permitirlo?, y si lo permitió es porque tal vez esa especie de animal la atrae, ¿y Johann tendrá que besarla como la besaba Hagenbruhl?, tomarla con mucha fuerza de los hombros diminutos, hundiéndole los dedos en la carne y así dejando huellas moradas en su carne blanca, lo que significa que ese estrujar ha dañado su piel por dentro, ha provocado lastimaduras por debajo de la epidermis y el color morado viene de que se producen roturas de venas y arterias y equivalen a pequeñas hemorragias internas. Y eso es sólo el comienzo, cuando se ha desbocado como una bestia Hagenbruhl tal vez se ha servido también de los dientes, y la habrá mordido, y luego mejor no pensar en el ultraje final, su furor no se habrá calmado seguramente hasta ver correr la sangre, y ella cada vez más debilitada habrá tenido pocas fuerzas para defenderse, y habrá sido su víctima más veces, la víctima del verdugo encarnizado que quiere ver sangre. ¿Pero cómo es posible que Carla haya accedido a tal cosa? Se me ocurre que hay algo que me escapa al entendimiento, algún secreto infausto, Hagenbruhl tal vez está en posesión de un secreto comprometedor de Carla, alguna trama oscura de espías del viejo San Petersburgo, por algo muy terrible debe Carla haber permitido que se hollara su piel blanca.
Su piel blanca, que no me digan que el blanco es la falta de color, porque es el color más hermoso, y es el culor de la pureza, y por supuesto que el blanco no es la falta de color: los profesores de física han descubierto a todo el mundo que en un copo de nieve, alineados en un blanco inmaculado están ocultos sin embargo el violeta de los lirios, o sea la tristeza, la melancolía, pero también está presente el azul que significa la calma de contemplar reflejado en un charco de la calle el cielo que nos espera, porque el azul está al lado del verde que es la límpida esperanza, y después viene el amarillo de las margaritas del campo, que florecen sin que nadie las plante y se presentan sin buscarlas, como buenas noticias cuando menos se las espera, y el color de las naranjas que ya están maduras por el verano se llama muy apropiadamente anaranjado, el azahar dio un fruto que el verano madura a causa del calor, qué goce saber que germinó la semilla, creció la planta que es la adolescencia y se va a entrar en la juventud del fruto que da el goce anaranjado, el fruto jugoso y refrescante de las tardes calurosas. Pero de ahí al rojo de la pasión hay un solo paso. El rojo también está oculto en el blanco, también está en ella, en Carla, que es tan blanca. ¿Será por eso que Hagenbruhl quiere verle la sangre para convencerse de que ella es tan baja como él?
Pero las cosas no tendrían que ser así, si Carla es blanca como la nieve, el símbolo de la pureza, tendría que ser tratada como se trata a la pureza misma, ¡tiene que ser tratada como se trata a la pureza misma! Pensando todo esto Johann no aguanta más el encierro del aposento, tiene calor, el sol arde, las chicharras se oyen cantar, esto indica que debe haber algún lago cercano, el cual se halla en efecto detrás de un ramaje tupido y después de cerciorarse de que nadie lo ve el joven se desviste para refrescarse. Sopla un céfiro casi imperceptible pero tibio que le enardece la piel, su imagen reflejada en la superficie de las aguas en cambio le irrita: su tórax hundido, los brazos flacos, la espiada un tanto corva. Se detesta, pero ese céfiro lo envuelve más y más en oleadas cálidas y se arroja al pasto.
Sí, sí, se lo confiesa a sí mismo que la desea a Carla, un animal como los otros había resultado ser Johann, y quiere ya correr a su encuentro, y se incorpora, con decisión, algo le dice que todo marchará bien, que ella lo aceptará tal como es y lo amará posiblemente tanto como él la ama. Johann mira el ramaje y hacia arriba el cielo azul y hacia abajo el cielo reflejado en el lago en el cual también se refleja inevitablemente él mismo, y se vuelve a detestar con más fuerza que antes todavía, él quisiera ser ese estudiante que vio bajo la glorieta, bello y fuerte, para no dudar de que Carla lo va a amar, y en ese momento se oyen pasos y Johann se cubre rápidamente como puede, espía por entre el follaje y ve que son el estudiante y su amada que pasan a pocos pasos de allí, dirigiéndose a algún solitario y apacible rincón del bosque.
El estudiante, alentado por un poco de alcohol, ya le habrá confesado a la compañera todo su amor, y ahora no hay duda de que buscan un lugar donde estarán solos. Johann piensa y piensa cómo hará el estudiante para reparar el mal que le pueda acarrear a la inocente, ¿qué le dirá para convencerla de que no se está aprovechando para después de pocos encuentros abandonarla y burlarse con sus amigos? ¿qué hará el estudiante para que ella se dé cuenta de que la quiere físicamente porque así se lo impone la naturaleza? él tiene que inclinarse ante la naturaleza, cuando en realidad lo que querría es acurrucarse junto a ella y tomarle la mano para impedir que se levante a buscar florcitas del bosque, el estudiante está acurrucado junto a ella y teme que ella se levante incauta a recoger florcitas silvestres y que se interne en el bosque donde hay tantos peligros, y puede haber animales feroces y hambrientos, entonces la tiene tomada de la mano y ie pide que le cuente cualquier cosa, y a lo mejor hablarán de los valses de Johann que ahora son conocidos en toda Viena y el estudiante quiere que su amada le diga cuál es el vals que más le gusta y ella por ese milagro que es el amor, elige justamente el que más le gusta al estudiante. Es la felicidad más grande saber que lo que le gusta a uno le gusta también al otro y no van a tener nunca un desacuerdo en esta vida, y menos aun en la otra vida, en que el amor los transformará en criaturas del éter de visita a la Vía Láctea, o si lo prefieren al llegar el verano tal vez se remontarán a las cuatro estrellas pálidas de la Cruz del Sur.
«¡Johann!», se oye una voz que llama a Johann y no es otra que Carla, quien ya se ha cambiado de ropa y lo busca. Juntos toman refrescos en la glorieta y la orquesta por ser ya la tarde ejecuta uno tras otro los valses de Johann sin saber que el compositor está presente en el local y Carla bajo las glicinas las canta con su voz que es realmente única y el aire se llena de melodías, las ondas sonoras se van llevando los estribillos, uno detrás del otro, los cuales quién sabe dónde irán, y donde lleguen llegarán cargados de perfume de glicinas.
Oscurece, y debido a que el sol se va poniendo, se empieza a sentir un poco de frío y la pareja que ha dejado los abrigos en el aposento entra a buscarlos, quieren salir a caminar bajo la luna y por lo tanto necesitarán alguna prenda de lana. Pero se encuentran con una sorpresa, la dueña tan diligente y buena comerciante ha encendido el hogar del cuarto tan bonito y de ese modo los está incitando a quedarse y pasar la noche también allí en la hostería.
No encienden la luz al entrar, el fuego ilumina tenue pero cálidamente la pieza, ya estaban sintiendo escalofríos afuera pero aquí adentro una dulce tibieza embalsama el aire, Carla estira el brazo para tomar su abrigo y Johann hace lo propio, pero de repente sus miradas se cruzan, dan un paso el uno hacia el otro, y otro más y se aproximan de la mano a la chimenea. Entonces acercan las palmas a las llamas para casi tocar esas especies de mariposas vibrantes que brotan de los leños y Johann se arrodilla ante Carla y Carla se arrodilla junto a Johann.
Ella se siente por fin despertar de una pesadilla, no tiene más alrededor a seres brutales y sedientos de escarnio, y tampoco tiene más que estudiar tantas horas para mantener su voz dentro de una técnica perfecta, todo eso quedó atrás, precisamente como en una pesadilla, y ahora su mirada fuego pasa a ese ser que tanto la quiere, y que se lo ha dicho con la excusa de escribir letras para valses. Lo mira y qué bello se lo ve alumbrado por esas llamas doradas, nunca lo había visto así, esas espaldas fuertes y dos brazos robustos que estarán siempre listos para defenderla, qué alivio saber que no tiene ya nada más que temer, y las llamas hacen lucir más negros que nunca los ojos y pestañas de él, mientras que sobre el cabello le arrojan reflejos dorados, ahora los cabellos del joven parecen dorados como un maizal. Lo cual significa que está ocurriendo una especie de milagro de amor.