Hu-lan pasó un dedo por los caracteres del nombre de Ling Su-chee. Después comprobó la fecha y vio que Miao-shan había muerto hacía sólo cinco días. Respiró hondo, dejó la carta y salió de la oficina. Subió directamente la escalera que llevaba al despacho del viceministro Zai, que le sonrió al verla entrar y le indicó que se sentara.
– He mandado a mi madre a Beidaihe -dijo.
– Muy bien. Voy a ir a verla el fin de semana.
– Yo también voy a salir de la ciudad.
El viceministro levantó una ceja.
– Me voy a la aldea Da Shui.
Hu-lan vio un brillo de preocupación en la cara de su mentor cuando éste se dio cuenta de que se trataba de una conversación personal. Se decía que en China no había pared que no dejara pasar el viento y que nadie podía estar seguro de que alguien no estuviera escuchando. La gente también decía que las cosas se habían relajado bastante, que estaban pasando muchas cosas -es decir, que todos, incluidos los generales del Ejército Popular, estaban tratando de hacerse ricos- para dedicar demasiado tiempo y esfuerzos a la vigilancia. Pero sólo un necio podía arriesgarse a creérselo completamente. Incluso admitiendo la remota posibilidad de que no hubiera vigilancia electrónica en el edificio, cualquier ayudante del viceministro Zai o las chicas que servían el té repetirían todas las conversaciones que habían oído si les daban un empujón para hacerlo. Con esto en mente, y sin olvidar que sus vidas privadas hacía mucho tiempo que eran simples datos del gobierno, Hu-lan y Zai intentaron seguir la conversación.
– ¿Te parece buena idea? -preguntó Zai con preocupación.
– ¿Acaso tengo alternativa? -replicó ella con brusquedad.
– Por supuesto, mucho más que nadie -le recordó.
Hu-lan prefirió pasar por alto el comentario.
– La hija de Ling Su-chee ha muerto y su madre duda de la versión de la policía local. Sus sospechas probablemente son sólo producto de su dolor, pero me gustaría ir a verla como amiga.
– Hu-lan, el pasado ha quedado atrás. Olvídalo.
– He leído el expediente sobre mí -suspiró-. Sabe lo que pasó allí. Si Ling Su-chee me pide ayuda, debo ir.
– ¿Y si te lo prohibo? -le preguntó con delicadeza.
– Entonces usaré mis vacaciones.
– Hu-lan…
Ella lo interrumpió:
– Volveré en cuanto pueda. -Se levantó, cruzó la habitación y vaciló al llegar a la puerta-. No se preocupe, tío -añadió-, no habrá ningún problema. Hasta me hará bien salir un poco de la ciudad. Y por favor, vaya a visitar a mamá. Su amistad la ayudará.
Pocos minutos más tarde salía al patio del ministerio. El calor se levantaba del asfalto. El inspector Lo puso en marcha el coche, y mientras salían del recinto ella sintió el sudor que le corría entre los pechos y le bajaba hasta el vientre, donde crecía el hijo que había concebido con David. Se pasó la mano por la frente y pensó en lo que le había dicho el tío Zai: “El pasado ha quedado atrás”. Pero se equivocaba. El pasado nunca estaba muy lejos de ella. Estaba junto a ella cada día de su vida bajo la forma de una madre lisiada. En las voces alegres y los rítmicos tambores del grupo de Yan Ge. En las borrosas fotografías que veía en los periódicos. En la tosca caligrafía del sobre de papel barato. Llevaba dentro el futuro, pero ¿qué clase de futuro tendría alguno de ellos si Hu-lan dejaba atrás el pasado para siempre?
2
David Stark tendió la mano para coger el teléfono que sonaba. A las cinco de la mañana, la llamada podía significar sólo dos cosas: se había cometido un asesinato y lo llamaba un agente para que se presentara en el lugar del crimen, o era Hu-lan.
– ¿Sí? -dijo con los ojos cerrados.
– David. -La voz de Hu-lan a las ocho de la noche que le llegaba de miles de kilómetros de distancia lo despertó de golpe.
– ¿Pasa algo? ¿Estás bien?
– Por supuesto.
Sus últimas palabras se perdieron entre las interferencias. Hu-lan insistía en llamarlo por el teléfono móvil, a pesar de que el sonido era malo. Decía que no se fiaba del teléfono de su despacho para efectuar llamadas personales. Y últimamente había empezado a sospechar del teléfono de su casa. El móvil tampoco era perfecto. Cualquiera que quisiera podía escuchar la conversación. Hu-lan incluso se consolaba pensando que hasta podía haber algún elemento que intentara protegerlos, incluso una persona inocente, escuchando sus conversaciones privadas.
La comunicación mejoró un poco y David le preguntó:
– ¿Dónde estás?
Lo tranquilizaba imaginársela. Por lo general lo llamaba desde el jardín y le describía lo que estaba en flor o la sensación del sol sobre su piel. Casi podía verla allí: con esos mechones de pelo negro que le enmarcaban la cara, los ojos negros que solían revelar el verdadero significado de sus palabras, el cuerpo delicado que no dejaba traslucir su fuerza interior.
– Estoy en un tren.
David se incorporó y entrecerró los ojos mientras encendía la luz.
– ¿Adónde vas? ¿Es por algún caso?
– No exactamente. Una vieja amiga me pidió ayuda. Y voy a ver qué puedo hacer.
David reflexionó. Tenía que cuidar cómo se lo preguntaba.
– Pensé que estabas arreglando las cosas, que tu próximo viaje sería venir aquí.
– Iré…
– ¿Algún día? ¿Con el tiempo?
Hu-lan prefirió pasarlo por alto.
– Sabes que te echo de menos. ¿No puedes venir tú?
David acababa de despertarse. No podía enfrentarse otra vez a esa conversación y a esa hora.
– Bueno ¿dónde estás?
– Camino de la provincia de Shanxi, en el interior. -hizo una pausa y añadió-: Voy a un pueblo cerca de Taiyuan.
David notó la vacilación en su voz, a pesar de la distancia y las interferencias.
– ¿A qué pueblo exactamente? -trató de sonar tranquilo.
– Da Shui, donde estaba la granja Tierra Roja durante la Revolución Cultural.
– Dios mío, Hu-lan ¿por qué?
– No te preocupes. No sabes todo sobre ese lugar. -Probablemente ése era el eufemismo del año, pensó David-. Tengo una amiga allí… ella… Bueno, ahora no importa. Su hija ha muerto, aparentemente un suicidio, pero Su-chee cree que es algo más.
– ¿Por qué no acude a la policía local?
– Fue al Departamento de Seguridad Pública, o sea, el ministerio a escala local. Pero ya sabes cómo son las cosas por aquí. -Corruptas, sí, lo sabía-. Escucha, seguramente no será nada -continuó Hu-lan-, pero lo menos que puedo hacer es un par de preguntas para que Su-chee se quede tranquila, es una madre. -La palabra llegó a través del a línea con una fuerza tremenda. Era otra de las cosas de las que a Hu-lan no le gustaba hablar-. Perdió su única hija.
– ¿Cuándo volverás?
– Tuve suerte de encontrar un billete en el tren semiexpreso a Datong. Lo que significa que haremos sólo unas diez paradas durante las próximas seis horas. Mañana cogeré otro tren a Taiyuan. Después estaré un par de días en Da Shui, y luego el viaje de vuelta. Estaré en Pekín la semana próxima. -Como David no respondía, añadió-: No te preocupes.
– ¿Cómo puedo ponerme en contacto contigo?
– No sé muy bien cómo van a ser os próximos días. Así que te llamaré yo.
– De acuerdo -dijo, a pesar de que no le gustaba. Por el teléfono le llegó el ruido del pitido del tren.
– Escucha -dijo Hu-lan-, estamos a punto de hacer una parada. Con toda la gente que sube y baja no vamos a oír nada. Quiero preguntarte algo: ¿has oído hablar de Knight International?
– ¿Así? ¿A cuento de nada?
– Miao-shan trabajaba allí. Es una empresa norteamericana. ¿La has oído nombrar?
– ¿Y quién no? -respondió David-. Es enorme. La sede central está en la costa Este, no sé muy bien dónde, pero tiene mucha relación con Hollywood.