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Pero esa vez identificó algo más, algo diferente, en medio de todos esos pensamientos prácticos. No sentía angustia ni desesperación, ni asco por el olor a sangre, mezclado con otros olores que emanaba el cadáver. Ni preocupación por cómo se limpiaría toda esa sangre. Ni miedo de que el objetivo hubiera sido él. Sólo una abrumadora sensación de culpa: su propia negligencia había provocado la muerte de Keith.

3

El pueblo de Da Shui quedaba a unos quince kilómetros de la ciudad de Taiyuan, en la provincia de Shanxi. Aunque se hallaba sólo a quinientos kilómetros de Pekín, Hu-lan tardó casi dos días en llegar. Era demasiado tarde para reservar un billete de avión y, si no podían garantizarle una plaza, no quería arriesgarse a perder tiempo ofreciendo un soborno. Ir en coche era absurdo, puesto que el tráfico por la carretera era increíblemente lento debido a los peatones, las carretillas, los carros tirados por bueyes y las bicicletas, los coches, autobuses y camiones. Además, el viceministro Zai jamás le hubiera permitido que condujese sola. Habría insistido en que la acompañara el inspector Lo, con lo que se habría frustrado parte del objetivo de ese viaje. Quería alejarse, estar sola un tiempo. Como decían en Occidente, tenía que pensar un poco las cosas.

La ruta del ferrocarril más conveniente para Taiyuan era el expreso Pekín-Guangzhou, que exigía un transbordo en Shijiazhuang, un viaje de siete horas. Las reservas solían efectuarse diez días antes, pero como Hu-lan tomó la decisión en el último momento, no se encontró asiento. Así que no le quedó más remedio que viajar a Taiyan por Datong, donde había hecho el transbordo. Y en lugar de conseguir un asiento blando para la primera etapa, había tenido que conformarse con uno duro y hasta para eso había tenido que darle una propina extra al de la taquilla.

El viernes por la mañana, Hu-lan llegó a la enorme estación Norte de Pekín. El vestíbulo estaba cargado de humo de cigarrillo. Los ventanales estaban abiertos, pero eso no parecía ayudar mucho a la atmósfera recalentada y viciada. Miles de personas esperaban el tren para ir a lejanas provincias.

Algunos dormían o comían, otros se abanicaban con hojas de periódico. Había algunos hombres en camiseta y los pantalones arremangados por encima de las rodillas.

A las diez y media cuando anunciaron la salida, cientos de hombres, mujeres y niños se apretujaron para que les marcaran los billetes y pasaron por los molinetes para entrar en el andén. Una vez en el tren, un revisor -una mujer de expresión severa con una camisa verde claro almidonada con emblemas rojos en los hombros- cogió el billete de Hu-lan y se lo cambió por un plástico rígido. Hu-lan se sentó en su asiento, justo en el medio de un banco de madera para tres pasajeros. No había aire acondicionado y todas las ventanillas del vagón, salvo dos, estaban cerradas. La mayoría de los viajeros se dirigían a Huhhot, en Mongolia.

A las once, el tren ya había salido y avanzaba por los superpoblados alrededores de Pekín. Poco a poco, los edificios de apartamentos y las calles colapsadas fueron quedando atrás y al cabo de una hora el paisaje había cambiado. Los campos se extendían hasta el horizonte. Dejaban atrás aldeas a medida que el expreso se internaba en los distritos rurales del oeste. Al poco rato, el tren empezó un lento pero constante ascenso. Hu-lan, de vez en cuando, vislumbraba la Gran Muralla que serpenteaba por las sierras. El tren volvió a enderezarse entre campos de judías, maíz, tomates, pimientos y berenjenas. Cuando el tren llegó a Zhangjiakounan, con su gigantesca planta nuclear, el paisaje se había vuelto más duro. Junto a la vía había montículos de carbón y las estaciones por las cuales pasaban estaban cubiertas de hollín. Hu-lan vio unos campesinos -los más pobres entre los pobres- que trabajaban una tierra con demasiados minerales como para dar suficiente alimento. La mayoría de la gente de la región había abandonado la agricultura y trabajaba en las minas de carbón y en las salinas.

Hu-lan trataba de concentrarse en el paisaje, pero no era fácil. El vagón estaba lleno de vida. Bebés que lloraban, gente que vociferaba y escupía, e incluso orinaba en el suelo. Los hombres fumaban como chimeneas unos cigarrillos pestilentes y lanzaban unos esputos oscuros a las escupideras que había a ambos extremos del vagón. Como los hombres no se molestaban en moverse de sus asientos, los asquerosos gargajos acababan en el suelo o caían sobre las bolsas de cosas que la gente había comprado en la capital. Los niños y algunos pasajeros, cansados de los asientos de madera, se sentaban entre las baldosas. La mayoría de los pasajeros traía sus propias provisiones y sacaba fiambreras muy aromáticas (a veces demasiado) con fideos y arroz.

Otros se conformaban con panecillos con trozos de ajo. Casi todos llevaban su propio bote para el té. El revisor pasaba cada hora con termos de agua caliente. A medida que transcurría el tiempo, esos olores se iban mezclando con los del retrete que había en el extremo del vagón. Muchos pasajeros eran campesinos que nunca habían visto un váter, aunque sólo fuera un agujero que daba a la vía. Si esa combinación de olores ya era nauseabunda en circunstancias normales, con el constante traqueteo del tren era aún peor. Varias personas habían vomitado en bolsas de plástico o directamente en el suelo, mientras corrían al retrete desesperados.

Hu-lan, aún en los primeros meses de embarazo y por lo tanto muy afectada por los olores, había luchado contra las náuseas chupando ciruelas pasas y con pequeños sorbos de té de jengibre que llevaba en un termo. El doctor Du, un médico naturista tradicional chino que atendía a su madre desde hacía mucho tiempo, últimamente también se ocupaba de ella. Sin embargo, era bastante escéptica ante sus prescripciones para las náuseas matutinas -especialmente ante la “píldora especial del Emperador Celestial” para tonificar el corazón, que tenía fama de fortalecer la sangre y calmar el espíritu- y había cometido el error de decírselo a la señora Zhang.

Al día siguiente, ésta había pasado con una bolsa de ciruelas pasas envueltas de una en una y una mezcla para el té. “Bah… ¿qué saben los doctores, los hombres? -dijo la directora del Comité de Vecinos-. Yo ya soy vieja, así que escúchame. Te pones una ciruela en la boca y esperas. No la mastiques, chúpala. Cuando no quede más pula, sigue chupando el hueso. Te sentirás mucho mejor”. Con este consejo, la señora Zhang le había dado su consentimiento tácito de que continuara con el embarazo sin un permiso. Ahora Hu-lan se alegraba de tener la bolsa de ciruelas medio vacía. Cosas de viejas o un simple placebo, le daba igual, siempre y cuando siguieran asentándole el estómago.

Por las dos ventanillas abiertas entraba tanto polvo y hollín, que las cerraron hasta que el calor se hizo tan insoportable que hubo que volver a abrirlas. La música y los constantes anuncios que salían de los altavoces competían con la cacofonía humana. Se alternaban canciones tradicionales chinas con baladas más modernas. Pero la música era un alivio comparada con la voz chillona que anunciaba las paradas y ofrecía cigarrillos y licor, las noticias del día y las consignas oficiales sobre el control de natalidad, la buena educación en la sociedad y la importancia del aumento de la producción.

No era la primera vez que Hu-lan se maravillaba del a capacidad de sus compatriotas para dejar que ese ruido, en forma de música o propaganda, penetrara en su vida diaria.

Hu-lan había reservado una habitación en el Yungang, un hotel supuestamente de cinco estrellas y el único establecimiento de Datong que ofrecía servicios a los extranjeros. Mientras iba en un taxi, Hu-lan vio la ciudad sucia, llena de camiones de carbón y montículos de hollín que se arremolinaban a ambos lados de la carretera. A pesar de las grandes esperanzas del taxista de que Datong se convirtiera en un centro turístico (“Somos muy populares especialmente entre los japoneses, porque ocuparon la ciudad durante la guerra y les gusta venir a refrescar la memoria”), el hotel y la habitación de Hu-lan eran espantosos. La alfombra estaba llena de quemaduras de cigarrillo y las cortinas eran unas tiras flácidas grises y mugrientas. Le informaron que sólo había agua caliente de siete a nueve de la mañana y que la televisión emitía únicamente noticias locales y canales del Estado. El tenebroso comedor tenía un equipo de unas cincuenta mujeres vestidas con cheong sams azul pastel y aspecto apático y aburrido. Hu-lan comió sola, mientras un grupo de veinte japoneses tomaba en silencio una comida de habichuelas de bote, carne fría, cerdo salteado con verduras, patatas fritas, sandía y pastel de limón. Una canción de Karen Carpenter sonaba una y otra vez, acompañada de la voz de la camarera que se unía de rato en rato al coro: “Sha la la la la, shing a ling a ling…”