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A las ocho de la mañana Hu-lan estaba otra vez en el tren camino del sur, un viaje de otras siete horas hasta Taiyuan. Había tenido la suerte de encontrar un billete de primera para ese segundo día. El compartimiento tenía dos filas de literas y cada persona tenía que permanecer sentada en su litera durante el viaje. El hombre que Hu-lan tenía delante se puso un periódico sobre la cara, se quedó dormido y empezó a roncar, lo que obligó a otro hombre a gritarle: “¡Date la vuelta! ¡Con esos ronquidos nadie puede dormir!”. El sujeto hizo lo que le decían, por lo que los otros dos ocupantes también se durmieron. Sobre la mesa, al lado de la ventana, había un folleto que ensalzaba las modernas virtudes del tren, en un idioma pintoresco e imaginativo:

Estimados pasajeros: seguridad, educación y hospitalidad son el objetivo de nuestro servicio. Por favor recuerde:

Nunca pronuncie palabras prohibidas.

Mantenga el interior del coche limpio y arreglado. El medio ambiente se verá agraciado.

Nuestros platos de comida son meticulosamente preparados y tienen cuatro rasgos: color, fragancia, sabor y forma. También hay comida musulmana.

Cuando esté en el coche, utilice los guantes-regalo.

Hu-lan encontró debajo de la mesa una canasta con los guantes, un termo grande de agua caliente y tazas de porcelana con tapa. Cuando la joven revisora pasó ofreciendo sobres de té, Hu-lan le preguntó si podía bajar el altavoz. La chica le dijo que lo único que podía hacer era apagarlo del todo. Al cabo de un instante, la respiración suave de los hombres que dormían y el suave traqueteo del tren reemplazaron a los anuncio chillones. Y aunque tampoco había aire acondicionado, un ventilador de techo hacía circular el aire. Esto, combinado con las toallas tibias que la revisora traía de vez en cuando, hicieron que ese día de viaje resultase casi agradable.

¡Qué diferente era todo esto de la última vez que Hu-lan había viajado a la aldea de Da Shui! En 1970 había ido con otros amigos y vecinos de Pekín en un tren que sólo en apariencia se parecía a éste. Aquél iba repleto de jóvenes pequineses. (Un brigada entera de chicos se había subido al techo para viajar allí todo el trayecto) Hu-lan y los demás llevaban gastados uniformes del ejército heredados de los padres. Recitaban consignas, aunque secretamente se alegraban de que los hubieran mandado al oeste en lugar de a as desoladas regiones del norte, en la inhóspita frontera rusa. Habían acosado a los revisores y hasta habían echado a algunos del tren. En un pueblo, un grupo (todos menores de dieciséis años) había decidido que el maquinista del tren y todos sus ayudantes eran unos cerdos capitalistas ligados al viejo orden. Los bajaron al andén de la estación y los insultaron durante dos días. Los campesinos salieron a ver el espectáculo. Al final, alguien comprendió que no iban a salir de ese pueblo de mala muerte a menos que el maquinistas y sus ayudantes volvieran al tren.

El camino de regreso a Pekín, dos años después, no había sido muy diferente. Ese viaje también había estado plagado de paradas para efectuar concentraciones y actos políticos. En lugar de llegar a Pekín al atardecer por el camino directo, también habían tardado dos días.

Hu-lan, esa vez, con catorce años y llena de esas pasiones salvajes, parte tan importante de la Revolución Cultural, había hecho el viaje en la segura y tranquila compañía del tío Zai. Mientras tanto, su padre estaba bajo arresto domiciliario en su Hutong, y la madre había caído desde el balcón de un primer piso y pasado los cuatro días que tardó Zai en traer a Hu-lan del campo tirada en el suelo, en la puerta de un edifico de oficinas. La gente de esa oficina había trabajado para el padre de Hu-lan durante años, todos conocían a Jin-li, pero les habían prohibido ayudarla. Cuando Zai y Hu-lan llegaron a Pekín, Jin-li había quedado lisiada y su mente destruida.

Cuanto más se acercaba a Taiyuan, la capital de la provincia de Shanxi, más le preocupaba volver a ese lugar donde se había derramado tanta sangre y se había sufrido tanto. Shanxi significaba “al este de las montañas” y toda la provincia era una meseta que daba a la fértil llanura de China septentrional. Era un territorio rico que desde siempre atraía a los invasores extranjeros. Antiguamente llegaban desde el norte. El primer gran obstáculo era la Gran Muralla; la segunda barrera, y las más espectacular, era Taiyuan. Esta ciudad había visto más violencia en los últimos dos milenios que ninguna otra de China. Esos siglos de sangrientos disturbios estaban marcados en el territorio de la provincia y en el alma de sus gentes.

El tren llegó a Taiyuan a las tres y media. Hu-lan salió a la calle, le hizo señas al típico taxi chino abollado y le pidió que la llevara a la parada del autocar que iba a Da shui. De joven había estado en Taiyuan sólo un par de veces, en las ocasiones en que su brigada de la granja Tierra Roja participaba en manifestaciones en las Pagodas Gemelas, unos templos dobles ubicados en la colina, símbolo de la ciudad. En aquellos tiempos había pocos automóviles y camiones, y por las calles se oía el tranquilo murmullo de las bicicletas que transportaban gente y mercancías. El aire, incluso en un día caluroso y húmedo como aquél, era limpio y se respiraba el perfume de los árboles en flor. La tierra fértil, incluso en medio de la ciudad, exudaba un aroma suave.

Habían pasado veinticinco años, y Taiyuan ya no era lo que Hu-lan se esperaba. El taxista iba dando tumbos por un tráfico endemoniado. No paraba de hacer sonar la bocina a pesar de que ella le pedía que no lo hiciera. Hu-lan bajó la ventanilla y le llegó una densa vaharada de gases de tubos de escape y chimeneas de fábricas.

Durante los últimos diez años, Taiyuan había sufrido otra clase de invasión. Las compañías estadounidenses, le explicó el taxista, habían instalado empresas conjuntas de minería en la periferia y de exportación en la ciudad. Los australianos criaban unos cerdos especiales, no tan gordos como los del país, pero aparentemente más sabrosos. Los neocelandeses habían llegado para criar ovejas para lana de alfombras. Los alemanes e italianos, mientras tanto, habían entrado en la industria pesada. Toda esta variedad de industrias había traído prosperidad a la ciudad. Por todas partes se veían edificios de oficinas en construcción y hoteles extranjeros. Pero hasta el momento, sin embargo, los extranjeros se alojaban en el Shanxi Grand Hotel.

– Viven aquí un año sí otro no -dijo el taxista-. Esos vips tienen agua caliente todos los días y todo el día, mientras que en el resto de la ciudad tenemos agua sólo unos días por semana -Y alardeó-: Yo entré una vez al Shanxi. Impresionante, pero si uno piensa en esos hoteles nuevos… -silbó admirativamente- el Shanxi Grand quedará en nada cuando los abran.

Cuando el taxista la dejó, averiguó que no había autobús a los pueblos del sur hasta dentro de una hora. Con su bolsa a cuestas, caminó calle abajo y pasó por delante de un bar atiborrado. Dos puertas más allá había otro, pero vacío. De haber querido comer, habría vuelto al primero, pero con se calor lo único que quería era un poco de sombra, de soledad, un lugar para pasar el rato y algo fresco para beber. La coca-cola estaba fresca, aunque no lo suficiente. A las cinco, la dueña del establecimiento se acercó a la mesa.

– ¡Hace demasiado que está sentada aquí! ¿Tiene que irse para dejar la mesa libre para los otros clientes!

Hu-lan miró alrededor. No había nadie.

– Soy una viajera.

– Sí, una pequinesa, ¿y qué? Yo soy la dueña de este negocio. Soy empresaria. Y usted está ocupando el sitio.

– Ya que es empresaria debería ser más amable con sus clientes -replicó Hu-lan.

– Si no le gusta, váyase a otra parte.

Hu-lan la miró asombrada. Esa mujer la estaba insultando de la misma forma que haría un dependiente de unos grandes almacenes de Pekín. La atención a los clientes se había vuelto tan mala en Pekín que el gobierno había lanzado una campaña de amabilidad y publicado una lista de cincuenta frases que no debían pronunciarse. O esa campaña no había llegado a la provincia de Shanxi o a la gente le daba igual.

Pero quizá esa campaña, como las anteriores, estaba destinada a fracasar independientemente de quién la organizara. Hu-lan aún se acordaba de cuando el gobierno había lanzado las campañas de los Cuatro Establecimientos y los Cinco Arreglos para combatir la falta de cortesía. En aquellos tiempos, la gente estaba acostumbrada a obedecer todos los decretos, pero a pesar de ello nadie hizo caso de esas órdenes. Las masas sostenían que servir a los clientes era burgués, pero Hu-lan siempre había visto la falta de modales de otra forma. Era difícil ser educado con los desconocidos si el gobierno igualmente pagaba el salario por muy grosero que uno fuera. Y ahora costaba mucho romper esa costumbre. Pero era evidente que los empresarios más exitosos de China eran aquellos que habían aprendido las ventajas de un buen servicio al cliente, seguramente por eso el primer bar estaba lleno y éste a punto de perder a su única clienta.