Hu-lan pagó la cuenta y se dirigió a la parada de autobús. Para entonces, el sol ya había pasado por encima de un edificio alto y proyectaba sombra sobre la acera. Hu-lan se sentó en el bordillo a esperar.
Cuando llegó el autobús estaba lleno hasta los topes de trabajadores que volvían a su casa, pero a pesar de todo Hu-lan y otros cinco pasajeros consiguieron entrar y quedarse apretujados en los escalones de la puerta trasera. Al principio el vehículo avanzaba despacio por las transitadas calles de la ciudad. Al cabo de veinte minutos y sólo tres kilómetros, llegaron al enorme puente que cruzaba el río Fen. Hu-lan no podía creer lo que veía. Veinte años atrás el Fen era un río enorme y caudaloso de setecientos metros de ancho. Pero ahora era apenas un arroyo serpenteante. Las enormes orillas que habían quedado estaban cubiertas de arbustos y vegetación ribereña en la que jugaban niños, familias hacían picnic y algunas personas remontaban cometas caseras.
Pero no fue ésa la mayor sorpresa. Unas manzanas más adelante, el autobús se detuvo en un peaje, el conductor pagó y entraron en una autopista de cuatro carriles. Lo que en una época había sido un viaje de continuas paradas acompañadas de bocinazos a los peatones y animales que llenaban la carretera, se hacía ahora muy deprisa. Al cabo de unos minutos pasaron por delante del templo Jinci, famoso por ser el mayor de la dinastía Song y por sus tres manantiales inagotables. Unos kilómetros más adelante, el autobús avanzó en medio de océanos de mijo y vastos campos de maíz y sorgo.
El autobús hizo algunas paradas breves en Xian Dian, Liu Jia Bu y Quing Shu antes de llegar al cruce de la aldea de Da Shui. Sólo Hu-lan descendió del vehículo y, cuando éste volvió a arrancar, intentó orientarse. Detrás tenía la autopista que llevaba a Taiyan. Delante, si la memoria no le fallaba, estaba la aldea de Chao Jia y la ciudad de Oing Yao. Y a unos cinco kilómetros carretera abajo, a su derecha, y eso sí que no lo olvidaría nunca, habían estado los dormitorios, los almacenes, los talleres de trabajo y las cocinas de la granja Tierra Roja. Los campos que la rodeaban también habían formado parte en otros tiempos de la comuna. Sin duda esas tierras habían sido redistribuidas en 1984, cuando el sistema de colectivizaciones se desmanteló y se distribuyeron de nuevo parcelas privadas a familias campesinas.
Eran casi las siete de la tarde. Da Shui estaba a unos tres kilómetros, pero no hacía falta que caminara tanto. Si las indicaciones de Su-chee eran correctas, Hu-lan tenía que andar alrededor de un li (quinientos metros) para llegar a la granja. No podía decirse que fuera una tarde fresca, pero el aire, en comparación con el del tren, el de Taiyuan y el del autobús, era límpido y puro. Echó a andar tomándose su tiempo para sentir el suave bombardeo del campo sobre sus sentidos. La humedad flotaba sobre el terreno creando una bruma clara y una película fina y suave sobre su piel. Acababan de irrigar uno de los campos y el olor de la tierra roja y la fragancia de las plantas resultaban embriagadores. No se oía ningún ruido de máquinas, sólo el sonido de sus pasos sobre la grava y el canto vespertino de las cigarras.
Al final, Hu-lan salió de la carretera y giró a la izquierda por un sendero en pendiente que discurría entre los campos. Ahora veía las cosas con un poco más de claridad. Los campos, que de lejos parecían vedes y exuberantes, no prosperaban, apenas resistían. Las hojas estaban raquíticas en el momento de apogeo de la cosecha. Si ésa era la situación sobre la tierra, seguramente sucedía lo mismo debajo, de modo que los tubérculos comestibles debían de ser diminutos y deformes. Qué extraño, pensó Hu-lan. El clima no era peor que en otras partes de China. El riego nunca había sido un problema porque toda la región era famosa por sus manantiales y pozos. El agua siempre había sido tan abundante que el pueblo rendía homenaje a ese hecho con su propio nombre: Da Shui significaba “gran agua”. Pero por lo que Hu-lan veía alrededor, esas plantas estaban muertas de sed.
Al ver que los siguientes dos campos estaban mucho más sanos, Hu-lan se sintió más optimista, pero fue un estado que le duró sólo hasta ver la casa de Su-chee. En los últimos tiempos, una de las formas de juzgar la prosperidad de una familia campesina era ver si la vieja casa de adobe había sido reemplazada por una de ladrillos. Desde el tren había visto muchas casas de ladrillos. Después, al ver los cambios en las calles de Taiyuan, había pensado que parte de la prosperidad de la ciudad era el reflejo de una prosperidad mayor en los campos de los alrededores, pero se había equivocado. Ahí estaba el primitivo interior, a sólo quinientos kilómetros de Pekín.
La pequeña granja de Su-chee estaba edificada según las viejas costumbres, basada en consideraciones prácticas y políticas. La casa daba al sur, hacia la tibieza del sol, de espaldas al norte, por donde siempre llegaban los invasores. Había un pequeño patio vallado, de tres metros por tres, que protegía el pozo. Por lo demás, esa porción de tierra apisonada, encerrada entre muros, carecía de cubos, macetas con plantas, una bicicleta y cualquier objeto que indicara una vida por encima del nivel de subsistencia. Ese costado de la casa tenía una puerta con ventanas abiertas a ambos lados. Las ventanas no tenían cristal, que para esa época del año estaba bien, pero era terrible en invierno, cuando Su-chee tenía que tapar la abertura con paja. Si se hubiera sentido especialmente próspera, habría cerrado la abertura con papel de periódico pegado con engrudo.
– ¡Ling Su-chee! -llamó Hu-lan-. ¡Ya estoy aquí! ¡Soy yo, Liu Hu-lan!
Hu-lan oyó un chillido dentro de la casa y acto seguido su propio nombre. Al punto una anciana salió por la puerta.
– Pensé que no vendrías -le dijo la anciana-, pero has venido.
– ¿Su-chee?
Al ver la duda en el rostro de Hu-lan, la mujer se acercó y la cogió del brazo.
– Soy yo, Su-chee, tu amiga. Ven, te prepararé un té. ¿Has comido?
Hu-lan pasó por el umbral, un peldaño alto para que no entrara el agua en la casa y, de no ser por la bombilla pelada que colgaba de una viga en el centro de la estancia, podría haber retrocedido cien y hasta mil años en el tiempo. Había dos kangs, unas camas hechas de plataformas de madera. De pronto recordó cómo le había impresionado al os doce años enterarse de que la gente, en lugar de dormir sobre unas camas blandas, lo hacía sobre esas plataformas.
Y cómo les dolían los huesos, a ella y a sus jóvenes camaradas, hasta que los campesinos les enseñaron a hacer jergones de paja. Ese mismo año, cuando llegaron los vientos gélidos del norte, los campesinos les enseñaron a hacer colchas de algodón crudo y a poner braseros de carbón debajo de las plataformas.
– Siéntate, Hu-lan. Debes de estar cansada.
Hu-lan se sentó sobre un taburete hecho con un cajón boca abajo. Echó una mirada alrededor. Había muy pocas cosas. Una mesa, unos cajones boca bajo, las dos camas. Un estante con dos copas, cuatro boles -dos grandes para fideos, dos pequeños para arroz-, tres platos y un bote viejo de salsa de soja con utensilios de cocina y palillos. A la derecha de la puerta había un pequeño armario donde Hu-lan supuso guardaba la ropa y las sábanas. Encima, Su-chee había puesto un sencillo altar con una barras de incienso, tres naranjas, un Buda toscamente labrado y dos fotos, del marido y de la hija.
Cuando hirvió el agua, Su-chee se sentó con Hu-lan a la mesa. Habían pasado demasiadas cosas en los últimos veinticinco años para que las dos mujeres fueran directamente al motivo de la presencia de Hu-lan. Tenían que volver a conectar, a establecer una relación, a recuperar la confianza que en una época las había unido como parientes cercanas. Sí, ya habría tiempo para hablar de Miao-shan, pero por el momento hablaban del viaje de Hu-lan, de los cambios que había visto en Taiyuan, de la vida de Pekín, del bebé que esperaba, de la cosecha de Su-chee de mijo, maíz y judías, de la falta de agua, del calor opresivo.
Hacía muchos años eran unas niñas muy unidas, pero desde entonces la vida las había llevado por derroteros muy diferentes. Salvo los dos años de la granja Tierra Roja, Hu-lan había tenido la vida protegida y privilegiada de una Princesa Roja, sin falta de comida ni de ropa. Su posición le había permitido también una gran libertad, no sólo para viajar por toda China, sino también a Estados Unidos. No tenía miedo al gobierno ni a la naturaleza. Todo esto se traslucía en la ropa que llevaba, en su piel suave y clara, en la actitud con que se sentaba en el cajón boca abajo- si hubiera visto a Su-chee por las calles de Pekín, la habría tomado por una mujer de sesenta o setenta años.