A medida que el crepúsculo se convertía en noche, Hu-lan empezó a ver a su vieja amiga de la infancia, oculta detrás de la cara de esa anciana.
A la luz oscilante de una lámpara de petróleo -la electricidad era demasiado cara para usarla a diario-, Hu-lan vio cómo una vida de trabajo agotador bajo un sol inclemente se había cobrado su precio. A los doce años, Su-chee era más fuerte y más robusta que Hu-lan. Pero Hu-lan había pasado el resto de su adolescencia en Estados Unidos, alimentándose correctamente, por lo que ahora le llevaba unos diez centímetros. Además, la espalda de Su-chee estaba tan encorvada que parecía jorobada, debido a años llevando agua con un palo sobre los hombros. Pero lo que más le dolía a Hu-lan era la cara de su amiga. De niña, Su-chee era muy guapa. Tenía una cara redondeada, llena de vida, de mejillas rosadas. Ahora estaba llena de arrugas y con manchas en la piel.
Claro que había tenido una vida mucho más plena que Hu-lan. Se había casado y tenido una hija, pese a que había perdido a ambos. Cuando Hu-lan la miraba a los ojos, tenía que bajar la vista. Debajo de las amables palabras, el sufrimiento de Su-chee era tan intenso que Hu-lan casi no podía imaginárselo. Para prepararse para los detalles que llegarían, Hu-lan cogió la mano de Su-chee.
– Creo que ha llegado el momento de que me hables de tu hija.
Su-chee habló hasta tarde. Recordó cada doloroso detalle del último día de Miao-shan. Su-chee acababa de guardar el buey en el establo cuando se encontró con su hija, que llegaba a casa para pasar el fin de semana, después de haber estado varias semanas en la fábrica Knight. Al ver llegar a su única hija por el sendero polvoriento, Su-chee supo que estaba embarazada. Miao-shan lo negó.
– Le dije que era una campesina, que había crecido en el campo. ¿Te crees que no sé cuándo un animal está en celo? ¿Te crees que no sé cuándo lleva una cría?
Miao-shan, ante estas verdades elementales, se había derrumbado y con lágrimas en los ojos -y esa exteriorización occidental de emociones tampoco había contribuido a apaciguar el miedo de su madre- había confesado todo.
En China había muchos dichos que hablaban de la castidad y de lo que pasaba cuando una no la protegía: “Cuida tu cuerpo como una pieza de jade”, o “Una equivocación puede llevar al arrepentimiento”. Pero Su-chee no creía en esas advertencias. Ella también había sido joven. Sabía lo que podía pasar en un momento de pasión.
– Le dije que no había error que no pudiera subsanarse. -Y continuó como si su hija estuviera allí en ese momento-. Puedes casarte con Tsai Bing el mes que viene. Sabes que hace mucho que te espera. Mañana iré a ver a la directora del Comité de Vecinos. Es una mujer vieja y lo comprenderá. A finales de esta semana te darán el permiso de boda. Quizá el permiso de alumbramiento sea un poco más difícil. Tsai Bing y tú sois jóvenes, y éste será vuestro único hijo. Pero no me preocupa. Hace mucho que conozco a esa directora entrometida. Si te pone problemas, contaré historias de cuando ella era joven, ¿eh? Así que no te preocupes. Yo me ocuparé de todo.
Pero sus propias palabras de consuelo no la habían calmado y, por la noche, se despertó muchas veces con un presentimiento que iba mucho más allá de la noticia del embarazo.
– A la mañana siguiente, Miao-shan estaba muerta y la policía no quiso escucharme cuando le dije que los hombres del pueblo se estaban haciendo ricos mandando mujeres y niñas a esa fábrica -continuó Su-chee-. Siempre y cuando saquen provecho, no les importa lo que pase. -Antes de que Hu-lan pudiera preguntar sobre este tema, Su-chee dijo con una voz cargada de remordimiento-: ¡Pero le di permiso para que fuera! ¡Y cuando vi que estaba contenta, la dejé quedarse! Le gustaba el trabajo y traía a casa casi todo el sueldo.
Con ese dinero, Su-chee había comprado más semillas y algunas herramientas nuevas. Pero sus preocupaciones volvían a surgir con cada visita a casa, que cada vez eran más infrecuentes, ya que su hija también empezaba a pasar los fines de semana en la fábrica. En un momento dado hablaba con toda dulzura, y al siguiente era pura acritud. Un día se hacía coletas, y al siguiente llegaba de la fábrica con ropa nueva y la cara cubierta de maquillaje. Hablaba de casarse y enseguida cambiaba de tema y manifestaba su deseo de irse a una gran ciudad, mucho más grande que Taiyuan o Datong.
Mientras Su-chee hablaba, Hu-lan se preguntó si no serían sólo los ingenuos sueños de una sencilla chica de campo. Ella, en su trabajo en el Ministerio de Seguridad Pública, tenía experiencias con personas de este tipo que se marchaban ilegalmente de sus pueblos y abarrotaban ciudades como Pekín o Shanghai buscando en vano una vida mejor, para acabar encontrando sólo amargura. A menudo, su inocencia las convertía en víctimas de criminales y mafias. Sin permiso de residencia ni unidades de trabajo en la ciudad, eran también objeto de detenciones y acoso por parte de la policía. ¿Acaso Miao-shan no era más que otra soñadora?
Y había partes de la historia de Su-chee que no tenían sentido. ¿De dónde sacaba el dinero su hija para comprarse ropa, sobre todo si le daba casi todo el suelo a su madre? ¿Y dónde entraba Tsai Bing? ¿Y qué era ese comentario sobre los hombres del pueblo? Si Hu-lan hubiera estado en Pekín y Su-chee hubiera sido una desconocida, no habría tenido reparos en preguntarle qué quería pero estaba en el campo y Su-chee era una amiga. Tenía que tratarla con suavidad.
– Me pregunto si Tsai Bing y Ling Miao-shan -se arriesgó- se amaban de verdad o era un matrimonio arreglado.
Su-chee respondió a su vez con una pregunta:
– ¿Quieres saber si seguimos una costumbre feudal? Los matrimonios arreglados van contra la ley.
– En China hay muchas leyes y eso no significa que se respeten todas.
– Es verdad -se permitió sonreír Su-chee-, y también es cierto que en el campo mucha gente aún prefiere los matrimonios arreglados. De esta forma consolidamos nuestras tierras y resolvemos las disputas. Últimamente tenemos más preocupaciones. La política de un solo hijo…
– Lo sé -la interrumpió Hu-lan-, demasiados abortos y demasiadas recién nacidas dadas en adopción. Y ahora no hay suficientes muchachas. Claro, las familias quieren asegurar que sus hijos tengan una esposa.
Su-chee asintió. Hu-lan vio a la luz dorada del quinqué que los ojos de Su-chee volvían a humedecerse.
– Tsai Bing, como vecino, siempre fue un buen partido para mi hija; pero tú sabes, Hu-lan, que yo personalmente me casé por amor.
– Ling Shao-yi.
Hu-lan, al pronunciar el nombre del marido de su amiga, volvió a retroceder en el tiempo. Había conocido a Shao-yi en el tren de Pekín. Era mayor, de unos dieciséis años, y no estaba tan asustado de salir de casa. Era un chico absolutamente de ciudad. Como todo ellos, no sabía nada de la vida de campo. Su-chee era la campesina que habían asignado al grupo para que les enseñara. En aquellos tiempos, las ideas occidentales como “el amor a primera vista” se consideraban burguesas, en el mejor de los casos, y capitalistas decadentes en el peor. Durante bastante tiempo los chicos decidieron mirar para otro lado cuando veían cómo se ruborizaba Shao-yi cada vez que hablaba Su-chee, o cuando notaban que ella le traía manjares caseros mientras todos los demás subsistían con unos boles de papilla de mijo.
Una vez pasado esos tumultuosos años, Shao-yi podría haber vuelto a Pekín, retomando sus estudios y quizá haberse convertido en funcionario del partido. Todo el mundo se sorprendió cuando se casó con Su-chee, se quedó en Da Shui y se hizo campesino.
Su-chee interrumpió sus pensamientos.
– ¿Crees que habría dejado casarse a mi hija por algo que no fuera auténtico amor?
– No, tú no -respondió Hu-lan, aunque supiera que no era del todo cierto. El aforismo “decir sólo el treinta por ciento de la verdad” era válido incluso en el campo, incluso entre amigos-. ¿Hay algo más que deba saber sobre Miao-shan? -preguntó Hu-lan-. ¿Tenía papeles aquí? ¿Un diario o cartas?
Su-chee se puso de pie y fue hacia una de las camas. Sacó un sobre grande de papel marrón de debajo y lo puso sobre la mesa.
– Miao-shan tenía un escondite para guardar sus cosas personales -explicó-, pero yo soy una madre y ésta es una granja pequeña. Sabía que ocultaba sus tesoros en el cobertizo detrás del granero. Después de su muerte, fui allí a buscar objetos para poner en el altar. -Respiró hondo y continuó-: Sé leer y escribir un poco, aprendí en la Escuela de Mujeres Campesinas, pero no comprendo lo que dicen estos papeles. Y hay unos dibujos…