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Volvieron a la casa y Su-chee abrió un armario que contenía ropa de algodón cuidadosamente dispuesta en dos estantes.

– Ésta es la ropa de Miao-shan. Era delgada como tú.

Hu-lan había tenido que cambiar de personaje muchas veces en su vida. En algunas ocasiones debido a caprichos de la política, como cuando la habían sacado de su rutina de niña privilegiada para mandarla al campo. Otras veces como resultado de circunstancias geográficas -de chica campesina china a alumna de un internado en Connecticut-. Los trabajos y el dinero también habían afectado su atuendo: primero estudiante de derecho, después abogada en Phillips, MacKenzie amp; Stout. Últimamente, había tenido que cambiar de ropa para poder resolver determinado caso. Hu-lan no lo consideraba tanto un trabajo de agente secreto como confundirse con el paisaje para poder escuchar la auténtica voz de la gente.

Se quitó el vestido y se puso una sencilla blusa blanca de manga corta, muy suave por el uso y las lavadas, y unos pantalones que le cubrían por encima de los tobillos. Su-chee le tendió unos zapatos hechos en casa. Al ponérselos, Hu-lan pensó en la clase de vida que llevaba la gente de campo que los usaba. Sintió que abandonaba la actitud de seguridad y dominio de sí misma y se aposentaba en una mujer que había sobrevivido sólo por capricho de la naturaleza. Al cabo de unos minutos, con la ayuda de esas pocas prendas y de un cambio de comportamiento, Liu Hu-lan pasó de Princesa Roja a campesina.

– ¿Puedes indicarme el camino a la granja Bing?

– Ellos no saben nada -respondió Su-chee.

– Voy a ver a Tsai Bing -aclaró Hu-lan, y agregó-: Si quieres que me ocupe de esto, has de dejar que lo haga a mi manera. Por favor, confía en mí.

Tras una breve discusión, Su-chee accedió de mala gana.

– Una cosa más -dijo Hu-lan mientras salían de la casa para cruzar el campo-: no le digas a nadie quién soy.

– ¿Y si alguien se acuerda de ti?

Hu-lan meneó la cabeza.

– Ha pasado mucho tiempo. Tú eras una de las pocas del lugar que iban a la granja Tierra Roja a enseñarnos. Los que eran mayores probablemente estarán muertos. -Su-chee asintió-. Y la gente de nuestra edad, bueno, la mayoría volvió a la ciudad, ¿no? Además, veinticinco años es mucho tiempo. Muy pocos conservamos el mismo aspecto.

– Sí, pero puede haber gente que te recuerde por tu nombre: Liu Hu-lan, mártir de la Revolución.

– Quizá. En una época era un nombre popular, pero soy sólo una entre muchos de mi edad. Lo importante es que aunque la gente reconozca mi cara por alguna razón… -Pensó en las fotos del periódico, se enderezó y subrayó-: Nadie puede saber que trabajo para el ministerio. Nadie. ¿Comprendes?

Su-chee contempló a Hu-lan. ¿Se le habría ocurrido escribirle si no hubiera visto en el tablón de anuncios del pueblo esa foto de Hu-lan bailando con un vestido ceñido y tacones? En aquel momento, Su-chee no había oído ningún cotilleo y no mencionó que esa mujer decadente de la foto había vivido en la región. Como dijo Hu-lan, habían pasado muchos años y era una cara anónima de ciudad entre miles de caras anónimas de ciudad. Ahora, si la veían con ropa de Miao-shan nadie iba a pensar que era una pequinesa, y mucho menos una inspectora del Ministerio de Seguridad Pública. Era una campesina más. Su-chee asintió en silencio como respuesta a la pregunta de Hu-lan.

– ¿Y estás segura de que es esto lo que quieres? -preguntó poniéndole una mano en el brazo-. Porque si tienes dudas éste es el momento de desistir.

– Estoy segura.

– De acuerdo, pues. ¿Está muy lejos?

Su-chee señaló al otro lado del campo.

– Sigue otro li más y verás la casa.

Hu-lan avanzó unos pasos y se volvió.

– Quizá esté un tiempo fuera. Vuelve al trabajo y no te preocupes por mí. -Y echó a andar por el sendero.

Aún era temprano, alrededor de las ocho, pero el sol ya azotaba sin la tregua de una brisa. La tierra reverberaba por el calor y la humedad. Pronto empezaría a aclimatarse, pero de momento resistía lo mejor que podía. El sudor le corría por las piernas, pero no aflojó el paso. Ir más despacio sólo prolongaría la caminata bajo el sol; ir más deprisa sólo apresuraría la deshidratación.

Más adelante, las hileras de judías volvieron a convertirse en hileras de maíz. El aire era poco más fresco gracias a los altos maizales que crecían a ambos lados y daban un poco de sombra, pero en cierta forma prefería las judías a las molestas hojas del maíz que a veces sobresalían de los ordenados surcos. De pronto oyó voces. Se detuvo y se dio cuenta de que venían de delante. Ya era muy tarde para que los Tsai siguiesen trabajando en el campo. Pero esas voces no eran las del padre, la madre y el hijo que trabajaban hombro con hombro. Se trataba de murmullos interrumpidos por las risitas de una chica.

Como los pasos de Hu-lan, por los zapatos hechos a mano, prácticamente no hacían ruido, agitó las hojas del maíz con la mano para que el crujido anunciara su presencia a quienquiera que estuviese allí. De pronto, el sembrado se abrió y apareció un claro de unos dos metros por dos, en el que convergían otros cuatro senderos. En el centro de la encrucijada había una joven pareja sentada.

– Ni hao. -El saludo del joven pareció más bien una pregunta: “¿Quién eres y qué estás haciendo aquí?”

– Zan mey yang -respondió Hu-lan, “¿qué tal?” y continuó sin esperar respuesta-: Estoy buscando la granja de la familia Tsai. ¿Está acerca?

La chica rió.

– Yo soy Tsai Bing -respondió el joven-. Éstas son las tierras de mi familia. ¿Qué desea? ¿Busca a mis padres? Están en el campo al otro lado de la casa.

Hu-lan, en lugar de responder, preguntó:

– ¿Puedo sentarme?

Los dos chicos se miraron y miraron después a Hu-lan. Al final, el joven asintió.

– Soy Liu Hu-lan, una amiga de Ling Su-chee.

– Ella es Tang Siang -dijo el muchacho señalando a la chica-, la hija de nuestro vecino. Las tierras de los Tang están allí -levantó un dedo sucio para señalar hacia la izquierda-. Tienen tantos li, tantos, que Tang Dan y su hija pueden vivir en la aldea de Da Shui.

En otra cultura, Hu-lan habría tomado esa minuciosa presentación como un parloteo nervioso, pero en China no sólo era común sino también lo esperado que una presentación incluyera identificación de lugar, condición y, lo más importante, posición de la familia.

Hu-lan no correspondió con similar información sobre ella.

– He venido a visitar a Su-chee -dijo en cambio-. Está muy triste por la pérdida de su hija. -mientras hablaba, observó a Tsai Bing. La cara todavía no había llegado a su madurez y tenía unos rasgos abiertos, ojos brillantes y sonrisa amistosa. Tenía una delgadez de campo, lo que significaba que era sólo piel y huesos. Levaba unos pantalones cortos, demasiado holgados para él, con un cinturón muy ceñido. Tenía el cabello negro y largo, con mechones rebeldes y despeinados. Hu-lan no sabía si era por habérselo cortado en casa o por el encuentro a solas con aquella chica-. Debe de ser muy duro para ti también.

– Ah, sí -dijo. Parecía sincero, pero Hu-lan se percató de la rápida mirada que intercambió con Siang.

– Tú y Miao-shan erais amigas, ¿no? -preguntó a la chica-. En el campo todos se conocen.

– Nos conocíamos desde el colegio. -Su tono parecía amable, pero Siang no era lo bastante sutil para ocultar el desprecio de su voz, que prácticamente decía a gritos: “Era pobre. Mi padre es un hacendado. Vivía en estos campos. Yo vivo en el pueblo”.

– Estoy segura de que a la madre de Miao-shan le ayudará mucho enterarse de tu dolor y saber que has venido a consolar al prometido de su hija.

Las mejillas de Siang se ruborizaron, pero no dijo nada.

Hu-lan dejó que el silencio se prolongara. No tenía prisa, y cuanto más tiempo se mantuviera callada, tanto más rápidamente tratarían los dos chicos de llenar el vacío. Siang dibujaba una línea en la tierra con la punta de la zapatilla, mientras Tsai Bing miraba nervioso alrededor.

– Últimamente no veía mucho a Miao-shan -dijo al fin-. Ella siempre estaba en el trabajo o en los dormitorios, y yo siempre aquí, en el campo. Vidas diferentes, gustos diferentes.

– Pero pronto iba a ser la misma vida, los mismos gustos, ¿no? -comentó Hu-lan-. El matrimonio une a la gente. La última noche debiste de haber hablado con ella de eso, de los planes de boda…

– No veía mucho a Miao-shan -la interrumpió-. Antes del suicidio, hacía semanas que no la veía.

– ¿Pero el bebé y la boda?

Ahora le tocó el turno a Tsai Bing de ponerse rojo. Echó otra vez una mirada a Siang. Al principio pareció turbado, pero luego desafiante. Se volvió de nuevo hacia Hu-lan y proyectó la barbilla hacia delante en un gesto de indiferencia.