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– ¿Y quién dice que Tsai Bing fuera el padre? -intervino Siang-. Miao-shan no vivía en casa. ¿Quién sabe lo que hacía o dónde lo hacía?

– Eso es verdad -coincidió Tsai Bing.

Tsai Bing y Siang debían de ser amantes. ¿Qué otra cosa explicaba sino la extraña indiferencia de Tsai Bing hacia la pérdida de su prometida y los crueles comentarios de Siang? Pero la guapa de cara aún no había terminado.

– Miao-shan siempre estaba presumiendo. Con su ropa nueva y cara pintarrajeada pensaba que demostraba a todo el pueblo que era la mejor. Pero todo el mundo la miraba y pensaba que se comportaba como una prostituta.

– Comprendo -dijo Hu-lan, y en efecto comprendía perfectamente los celos de Siang.

– Todo el mundo sentía lástima de Tsai Bing -continuó Siang-. Es un buen hombre y un buen campesino. Obedece a su familia y respeta las reglas públicas. La ley dice que es demasiado pronto para que se case sin el permiso paterno y un permiso especial de excepción. Quizá algún día se case. Y cuando lo haga lo hará en toda regla y no por la puerta trasera.

Hu-lan había oído suficiente. Se levantó despacio y preguntó:

– Tsai Bing, ¿estás seguro de que no viste a Miao-shan esa última noche o por la mañana? Su madre pensaba que estaba contigo.

El chico, en lugar de responder, alargó la mano y cogió la de Siang.

Hu-lan se despidió mencionando que esperaba que se volvieran a ver, pero lo que pensaba era que Tsai Bing, un chico bastante agradable, estaba enamorado de Siang. Y si esa obstinada chica se salía con la suya, no le quedaba mucho tiempo para convertirse en su marido. Y cuando eso sucediera, caería rápidamente aquejado de Qi Guan Yan (férreo control de la mujer), o sea, vulgarmente el típico calzonazos. Pero la mente de Hu-lan fue más allá de esa valoración superficial. Si les creía y habían pasado juntos la última noche, ¿dónde estaba entonces Miao-shan? Quizá le había pasado lo mismo que a Hu-lan: al ir a buscar a su prometido, lo escuchó hablar con Siang en el maizal. Había muchas mujeres -y hombres-que se mataban por desengaños amorosos.

Hu-lan no paraba de pensar en Tang Siang. Era evidente que estaba celosa de Miao-shan. Más aún, sus comentarios habían sido innecesariamente crueles. Más que los comentarios de una persona que estuviera segura de su relación con Tsai Bing, parecían los de alguien que aún intentaba afianzar su posición o -si era tan lista como pensaba- que trataba de distraer a Hu-lan de la verdad, fuera la que fuese. Todo esto, junto con la descarada intimidad de Tsai Bing y Siang, hizo que Hu-lan se preguntase si era posible que el uno o la otra hubieran asesinado a Miao-shan. Los crímenes pasionales eran tan antiguos como el corazón humano.

Cuando Hu-lan salió de los campos y se dirigió a la carretera que llevaba a Da Shui aún era temprano, pero, para las costumbres rurales, ya era tarde.

Los campesinos que habían ido al pueblo a vender sus productos o a hacer negocios regresaban, por lo que Hu-lan tuvo que abrirse paso entre un tráfico en sentido contrario de gente, carretillas, carros y bicicletas. Al principio se mantenía a un lado de la carretera,, nerviosa por los carros, los camiones y los autobuses, pero al poco rato cogió el ritmo: los pasos parejos, un saludo ocasional, la bocina de los vehículos, el olor a tubos de escape, sudor y tierra.

Una hora más tarde, con el sol directamente sobre la cabeza, Hu-lan entró en Da Shui. En muchos aspectos seguía igual. Las calles eran demasiado estrechas para los coches. (Había visto tres coches aparcados en un terreno en las afueras del pueblo). Las casas sin pintar de bloques grises eran pequeñas, mayormente de una o dos habitaciones, con un patio diminuto que albergaba cerdos. Los techos de teja tenían una marcada inclinación. Unos pocos acababan en aleros invertidos que indicaban lo antiguos que eran. En el centro del pueblo había una especie de plaza, un terreno amplio y yermo donde picoteaban unos pollos. Como casi en toda china, había basura de todo tipo por todas partes: trozos de hierro retorcidos, canastos rotos, barriles viejos.

Pero para Hu-lan, Da Shui había cambiado completamente. Una estrecha acera de cemento bordeaba el lado norte de la plaza. Donde en una época había una o dos pequeñas tiendas de precios controlados por el gobierno, ahora se veía una hilera de pequeños comercios que competían entre sí en al venta de artículos de tocador, arroz, conservas, galletas y otros alimentos no perecederos. En las paredes vacías había publicidad pintada de chicles, electrodomésticos y cremas de belleza. Hasta se veía un par de tableros de anuncios.

Hacía veinticinco años, la única decoración del pueblo consistía en unos grandes carteles con el retrato del gran Timonel. Por supuesto que también se engalanaba con lemas revolucionarios que promovían la Revolución Cultural de Mao (“Todos rojos, sin excepciones” o “Combatid con palabras, no con armas”) y con da zi bao, unos carteles de ideogramas que proclamaban los delitos reales o imaginarios de tal o cual aldeano. En aquellos tiempos, los altavoces que atronaban citas del presidente Mao no paraban hasta bien entrada la noche.

Pero aquel día, también había altavoces cónicos en los aleros de las casas que transmitían programas cotidianos que empezaban a las seis de la mañana con noticias y comentarios.

Al mediodía, los que tenían la suerte de que sus campos estuvieran cerca del pueblo, comían en compañía de las noticias y, quizá, de un poco de música. Al atardecer, cuando los campesinos de los alrededores convergían en el pueblo para tomar una taza de té, charlar un poco y jugar a las cartas, la programación empezaba otra vez con el tradicional adoctrinamiento político. En aquel momento, una vieja marcha militar acompañaba a Hu-lan por la calle polvorienta.

Se encaminó al Departamento de Seguridad Pública local. El suelo de linóleo estaba sucio y gastado. Había un ventilador de techo flanqueado por dos hileras de tubos fluorescentes apagados. Hu-lan se acercó al mostrador. Al otro lado había dos escritorios contra la pared y mujeres sentadas a cada uno de ellos. Una comía de un bol que había traído de casa; la otra, por lo que Hu-lan veía, no hacía nada. Ninguna levantó la vista. El departamento de policía no era parte de lo que se consideraba el sector servicios. Los modales aún no habían llegado allí. No había frases prohibidas ni actitudes proscritas. Al contrario, a quienes trabajaban en la policía – hasta el sencillo personal de oficina- se les permitía ser maleducados. Hu-lan conocía la rutina, pero no por eso le gustaba.

Al final se aclaró la garganta.

– ¿Qué quiere? -preguntó la mujer que comía fideos.

– Me gustaría ver al responsable.

– El capitán Woo está ocupado. Ahora no puede recibirla.

– Esperaré.

Las dos mujeres se miraron y la que comía sonrió con suficiencia.

– Por nosotras puede quedarse o largarse. Nos da igual.

Mientras Hu-lan esperaba en esa sala calurosa, recordó un antiguo dicho: “Ser funcionario para toda la vida significa reencarnarse siete veces como mendigo”. Tuvo la sensatez de no decirlo y se sentó. Cogió un periódico, pero esa semana había pocas noticias. Al cabo de un rato, se levantó y se acercó al tablero de anuncios. Se veía la publicidad habitual que promovía la política de un solo hijo, un anuncio de empleo de la fábrica Knight, un diagrama con las cuotas de productividad agraria y una lista de lemas del gobierno a favor de mejores, hábitos de trabajo, higiene personal y buenas actitudes, como “Tiempo es dinero, eficiencia es vida” y “Profundiza en la reforma y la política abierta”.

Al final se abrió una puerta detrás del mostrador y salió un hombre. Al ver a Hu-lan, se agachó y habló en voz baja con una de las secretarias. Se enderezó y se dirigió a Hu-lan:

– Entre, pero sólo cinco minutos.

La placa de la puerta rezaba “capitán Woo”. Le indicó a Hu-lan que se sentara y le preguntó.

– ¿Cómo se llama?

– Liu Hu-lan.

– Un nombre pasado de moda. La gente ya no lo usa tanto.

– Así es.

El capitán Woo se sirvió una taza de té de un termo, pero no le ofreció a ella.

– Usted no es de Da Shui.

– He venido a visitar a una amiga.

– ¿Y resulta que se han peleado, que las cosas ya no son como eran? A veces pasa. Las amistades con el tiempo se separan.

– No, no es eso…

pero el capitán no escuchaba.

– El departamento no se ocupa de disputas domésticas. Para eso está el Comité de Vecinos o el jefe de la unidad de trabajo. Pero -suspiró-, cada vez hay más gente como usted que viene a verme. Creo que muy pronto el gobierno tendrá que darnos directivas sobre cómo manejar estos problemas, porque ni yo ni mis colegas estamos preparados para tratar con peleas insignificantes habiendo tanto trabajo importante.