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– Disculpe, capitán, pero no estoy aquí por ninguna disputa.

– Si tiene algún problema porque su marido se escapó a este pueblo, entonces debe acudir al jefe de la aldea y hacerle una petición. Él la escuchará.

Hu-lan empezaba a perder la paciencia, pero no podía interrumpirlo con su actitud habitual sin quedar en evidencia como mujer culta, pequinesa, como Princesa Roja o inspectora del Ministerio de Seguridad Pública. Los Departamentos de Seguridad Pública locales no respetaban mucho al ministerio de Pekín. Esta actitud no era única en China. En todos los países había polémicas jurisdiccionales entre la policía local y las fuerzas nacionales, ya fuera el FBI, el KGB o Scotland Yard. Por lo tanto, en lugar de poner a Woo en su sitio, Hu-lan se comportó como una campesina bastante asustada del poder del capitán.

– Por favor, capitán -dijo lo más dócilmente que pudo-. El policía frunció el ceño por su impertinencia y el hizo señas de que hablara-. Estoy aquí porque la hija de una amiga ha muerto. La madre está muy triste. Espero que usted me diga lo que pasó, así puedo ayudar a la madre en su dolor.

Woo entrecerró los ojos.

– Debe de estar hablando de Ling Miao-shan. Se suicidó.

– ¿Pero cómo es posible? Era joven, bonita y se iba a casar. El suicidio no es cosa de una novia.

Hu-lan esperaba que el capitán reconociera lo incoherente de la explicación, como ella, pero en cambio abandonó esa actitud seudoamable y le habló en un tono que dejaba claro que no quería más preguntas de una mujer ignorante.

– Ling Miao-shan tenía mala reputación. Todo el mundo sabía que era una perdida que se abría de piernas a cualquier hombre que se le cruzara. ¿En cuanto a la boda? Bueno, aquí nadie ha visto ninguna invitación al banquete.

– ¿Me está diciendo que Tsai Bing nunca tuvo intenciones de casarse con ella?

– No; estoy diciendo que esta entrevista ha terminado. Y lárguese de aquí antes de meterse en problemas.

Esta vez no ocultó la amenaza. Hu-lan se puso de pie, inclinó la cabeza en fingida señal de gratitud y salió de la oficina.

Más tarde, mientras se alejaba del pueblo, volvió a pensar en las palabras del capitán Woo. ¿Cómo era posible que Miao-shan tuviera tan mala reputación? La respuesta era tan vieja como la condición de mujer: seguramente se la merecía. Pero no coincidía con la descripción que había hecho Su-chee de su hija. ¿Era sólo la ceguera de una madre ante la flaqueza de una hija? ¿O había algo en Miao-shan que intimidaba al os aldeanos como para crear un retrato que explicara una disparidad que no lograban entender? Hu-lan sabía cómo funcionaban esas cosas. A ella le había pasado toda su vida. Incluso en el trabajo, sus colegas veían que era diferente e interpretaban esas diferencias diciendo que se consideraba mejor que los demás, o que se vestía de una forma rara, o incluso que era una perdida porque había tenido relaciones sexuales sin estar casada… ¡nada menos que con un extranjero!

5

El domingo amaneció húmedo y con niebla. David, en calzoncillos y con una camiseta vieja, fue a la cocina y preparó una cafetera para él y los agentes George Baldwin y Eddie Wiley, que habían vuelto a la casa pocas horas después de la muerte de Keith, George y Hedí eran buenos tipos, y durante los meses que habían pasado juntos en el caso del Ave Fénix habían aprendido a adaptarse los unos a los otros. Eddie, que había pasado años haciendo trabajos secretos, era bastante atlético y acompañaba a David en sus carreras matutinas alrededor del lago Hollywood. George, por el contrario, salía de la brigada de robos de banco y estaba acostumbrado a pasarse el día sentado en juzgados y salas de espera, por lo que tenía una enorme paciencia con el trabajo habitual de David. Durante los últimos meses había surgido en la casa una especie de camaradería. Pero las circunstancias habían cambiado.

La vez anterior, a David le parecía que su vida era de lo más limitada, pero esta vez, tras dos días con George y Eddie, se sentía como si estuviera en la cárcel. Después del tiroteo en la puerta del Walter Grill, los agentes se tomaban todo mucho más en serio. David nunca estaba solo en casa. Nunca comía solo. Nunca salía solo a buscar el periódico. Nunca iba solo a caminar, correo trabajar. Y ahora escuchaba a George organizar los cambios de guardia por teléfono, lo que significaba nuevos agentes por conocer, más movimiento en la periferia de su vida, e incluso menos libertad.

Eddie entró en la habitación, acercó la mano a la sobaquera donde tenía el arma, abrió la puerta, miró alrededor, recogió el periódico y lo dejó sobre la mesa de la cocina.

A continuación, sin decir palabra, abrió el armario y se sirvió un bol de Cheettos. Ya se había duchado, afeitado y vestido para el funeral con un traje no muy diferente del que usaba día sí, día no: pantalones grises perfectamente planchados, camisa azul celeste almidonada, chaqueta y corbata con un dibujo azul y rojo. Tenía treinta y tantos y, debido a su trabajo secreto, llevaba el pelo un poco más largo que la mayoría de los agentes. Tenía una novia con la que hablaba todas las noches por su teléfono móvil. David había oído sin querer más de una conversación entre los dos agentes sobre cómo y cuándo Eddie le propondría matrimonio.

David esperó que el café estuviera listo, se sirvió una taza, cogió el periódico y volvió a su habitación. Se quedó un instante contemplando la vista. Por lo general le producía una sensación de amplitud, pero ese día sólo sentía la opresión de las cuatro paredes. Poder hablar con Hu-lan le habría levantado el ánimo, pero no había vuelto a llamarlo desde el día del tren y él no podía hacerlo -no porque estuviera fuera de cobertura, sino porque no había encendido el teléfono-. Hu-lan tenía un teléfono celular que le permitía llamar y recibir llamadas de todo el mundo. Como los teléfonos eran tan poco comunes, tanto en el campo como en las grandes ciudades como Pekín y Shanghai, la mayoría de las personas que podía permitirse un teléfono móvil se lo compraba, aunque el precio de éstos y sus tarifas eran escandalosamente altos en China, pero minúsculos en comparación con los de Estados Unidos. El gobierno lo había facilitado garantizando que los satélites cubrieran hasta las zonas más remotas o inaccesibles, como las Tres Gargantas. Con Hu-lan separa de él por… ¿elección? La idea lo deprimió aún más. Ella ni siquiera sabía que Keith había muerto, ni que David era el responsable.

Todavía faltaban dos horas para el funeral, así que se incorporó en la cama y abrió el periódico, donde encontró los artículos de siempre: problemas en Oriente Medio en la primera sección, el perfil de uno de los Dodger en deportes, la segunda y última parte de un reportaje sobre infidelidad en sociedad, y, como era la ciudad de la industria del cien, un artículo sobre una película que se había pasado de presupuesto. Estaba en medio de la sección economía y negocios, cuando vio Knight International en negrita.

A pesar de los problemas de los mercados asiáticos, leyó, las acciones de Knight habían subido otros diecisiete puntos la semana anterior.

La periodista, una tal Pearl Jenner, había entrevistado a un par de agentes de bolsa que afirmaban que la reciente subida se debía a que el consejo de administración de Knight y los accionistas minoritarios habían aceptado la oferta de compra del gigante de medios de comunicación e industria Tartan Incorporated. También entrevistaba a Henry Knight, el pintoresco presidente de la compañía que decía: “He dedicado mi vida a construir esta empresa. Siempre nos ha ido muy bien, pero en este último año nuestras ventas se han disparado gracias a Sam y sus amigos. Éste es el mejor momento para vender”.

La reportera no lo veía así. ¿Por qué vender una compañía con un pronóstico económico tan halagüeño y cuando las nuevas tecnologías Knight garantizaban que los beneficios aumentarían geométricamente durante el próximo siglo? Ella misma respondía la pregunta. Henry Knight ya no era tan joven. Durante los últimos dos años lo habían internado varias veces en el hospital por problemas cardíacos. Y, lo más importante, varias fuentes que preferían permanecer en el anonimato, indicaban que Henry no quería dejarle la empresa a su hijo Douglas Knight. “El padre es un visionario, pero también un hombre duro -manifestaba un observador-. Henry es el tipo de hombre que salió adelante sin ayuda de nadie. Si eso fue bueno para él, también tiene que ser bueno para su hijo”. Pearl Jenner señalaba varios ejemplos de otras empresas familiares cuyos fundadores preferían vender o pasar la gestión a personas ajenas a la familia, en lugar de dársela a unos vástagos menos talentosos. Sin embargo, en este caso la ironía era que Henry no había fundado Knight, sino su padre. Quizá la explicación más lógica fuera que en aquel momento -cuando los beneficios eran los mayores de todos los tiempos- el precio de la empresa era el mejor, lo que tenía el valor añadido de permitir a Henry la posibilidad de ayudar a su hijo con los impuestos mientras aún estaba vivo.