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En el último párrafo, David vio algo que lo obligó a incorporarse de golpe. “Dejando a un lado las consideraciones de la familia, es posible que últimamente hayan disminuido las preocupaciones del señor Knight -escribía Pearl Jenner-. Hace apenas dos días, Keith Baxter, un abogado de Phillips, MacKenzie amp; Stout, el bufete que representa a Tartan Incorporated, murió en un accidente de tráfico. Baxter había sido objeto recientemente de una investigación por presuntas violaciones del Acta de Prácticas Corruptas en el Extranjero, que tuvieron lugar durante las negociaciones de venta de Knight.

Hasta ahora, Henry Knight se ha negado a hacer comentarios sobre la investigación, pero ayer, por teléfono, manifestó: “Siempre he creído que las acusaciones eran infundadas. Ahora el gobierno no tendrá más alternativa que retirar los cargos. Quiero añadir de Keith Baxter era un hombre excelente y que su muerte nos ha impresionado mucho a mí y a mi hijo. Acompañamos a la familia Baxter en el sentimiento. Para honrar su memoria, vamos a seguir adelante con la venta; sé que es lo que le hubiera gustado a Keith”. El artículo concluía con un resumen de las ventas brutas anuales y los beneficios netos de Knight International.

David dejó el periódico y cerró los ojos. En China, el soborno era prácticamente una forma de vida que se remontaba a miles de años atrás. Keith debió de haber soltado un par de sobornos a algunos funcionarios con la esperanza de resolver algún problema o hacer la vista gorda a algún error burocrático. La práctica podía ser habitual en China, pero aquí era una cosa más que estúpida. No era de extrañar que Keith reaccionara de una manera tan rara a las preguntas de David sobre lo que hacía en el bufete y sugiriera que formara parte de la investigación federal. Si hubiera confiado en él, David le habría aconsejado que acudiera directamente a la oficina del fiscal general. Teniendo en cuenta el historial de Keith -un abogado sin antecedentes- se habría librado con una libertad vigilada y una fianza.

El servicio religioso se celebraba en el cementerio de Westwood. David firmó en el libro y buscó un asiento. Con la esperanza de llamar lo menos posible la atención, se sentó junto con los dos agentes del FBI que lo acompañaban en un banco al fondo de la capilla. Pero ¿hasta qué punto pasaban desapercibidos? Aunque el tiroteo no hubiese salido en las noticias, aunque David no hubiera sido el blanco del asesinato que había provocado la muerte de Keith, los compañeros de David le habrían echado al menos un par de miradas. ¿Qué culpa tenían los agentes del FBI de parecer agentes del FBI?

El ataúd descansaba sobre una plataforma elevada junto al altar de la capilla, rodeado de algunos ramos de flores -margaritas, rosas y hasta una de esas coronas de claveles en un caballete-. Un hombre se dirigió al podio y se presentó como el reverendo Roland Graft de la Iglesia presbiteriana de Westwood.

Empezó con unos comentarios superficiales sobre la naturaleza de la muerte y la tragedia de una vida cercenada tan joven y con tanta violencia. Sin embargo, era evidente que el reverendo jamás había visto a Keith y enseguida le pasó el micrófono a Miles Stout.

David había visto a Miles por última vez en al cena anual de ayudantes y ex ayudantes de la fiscalía. No había cambiado; nunca cambiaba. Su origen escandinavo se notaba claramente en los rasgos: alto, rubio, de ojos azules, bronceado, de aspecto atlético a pesar de sus casi sesenta años. Decían que aún jugaba a tenis todos los días antes de ir a la oficina. Pasaba las vacaciones esquiando en Vail, o haciendo rafting en un río remoto.

Miles, en el podio, se tomó un momento para ordenar las ideas. Probablemente la mitad de la gente de la capilla sabía que era puro teatro. Miles era un orador brillante, ya fuera en un juzgado o en una sobremesa.

– ¿Qué puedo decir de Keith? -se preguntó con ese tono meloso que tanto cautivaba a los jurados-. ¿Cómo se puede resumir una vida? -dejó la pregunta en el aire y bajó la voz-. Keith llegó al bufete sin ninguna experiencia, pero era un alumno rápido. Yo aprendí a confiar en su criterio y a admirar su perspicacia.

Era el clásico Miles Stout: sinceridad combinada con imágenes manidas, falsos lamentos y una ligera manipulación de los hechos. Miles, como conocía a su audiencia y reconocía que nadie se lo creía, continuó.

– Pero ¿cómo recordamos a un hombre? ¿Con lugares comunes? No. ¿Con sentimientos vacíos? De ninguna manera. Hoy quiero recordar los buenos momentos. Sin duda todos ellos tienen que ver con el bufete, pero así era Keith. Quizá, a través de mis historias, recuerden también algunas de las suyas. -Se calló y esbozó una leve sonrisa-. La semana pasada, Keith y yo trabajábamos en la compra de Knight International por parte de Tartan Incorporated. Nuestro equipo había pasado dos noches seguidas sin dormir. Comimos pizzas y comida china hasta que todos empezamos a desear una buena comida casera. Llamé a la oficina…

David dejó que su mente vagara. No estaba en el bufete para las negociaciones Tartan-Knight pero tampoco le hacía falta estar para saber que Miles no había trabajado veinticuatro horas por día ni pedido comida preparada del fast-food más cercano. Él mismo había dicho: “Llamé a la oficina”. Era el socio que facturaba. Les daba igual que saliera con Mary Elisabeth, su novia de la escuela y esposa durante treinta y cinco años, a cenar pasta con trufas, siempre y cuando llevara clientes. Y los conseguía, a gran nivel.

Miles era una especie de leyenda en los círculos jurídicos de Los Ángeles. Igual que Keith, se había criado en una granja de alguna parte del Medio Oeste. Había conseguido una beca para ir a Michigan y después había conseguido ingresar en la Facultad de Derecho de Harvard. Al acabar la carrera, trabajó de ayudante de un juez y luego pasó directamente a la fiscalía. Una vez preparado para pasar al sector privado, Phillips y MacKenzie le ofrecieron un puesto de socio. Diez años después, bajo amenazas de largarse y llevarse consigo la abultada cartera de clientes, los otros socios decidieron añadir su nombre al bufete, que se convirtió en Phillips, MacKenzie amp; Stout. A pesar de su buena suerte, Miles nunca había olvidado sus orígenes, razón por la cual se tomaba libre los días en que jugaban los Wolverines y probablemente había apadrinado a Keith, que procedía de un medio similar.

David volvió al panegírico mientras la voz de Miles se hacía repentinamente doliente.

– Me gustaría acabar contando cómo vi a Keith ese último día. Fue en la sala de conferencias, en medio de bocadillos a medio comer, coca-colas, tazas de café frío, mientras Keith me enseñaba el contrato punto por punto. No tropezaba con un número ni una cláusula. En cierto momento sacó unos papeles de un archivador. Veía los errores. Detectaba los problemas. No se le escapaba nada, era ese tipo de abogado… Mejor dicho, ¡era ese tipo de hombre! -miró al ataúd y concluyó-: Keith, amigo, te vamos a echar de menos.

Se volvió hacia la audiencia, murmuró un “gracias” apenas audible y al bajar del podio se cruzó con Anne Baxter Hooper, la hermana de Keith, que le dijo unas palabras. El reverendo Graft agradeció la presencia de todo el mundo e invitó a los asistentes a pasar por la casa de los Stout.

Veinte minutos más tarde, David y los dos agentes salían de Sunset y giraban al norte para internarse en las colinas de Brentwood, donde se ocultaban grandes mansiones detrás de muros de piedra, verjas de hierro forjado o setos cuidadosamente recortados. En la entrada había un empleado de la casa de los Stout que en cuanto George le mostró la credencial franqueó el paso del coche.

Era una mansión construida a principios de siglo por un empresario inescrupuloso de la costa Este llegado a California para pasar el invierno pero que decidió quedarse.

Traía consigo una forma de vida tradicional, pero para ese nuevo hogar, le pidió al arquitecto que incorporara los mejores ideales de la forma de vida de California del Sur. La casa, de estilo colonial con paredes pintadas de color crudo, amplias terrazas y techos de teja, era elegante, grande y perfecta para recibir. Había pasado por muchas manos a lo largo de los años. En 1980, cuando la compraron los Stout, decidieron devolverle su pasado esplendor; primero la restauraron y después embellecieron su elegante estructura. Y donde más se notaba era en los jardines.