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– Las chicas pueden llegar a ser muy temperamentales -dijo el capitán Woo-. Son muy impulsivas. Y Miao-shan… yo la conocía desde pequeña. Lo siento, pero era muy rebelde. Usted nunca pudo controlarla.

Los policías cerraron sus blocs y subieron al coche. Antes de emprender el regreso por el camino de tierra, el capitán Woo cerró la ventanilla. Era un hombre sin compasión y añadió educadamente:

– Ling Tai-tai, no hace falta que le diga que hay un calor espantoso. No hay tiempo que perder. Tiene que ocuparse de Miao-shan y rápido. ¿Quiere venir con nosotros al pueblo?

Pero Su-chee sacudió la cabeza, volvió a entrar en el cobertizo, se sentó otra vez junto a su hija, levantó con suavidad el cuerpo y lo abrazó. Miró el rostro inerte de Miao-shan y recordó lo terca que era. Su-chee, como buena madre, habría hecho casar a su hija con Tsai Bing mucho antes, pero Miao-shan se resistía. “Un matrimonio arreglado es algo muy antiguo. No estoy enamorada de Tsai Bing, para mí es como un hermano”, decía. Sin embargo, su madre insistió, y hacía dos años que ambas familias habían establecido el precio de la dote aunque los dos chicos aún no tenían edad legal para casarse.

A pesar del compromiso, Miao-shan le había rogado una y otra vez a su madre que la dejara trabajar en la nueva fábrica de juguetes americana que habían abierto en la zona. “Puedo trabajar de obrera y ganar dinero. Así no seré una carga para ti”. Pero había sido cierto sólo en parte. Era verdad que ganaba dinero, pero Su-chee necesitaba su ayuda para regar y trabajar la tierra. No obstante, Miao-shan se había empeñado con la misma tozudez que demostraba desde los tres años, edad en que todos los niños chinos empiezan a exhibir su auténtica personalidad. “El jengibre del pueblo no es bastante sabroso para Miao-shan”, solían decir los vecinos refiriéndose a que la chica siempre tenía la mirada puesta en el horizonte, pensando que al otro lado de ese límite invisible las cosas eran mejores. Así que cuando Miao-shan volvió a pedirle que la dejara ir a la fábrica, hacía seis meses, en lo más profundo del invierno, Su-chee, a pesar de que lamentaba perderla como hija, ayudante y compañera, le dio permiso para marcharse. ¡Nunca debió dejar que eso sucediera! ¡Jamás!

Cuando Miao-shan volvió a casa, en la primera visita, había cambiado. Debajo de la misma chaqueta vieja, llevaba un jersey comprado en una tienda y una zai ku americano, lo que llaman “pantalón vaquero”. Pero lo que realmente impresionó a Su-chee fue la cara de su hija. Siempre se había considerado a Miao-shan una chica poco agraciada. De bebé, cuando las otras madres la miraban, meneaban la cabeza compasivamente. Ésa fue una de las razones por la cual Su-chee se sintió tan aliviada cuando la madre de Tsai Bing le mandó el casamentero. Pero cuando Miao-shan volvió de la fábrica, los pómulos, que siempre habían sido huesudos y pálidos en comparación con las caras perfectamente redondas de las niñas vecinas, estaban pintados de rosa.

Los labios tenían un color rojo rubí. El contorno de los ojos estaba resaltado en negro y una sombra gris cubría los párpados. Parecía la famosa actriz de cine Gong Li. No, más bien parecía una estrella americana. Su-chee vio que incluso muerta, su hija era guapa, con una apariencia occidental, completamente extranjera.

Cada vez que Miao-shan volvía a casa, Su-chee se sentía más alterada por los cambios de su hija. Pero durante la última visita le dijo algo que le dio escalofríos. Le habló de una reunión que había tenido en la fábrica con otras chicas. “La información es mejor que una bala. Con ella es imposible perder. Sin ella no se puede sobrevivir”. Después sonrió y cambió de tema, pero esas palabras permanecieron en el recuerdo de la madre, porque muchos años atrás se castigaba a la gente que decía esa clase de cosas. Y ahora… habían destruido a Miao-shan.

Apartó el pelo del rostro de su hija y sintió que el calor del día empezaba a filtrarse en su piel. El capital Woo tenía razón. No podía dejar que el cuerpo se descompusiera con el calor del verano. Dejó a un lado su dolor y reprimió temporalmente un propósito secreto que comenzaba a germinar en ella como una semilla tras una lluvia primaveral, y empezó a planear el funeral de su hija. Sí, era una mujer pobre. Pero también era viuda, y durante los diez años pasados desde la desaparición de su marido había guardado un poquito por aquí, otro por allá, siempre pensando en la inseguridad del futuro. Nunca se sabía cuándo podía haber una sequía, una enfermedad, problemas políticos o un funeral.

Volvió a dejar con cuidado el cuerpo de Miao-shan en el suelo, se levantó y contempló la silueta inmóvil. Salió a buscar una pala y anduvo por el camino que había memorizado. Encontró el sitio y cavó hasta que la pala chocó con el cofre de metal en el que guardaba los ahorros y los papeles importantes. Después de sacar el dinero, volvió a enterrar el cofre. Estaba sudorosa y sucia, pero no se detuvo a echarse agua en la cara ni a lavarse los brazos y las piernas, sino que dejó la pala en su lugar y echó a andar por el camino de tierra.

La primera parada en el pueblo fue en casa del hombre del feng shui. El adivino le prometió que se ocuparía, como dictaba la costumbre milenaria, de los atributos del feng shui -viento y agua- para encontrar el lugar de sepultura más propicio para el nuevo espíritu. Con ese objeto examinaría también el horóscopo de Miao-shan y consideraría los antecedentes políticos de sus padres.

Después iría al cementerio y lo consultaría con los espíritus que residían allí. Le explicó todo esto a Su-chee, pero cuando la mujer le puso un puñado de billetes en la mano, como era habitual, acabó de decidirse. Miao-shan sería enterrada en una pequeña loma del cementerio, de cara a la tibieza del sur para toda la eternidad.

Tras despedirse del hombre del feng shui, Su-chee se dio prisa para hacer recados. Pero… ¡Cómo le costaba caminar por la calle principal de ese pueblo! Vio caras conocidas -le mujer que vendía platos esmaltados con alegres flores, el hombre que llenaba las latas de queroseno para las lámparas, el viejo que reparaba bicicletas rotas-. En la aldea Da Shui las noticias corrían rápido. Mientras pasaba junto a esta gente, sus rostros se ensombrecían de pena e inclinaban la cabeza en señal de condolencia, pero Su-chee no los veía.

Su mente, en cambio, estaba llena de imágenes de Miao-shan viva: de chiquilla, con los pantalones descosidos; de niña, con la chaqueta azul clara enguatada practicando con empeño los ideogramas chinos y recitando las lecciones de inglés; de la joven muchacha en la que se había convertido últimamente, que a veces parecía una desconocida. “Algún día ganaré mucho dinero y nos iremos de aquí”, solía decir con tanta convicción que Su-chee se lo creía. “Nos iremos a Shenzhen, y quizá a América…” se tiró del pelo en silencio para ahuyentar al sueño-fantasma de su hija, y gritó en silencio: “¿Cómo ha podido suceder?”

En la tienda de confección compró papeles de varios colores. Esa noche podía cortarlos y preparar las ofrendas que se quemarían en la sepultura. De esa forma, Miao-shan, tan pobre en vida, iría al más allá acompañada de ropa, un coche, una casa, amigos. Su-chee, para distraer a los Fantasmas Hambrientos de los objetos del funeral de Miao-shan, prepararía una olla de arroz para echar sobre la fogata. Cuando se apagaran las llamas, su hija ya se habría ido para siempre.

Tenía una cosa más que comprar: el ataúd. Wang, el de la funeraria, sabía que Su-chee era casi tan pobre como él, así que le propuso incinerar a la chica, pero Su-chee meneó la cabeza.

– Quiero un ataúd, y bueno -insistió.

– Puedo hacerle uno bonito -dijo Wang-. ¿Ve esta madera de aquí? Será perfecto para usted.

Pero cuando Su-chee pasó la mano por la superficie áspera, volvió a menear la cabeza. Miró en derredor hasta que sus ojos se posaron en un ataúd laqueado carmesí, labrado a mano.

– Ése de allí -dijo señalándolo- será para Miao-shan.

– Ah, es demasiado caro. Mi sobrino lo compró en Pekín y me lo ha mandado. Al principio pensé que mi sobrino quería arruinarme. Es para un Príncipe Rojo, no para alguien de una aldea tan pobre. Aunque últimamente… -se frotó la barbilla-. Ahora hay un poco de prosperidad. Lo guardo para uno de los ancianos del pueblo. Son todos muy mayores y no pueden vivir eternamente.

Pero Su-chee no parecía prestar atención. Cruzó la pequeña y calurosa habitación y apoyó las manos en la superficie carmesí del ataúd. Al cabo de un momento se volvió y dijo:

– Me lo llevo.

Antes de que Wang empezara con objeciones, Su-chee sacó un fajo de billetes viejos y empezó a contarlos. No estaba preparada para regatear con él, como había hecho en otras circunstancias, y él, por una cuestión de honor, no la engañó. Se limitó a aceptar un precio justo con una buena ganancia incluida. Wang pensó que si una campesina como Ling Su-chee estaba dispuesta a comprar un ataúd así para una hija que no valía nada, tal vez su sobrino tendría que mandar al pueblo unos cuantos ataúdes laqueados.