– Pero…
– Deja que te lo diga de otra forma -interrumpió Miles-. En China se puede ganar mucho dinero y los abogados de Phillips, MacKenzie amp; Stout quieren ser quienes lo ganen. -Al ver la expresión de asombro de David, Miles puso las palmas hacia arriba-. Por una vez en la vida trata de divorciarte de las llamadas buenas intenciones. Ya has cumplido con la sociedad y todo eso. Ahora deberías pensar en lo mejor para ti… y para Hu-lan.
Una hora más tarde, los agentes se llevaron a David de la reunión. Al llegar a casa, abrió una cerveza y se sentó aparentemente a mirar las noticias. Sin embargo, su mente estaba en la conversación con Miles y Phil. ¿Podría volver a trabajar con Miles? Nunca se habían llevado del todo bien. David había nacido con todo lo que Miles había tenido que conseguir a pulso. Había nacido en la ciudad, rodeado de cultura, asistido a los mejores centros de enseñanza y logrado rápidamente ser socio en el bufete a pesar de que, según Miles, nunca había acabado de adaptarse.
David, por supuesto, lo veía de otra manera. Como se sentía seguro en el terreno profesional, tenía poca paciencia tanto con la afectación de Miles como con su deseo compulsivo de que lo respetaran y obedecieran. Miles era tan listo y espabilado como el que más pero en muchos aspectos seguía siendo el chico de campo inseguro. Podía ser un buen amigo y un benefactor con gente como Keith, que le rendía pleitesía, pero David nunca había podido hacerlo. Y encima, éste había hecho algo casi incomprensible para Miles: lo había dejado todo -es decir, un sueldo de cinco y casi seis ceros- para ir a trabajar a la fiscalía, donde sentía que su trabajo servía para mejorar las cosas. Pero la puerta, por así decirlo, había quedado abierta. Quizá Miles no era un gran admirador de David, pero reconocía que era uno de los que más facturaban con el bufete.
Phil era el que mejor había concretado la situación: era hora de pasar a otra cosa. Volver a Phillips, MacKenzie amp; Stout podía beneficiar tanto al bufete como a David, y hacer las cosas en el momento oportuno es vital en los negocios. Pool, además, lo había tranquilizado al decir: “Los honorarios de nuestros clientes de China cubren los riesgos financieros que tengamos, así que en el improbable caso de que la sucursal no funcione, el bufete no lo tomará como una mala gestión tuya y puedes volver a la oficina de Los Ángeles. Queremos que sea un negocio en que salgan beneficiadas por igual ambas partes hasta el final. Somos socios”.
Todo esto le trajo a la memoria la última cena con Keith, que le había dicho que los socios habían estado hablando de él. El hecho de saberlo -ese vínculo con Keith- hacía que la oferta fuera más atractiva. Y también había algo más profundo a tener en cuenta: Hu-lan. La única forma de abordar los miedos que ella tenía era estar juntos. David sabía que cuando pudiese estrecharla entre sus brazos desaparecerían los demonios que tanto la perseguían.
En aquel momento entro Eddie, se apoltronó en el sofá y le dijo:
– ¿Sabe una cosa? Debería aceptar.
– ¿Qué?
– Haga lo que le dicen. Lárguese de aquí. Acepte la oferta.
– ¿Cómo sabe…?
Eddie levantó una ceja.
– Somos del FBI, hombre. ¿De veras cree que puede tener alguna conversación privada sin que nos enteremos? -y añadió-: en todo caso, si le interesa mi consejo, hágalo.
– ¿Pero cómo voy a irme?
– Yo preguntaría más bien cómo no va a irse. Mírelo de esta manera, Stark: aquí tiene un tío como yo sentado en el sofá, y en China una mujer esperándolo. Desde mi punto de vista, no hace falta ni pensárselo.
6
Si Hu-lan hubiera estado en Pekín, habría acabado todos los interrogatorios en un día. Pero estaba en el campo, donde el ritmo era más lento. La actividad se desarrollaba temprano por la mañana o a última hora de la tarde, para evitar el espantoso calor. Parte de incorporarse a la vida de pueblo significaba que debía confundirse con ese ritmo. Por lo tanto, el lunes por la mañana se encaminó otra vez hacia el pueblo, donde pensaba trabar una conversación fortuita -y ojalá informativa- con el dueño del bar.
El bar Hebra de Seda, con su cartel en inglés en la puerta, parecía especialmente receptivo para la gente que venía de lejos:
BIENVENIDOS DISTINGUIDOS CLIENTES
BUENA COMIDA
CAFÉ
Hacía demasiado calor para sentarse en la acera, por lo que Hu-lan decidió entrar en el local, donde varios hombres se apiñaban en dos mesas. En el momento de entrar vio que uno de ellos cogía el mando a distancia y cambiaba de canal. Desde el lugar en que se sentó se veía el televisor, ubicado en uno de los rincones, justo debajo del techo. En la pantalla reconoció Los tres amigos, una serie norteamericana de mucho éxito en China.
La propietaria le tomó el pedido y volvió con una tetera, un bol grande de con gee y condimentos. El bol y la cuchara todavía tenían restos de la cena de la noche anterior. Hu-lan sirvió un poco de té en el bol, revolvió con la cuchara y tiró el té sucio al mismo suelo al que los demás arrojaban y tiraban el té que usaban para lavar los utensilios de la misma forma que ella.
Los hombres se olvidaron de su presencia -probablemente porque les pareció poco importante- y volvieron a poner la CNN. Mientras Hu-lan comía, uno de ellos la llamó:
– ¡Eh! ¡Tú! -era un maleducado, pero a pesar de todo ella le respondió con una ligera inclinación de la cabeza-. ¿Estás buscando trabajo? -le preguntó.
– No.
– No tienes por qué tener vergüenza.
– Pero no necesito trabajo.
– ¿Entonces para qué has venido?
– Para comer.
– Las mujeres no vienen aquí a comer -dijo con una voz llena de insinuaciones. Los demás se echaron a reír.
Hu-lan decidió pasar por alto la indirecta.
– No soy de aquí. No conozco las costumbres de este pueblo.
El hombre preguntó:
– ¿Tienes los papeles de trabajo en regla?
Ante tanta insistencia y las miradas de curiosidad de sus compañeros de mesa, decidió ver adónde quería llegar ese hombre.
– Por supuesto -respondió. Efectivamente tenía permiso de trabajo y de residencia para Pekín, pero para ninguna otra parte de China, así que agregó-: Pero no para a Shui.
– No te preocupes. -El hombre hizo un gesto con la mano restándole importancia-. Es un pequeño problema muy fácil de arreglar. -Apartó la silla arrastrando las patas y se puso de pie bajo la atenta mirada de los otros. Cruzó hasta Hu-lan y le tendió unos papeles-. ¿Sabes leer?
Hu-lan asintió.
– Está bien pero no es imprescindible -continuó el hombre-. Aquí -dijo señalando alrededor- vemos mujeres como tú todos los días. Algunas vienen de cerca, pero otras llegan de lugares tan lejanos como la provincia de Qinghai. Últimamente hay mucha gente del campo que se va a Pekín o Shanghai a buscar trabajo, pero nosotros les decimos que no hace falta. Que vengan aquí y tendrán trabajo.
– ¿Pero hay que pagar? Porque no tengo dinero -dijo Hu-lan sin saber muy bien a qué atenerse.
El hombre le dedicó una amplia sonrisa, satisfecho de lo listo que había sido para que el pez picara el anzuelo.
– A ti no te cuesta nada. La compañía nos paga a nosotros una pequeña cantidad.
– ¿Qué compañía? ¿Cuál es el trabajo? No quiero trabajar más en el campo. Por eso me fui de mi pueblo.
– Es una fábrica americana. Te dan casa, comida y un sueldo muy bueno.
– ¿Cuánto?
– Quinientos yuanes por mes.
Eran unos sesenta dólares por mes, setecientos veinte por año. Para el mercado estadounidense era un salario esclavista. Para el mercado de Pekín, donde había muchos empleos en empresas norteamericanas, seguía siendo bastante bajo. Pero en el campo, donde un agricultor como mucho podía ganar trescientos yuanes por mes, apenas más de un dólar por día, era un sueldo fantástico, especialmente si se trataba del segundo, el tercero o hasta el cuarto que se añadía la cesta familiar.
– ¿Cuándo puedes empezar? -preguntó el hombre.
Hu-lan estudió el contrato. Parecía legal.
– Llévatelo y estúdialo -dijo el hombre como si le hubiera leído el pensamiento-. Vuelve mañana, pasado mañana o cuando quieras. Aquí estaremos. -Y regresó a su mesa.
Hu-lan acabó de comer, pagó y salió del bar. Mientras se alejaba del pueblo, sintió la opresión no sólo del calor, sino de Da Shui en sí. La visita del día anterior a Tsai Bing y a Siang había sido desconcertante; el personal del Departamento de Seguridad Pública, grosero. Los aldeanos y la propietaria del Hilo de Seda no habían abierto la boca. Pero nadie había resultado tan inquietante como los hombres del bar. Ese día, mientras Hu-lan seguía su costumbre de volver una y otra vez a la escena del crimen para investigar, no encontró ninguna respuesta sino más preguntas. La que más le daba vueltas en la cabeza era el papel de la fábrica Knight en todo aquello. Miao-shan había trabajado allí. Los hombres del pueblo no ocultaban que sacaban algún tipo de tajada colocando en la fábrica a mujeres con o sin los debidos papeles.