Cerrado el trato con Wang, Su-chee volvió a salir a la soleada calle. Con cada una de estas paradas iba aumentando su determinación. El capitán Woo la oiría. Cruzó la calzada hasta el Departamento de Seguridad Pública y esperó mientras una secretaria entraba en la oficina a hablar con el capitán. Salió con expresión de desaprobación.
– El capitán Woo está ocupado. Dice que vuelva a su casa y sea buena madre. Ya sabe lo que tiene que hacer: ocuparse de su hija. -Su voz se suavizó un poco-. Tiene cosas que hacer por ella. Vaya.
– Pero tengo que decirle…
La secretaria volvió a ponerse dura.
– Su caso ya se ha examinado. El capitán Woo ya ha acabado el papeleo.
– ¿Pero cómo es posible? -preguntó Su-chee-. El capitán no ha interrogado a nadie. No me ha preguntado si Miao-shan tenía enemigos. Éste es un pueblo pequeño, pero tanto usted como yo sabemos que hay muchos secretos. ¿Por qué no pregunta sobre ellos?
– El informe oficial ya está cerrado -se limitó a decir la secretaria en lugar de contestar a las preguntas-. No se meta en problemas -añadió.
Su-chee bajó la cabeza, se miró los pies callosos y trató de hacerse cargo de lo que acababa de oír.
– Márchese -insistió la secretaria-. Sentimos mucho su pérdida, pero debe irse. Si no, me veré obligada a llamar…
Su-chee se puso de pie despacio, miró a la mujer a los ojos y le lanzó el peor insulto que podía:
– Que te den por culo. -y se marchó.
Se dirigió a la oficina de correos sabiendo que debía pasar por delante del café Hilo de Seda. Al acercarse, vio a los ancianos del pueblo -algunos muy viejos, otros no tanto, pero todos ellos con impecables camisas blancas bien planchadas que parecían un insulto a quienes trabajaban en los campos pedregosos en los alrededores de la aldea- sentados en las mesas de siempre, delante del establecimiento. Cuando los hombres la vieron pasar, acallaron sus bromas hasta el punto de que el único ruido que se oía era el de la televisión del bar.
Los miró a la cara y, con la imagen de su hija colgada en el cobertizo, les dijo:
– Lo pagaréis. Os lo haré pagar. Aunque me cueste mi último aliento y mi última gota de sangre.
Levantó el mentón y siguió hacia correos, donde compró papel, lápiz y un sobre. En el mostrador escribió unos caracteres lenta y meticulosamente. Era importante que la caligrafía fuera cuidada y el contenido todo lo claro que su dominio del lenguaje escrito le permitiera. Después, copiándolo de un trozo de papel que había sacado del cofre enterrado, escribió en el sobre el nombre y la dirección de la única funcionaria del gobierno que conocía, Liu Hu-lan, que había vivido y trabajado en el pueblo hacía muchos años.
1
Esa mañana, como todas las de ese verano en Pekín, Liu Hu-lan despertó antes del amanecer con el estrépito ensordecedor de tambores, címbalos, gongs y, lo peor, los horribles chillidos de un suo na, un instrumento de viento de muchos tubos que resonaba espantosamente. Al tiempo que las voces exuberantes, los aplausos y los gritos del Grupo Folklórico de Música y Danza Shisha Hutong Yan Ge competían por superar el ruido de los instrumentos. Se trataba del principio de lo que iba a ser una sesión de tres horas y esta vez parecía tener lugar justo en la puerta de la residencia de la familia Hu-lan.
Hu-lan se puso la bata de seda y unas zapatilla de deporte y salió al a galería cubierta, contigua a su cuarto. Aunque sólo eran las cuatro, el aire ya estaba espeso de calor, humedad y contaminación. Pasado el solsticio de verano, los pequineses se preparaban para la llegada del Xiao Shu, el Calor Menor. Pero el Da Shu de este año, el Gran Calor, se había adelantado. La semana anterior hubo cinco días seguidos con temperaturas de más de 42° C y una humedad de alrededor del 98 por ciento.
Hu-lan cruzó deprisa el patio interior y pasó por delante de otros pabellones donde en los viejos tiempos habían vivido las diferentes ramas de su extensa familia. En la escalinata de uno de ellos la esperaba la enfermera de su madre, ataviada con un sencillo pantalón de algodón y una blusa blanca de manga corta.
– Aprisa, Hu-lan, hágalos callar. Su madre está muy mal esta mañana.
Hu-lan no respondió. No le hacía falta. Hacía tres semanas que repetían la misma rutina.
Llegó al primer patio, empujó la puerta y salió al callejón al que daba la casa de su familia. Había unas setenta personas, todas ellas mayores. La mayoría llevaba túnicas de seda rosa y unos pocos iban de verde eléctrico. Estos últimos, por lo que se había enterado Hu-lan la semana anterior, habían venido de la Brigada de Baile de la Puerta Celestial por una discusión sobre quién dirigiría la danza en su propio barrio. La gente, con sus disfraces, tenía un aspecto muy colorido y -debía reconocerlo- bastante agradable: abanicos decorados con lentejuelas, espumillones brillantes, penachos blancos que se movían al compás de la música. Los cuerpos de los ancianos giraban alegremente con los tambores y los címbalos, en una danza mezcla de saltos de conejito y paseo.
– Amigos, vecinos -gritó Hu-lan intentando hacerse oír-, por favor, debo pedirles que se vayan.
Por supuesto que nadie le prestó atención. Hu-lan se metió entre los bailarines, precisamente cuando empezaban a abrir el círculo y a formar filas.
– ¡Ah, inspectora! ¡Qué bonita mañana! -el saludo provenía de Ri Li-han, una mujer octogenaria que vivía cinco casas más allá. Antes de que Hu-lan respondiera, la anciana se alejó dando vueltas.
Hu-lan trató de parar a un bailarín y luego a otro, pero todos se escabullían riendo, con las caras ruborizadas y sudorosas. Se abrió paso entre los bailarines hasta llegar a los músicos. Los hombres que soplaban el suo na tenían las mejillas hinchadas y enrojecidas. El sonido que emitía el instrumento era agudo, fuerte y disonante. Resultaba imposible hablar, pero cuando los músicos vieron a Hu-lan palparse los bolsillos de la bata, intercambiaron miradas de complicidad. No era la primera vez que veían a su vecina hacer lo mismo. Liu Hu-lan buscaba su credencial del Ministerio de Seguridad Pública, pero como otras veces a esas horas del a mañana, la había olvidado. Le sonrieron a la inspectora con una inclinación de cabeza.
Los músicos, sin parar de repiquetear los tambores y de soplar emprendieron la marcha despacio por el callejón. Los ancianos, como si respondieran a una indicación y sin abandonar su danza rítmica, desfilaron delante de Hu-lan. Ésta esperaba que la señora Zhang hiciera piruetas, pero como no lo hizo, caminó hasta la casa de la anciana maldiciendo en voz baja la ola de nostalgia que recorría actualmente la ciudad. Un mes eran los restaurantes que celebraban “los lejanos buenos tiempos” de la Revolución Cultural; al mes siguiente una demanda enloquecida de botones coleccionables Mao.
Después, una especie de furor por el estilo occidental consistente en vino blanco mezclado con coca-cola y hielo; otro mes, los ancianos sacaban de baúles y armarios sus disfraces Yan Ge arrugados e instrumentos y se los llevaban a la calle como un puñado de adolescentes.
La música Yan Ge era originaria del a China nororiental y el Ejército Popular de Liberación la había llevado a Pekín en 1949. Ahora, tras años de privaciones y revueltas políticas, los ancianos habían hecho renacer dos pasiones gemelas: bailar y cantar. Los únicos problemas -y ambos eran muy importantes, al menos para Hu-lan- eran la hora del día y el ruido. China, aunque era un país muy grande, funcionaba con el mismo huso horario. Mientras que los campesinos del extremo oriental no empezaban a trabajar el campo hasta las nueve, cuando salía el sol, en Pekín el día comenzaba desmesuradamente temprano. Hu-lan detestaba levantarse antes de las seis, y no hablemos del a cuatro de la madrugada por culpa del infame barullo de la trouppe de llana Ge.
Ese constante jaleo había sido de lo más perturbador para la madre de Hu-lan. En lugar de llenar a Ling Jin-li de nostalgias sentimentales o de despreocupados recuerdos, esos ruidos escandalosos la ponían quejumbrosa. Jin-li estaba confinada en una silla de ruedas desde la Revolución Cultural y aún sufría de accesos de catatonía. Durante las primeras semanas, desde su regreso a la tranquilidad del Hutong, su salud había mejorado mucho. Pero con esa música Yan Ge que le removía el pasado, el estado de Jin-li había vuelto a empeorar y era la razón por la cual Hu-lan había tenido que ir varias veces durante aquel verano a quejarse a la directora del Comité Vecinal Zhang. Pero esta anciana, cuyo trabajo consistía en vigilar las entradas y salidas de los residentes de ese vecindario de Pekín, también se había unido al grupo de bailarines y parecía absolutamente inmune a las imprecaciones de Hu-lan.