– Huan-ying, Huan-ying -dijo la señora Zhang Ju-ning al abrirle la puerta. Aunque al ver cómo iba vestida su vecina, la anciana la hizo entrar de un tirón-. ¿Pero dónde está tu ropa de calle? ¿Intentas asustar a los vecinos?
– No van a ver nada que no hayan visto antes -dijo Hu-lan arrebujándose un poco más en la bata.
La señora Zhang se quedó pensando en esas palabras.
– Para la mayoría es verdad -dijo-. Después de todo, ¿qué sorpresa podemos dar ninguna de nosotras? Pero en tu caso… -la directora del comité meneó la cabeza con maternal expresión de censura-. Ven, siéntate. ¿Quieres un té?
Hu-lan, como mandaban las costumbres, rehusó educadamente.
Pero la señora Zhang no se inmutó.
– Siéntate aquí, pobrecita. Ahora aparto esos papeles. -Hu-lan le obedeció y la anciana continuó-: Hoy tengo mucho trabajo, debo preparar mi informe. Un montón de papeleo. ¿Comprendes, Hu-lan?
– Tengo algo para que añada a su informe.
– Descuida -sonrió la directora-, ya he puesto tus quejas en él. Formalmente, como has pedido.
– ¿Por qué no se ha hecho nada entonces?
– ¿Crees que eres la única que se queja? ¿Recuerdas el teléfono que habilitó el gobierno para que la gente efectuara sus quejas? Recibieron casi dos mil llamadas el primer día. Después quitaron la línea! -la señora Zhang se golpeó las rodillas con las manos.
– Los músicos no pueden tocar cerca de las casas…
– Ni de los hospitales, ya sé. No hace falta que me lo digas. Pero tienes que verle el lado positivo. Unos sesenta mil ancianos nos hemos unido en diferentes grupos de baile. Salimos de casa y los jóvenes pueden quedarse solos. Las nueras están contentas. Los hijos también. A lo mejor el año próximo tenemos un nieto o un bisnieto…
– Tía -la interrumpió Hu-lan severamente.
La señora Zhang volvió a ponerse seria.
– Recuerdo cuando tu madre volvió del campo a este vecindario, después de tantos años -dijo-. Ella nos ha enseñado estas canciones y estos bailes. ¿Y ahora nos dices que no quiere que hagamos ruido? ¡Ja!
– ¿Pero tienen que hacerlo tan temprano por la mañana?
La señora Zhang se echó a reír.
– Estamos en verano, Hu-lan. Estamos en Pekín. ¿Qué temperatura hace a esta hora? ¿Treinta y ocho grados? La gente quiere ensayar antes de que haga demasiado calor.
La anciana observó la cara de Hu-lan, que se esforzaba por sacar otro argumento. Al fin, la anciana se inclinó y le puso una mano sobre la rodilla.
– Comprendo que ha de ser duro para tu madre, pero es sólo una persona, y la gente quiere divertirse. -Su voz se hizo más áspera, más grave-. Todos hemos sufrido mucho. Sólo queremos disfrutar lo que nos queda de vida.
Más tarde, mientras Hu-lan regresaba a su casa, volvió a pensar en las palabras de la señora Zhang. Era verdad, todos habían sufrido mucho, demasiado. En China, el pasado siempre era parte del presente. Pero Hu-lan, a diferencia de sus vecinos, tenía dinero y relaciones que le permitían que su familia pudiera escaparse de vez en cuando. Por tanto, preparó un plan. Cuando llegó a su casa, fue a las habitaciones de su madre. La enfermera la había vestido y estaba sentada en una silla de ruedas. Tenía los ojos rojos e hinchados de llorar. Hu-lan trató de hablarle, peor Jin-li se había parapetado tras el silencio. Se sentó en la cama, marcó un número de teléfono e hizo arreglos para mandar a su madre y a la enfermera al centro turístico de Beidaihe, a orillas del mar. No haría tanto calor y estarían lejos del os ruidos molestos de los grupos de Yan Ge.
A las siete, Liu Hu-lan se puso el vestido de seda crudo y salió nuevamente por la puerta de su Hutong en dirección al Mercedes negro que la esperaba. El joven que estaba apoyado contra la puerta de detrás, se apresuró a abrírsela y a apartarse para que ella entrara.
– Buenos días, inspectora -la saludó-. Entre, deprisa, ya verá qué fresco está el coche. He dejado el aire acondicionado en marcha.
Hu-lan se hundió en la suavidad de la tapicería de piel. Su chófer, el inspector Lo, pisó el acelerador y enfilaron hacia la plaza de Tiananmen y de allí al edificio del Ministerio de Seguridad Pública. Lo era un hombre robusto, bajo, musculoso y prudente con sus ideas y emociones. Hu-lan, por lo que había leído en su expediente personal sabía que era de la provincia de Fujian, soltero y experto en artes marciales.
En varias ocasiones durante los últimos dos meses, desde que le habían asignado al inspector Lo, Hu-lan había intentado hacerlo participar en los aspectos analíticos de su trabajo, pero éste se había mostrado muy circunspecto, como si prefiriera ocuparse sólo de sus deberes de chófer. Hu-lan lo invitaba a tomar algo, con la esperanza de que con una cerveza pudieran empezar una amistad, pero Lo también rechazaba educadamente las invitaciones. Era todo muy extraño. ¿Quién rechazaba una oferta para trepar en el ministerio? Los inspectores solían ganarse un ascenso gracias a los éxitos en la resolución de casos, a recomendaciones de superiores o actividades políticas.
El inspector Lo parecía no tener idea de esas reglas o no tener aptitud para cumplir con ninguna de ellas, aunque a Hu-lan no le sorprendía.
A su antiguo chófer, Peter, le habían encomendado vigilarla. A pesar de su falta de lealtad, Hu-lan había aprendido a contar con su criterio e intuición y esperaba establecer una relación similar con Lo, pero éste parecía interesado sólo en las instrucciones recibidas del viceministro Zai, que aparentemente se limitaban a informar sobre ella y trabajar más o menos de guardaespaldas una mas de músculos en movimiento con el objetivo de proteger a Hu-lan. Más de una vez había tenido que frenar al inspector Lo, que se encargó de intimidar físicamente a algunos testigos que no respondían bastante deprisa a las preguntas de Hu-lan.
Cuando ella le pidió al viceministro Zai que trasladaran a Lo, su superior meneó la cabeza y le dijo: “Inspectora, así es como debe ser”. Su actitud -la forma en que desestimaba sus quejas y preocupaciones- era algo nuevo para ella. Pero él, como todos, aún intentaba acomodarse y adaptarse a los cambios de los últimos meses. Como el dicho, iba hacia donde soplaba el viento. El único problema era que el viento últimamente soplaba de todas partes y nadie podía estar completamente a salvo.
Los últimos meses habían sido muy extraños para Hu-lan. Su familia había sido literalmente desgarrada. Su padre había muerto en extrañas circunstancias cuando Hu-lan lo había desenmascarado como contrabandista, conspirador y asesino. La prensa -regulada como estaba por el gobierno- había convertido la noticia en titular de primera plana. Salieron artículos sobre los padres de Hu-lan, los abuelos y hasta los bisabuelos… todos ellos mostrados con muy malos ojos. Pero el gobierno, por una vez, había visto en la historia personal de Hu-lan un mensaje político ventajoso, por lo que también habían examinado su vida. Habían desenterrado viejas fotos de los archivos de prensa y del gobierno, en las que se veía a Hu-lan en diferentes escenas del crimen, en actos políticos de su juventud y hasta de bebé, en calidad de hija de una de las parejas más prometedoras de Pekín. La habían comparado una y otra vez con su tocaya Liu Hu-lan, mártir de la Revolución.
Hu-lan pensaba que el interés pasaría, pero en lugar de decaer, la información cambió de rumbo gracias a Bi Peng, un periodista del Diario del Pueblo. En un país que adoraba los juegos de palabras, Bi Peng era muy conocido por su nombre.
Bi, que no era más que su apellido, sonaba igual que bic, estilográfica. Lo que él escribía enseguida se propagaba por todo el país. Y ahora, para creciente vergüenza y enfado de Hu-lan, varios periódicos y revistas publicaban fotos de ella como miembro de la elite de famosos de Pekín: una Princesa Roja. Allí estaba Hu-lan, en una foto con mucho grano sacada de un archivo de seguridad, vestida con un cheong sam de seda fucsia, bailando en la discoteca Rumours con un estadounidense. La imagen mostraba su decadencia tan claramente como si la hubieran pillado comprando lencería de seda en uno de los nuevos grandes almacenes de Pekín.
Pero todo eso no era más que propaganda. Hu-lan se acordaba perfectamente de aquella noche en Rumours. No había ido a divertirse, sino a investigar un crimen. El norteamericano de la foto era David Stark, miembro de la fiscalía de Estados Unidos que había ido a China para ayudar a resolver un caso. El trabajo en conjunto había sido un éxito y los había aclamado como héroes. Pero en China, subir demasiado alto no era seguro para nadie. Bi y otros periodistas habían convertido su relación con David en un escándalo nacional ¿Era posible que la misma Liu Hu-lan, considerada una mujer valiente, sucumbiera a la depravación de Occidente que encarnaba aquel estadounidense? ¿No podía decirle bai bai -una frase mutante del inglés mandarín que significaba decirle bye bye a un amor- a ese abonado extranjero? ¿La inspectora Liu no había leído el libro China sabe decir no que recalcaba la importancia de decir no al imperialismo yanqui, al materialismo, al sexismo?