Nada de esto debió de sorprender a Hu-lan. En todo el mundo, a la prensa le gustaba poner a la gente por las nubes, después hundirla y volverla a ensalzar. La única diferencia entre el resto del mundo y China era que aquí el gobierno ayudaba a colorear lo que se decía.
En el portal del edificio del Ministerio de Seguridad Pública, Lo enseñó su identificación y dejaron entrar el coche. Lo llevó a Hu-lan lo más cerca de la entrada que se podía y después fue a buscar un lugar donde aparcar a la sombra. Hu-lan cruzó el vestíbulo y subió por la escalera del fondo hasta su ofician.
Como la mayoría de los edificios públicos de Pekín, éste tampoco tenía ni calefacción ni aire acondicionado. En invierno trabajaba con abrigo y en verano llevaba sencillos vestidos de seda o lino y ponía en práctica antiguos métodos para conservar fresco el ambiente.
Dejaba las ventanas abiertas por la noche para que se refrescara y las cerraba temprano por la mañana para que el aire caliente entrara lo menos posible. A última hora de la tarde, cuando ya no se aguantaba, entreabría de nuevo las ventanas. Los días más calurosos ponía trapos mojados en las aberturas de las ventanas mientras esperaba una brisa.
Hu-lan se sentó al escritorio, abrió una carpeta e intentó concentrarse, pero su mente empezó a vagar. Os casos que tenía eran poco interesantes, al menos para ella. Durante los últimos meses le habían encomendado un par de asesinatos, fáciles de resolver. Sólo había tenido que rellenar papeles, llevar a los detenidos a la cárcel y presentarse en el juzgado tras la citación del fiscal. Saber que todo eso era idea del viceministro Zai para mantenerla a salvo no la hacía sentir mejor.
Al cabo de unas horas llegó el chico del correo con un fajo de cartas. Las revisó rápidamente. Una llevaba el informe interno del patólogo Fong. No le hacía falta leerlo, ya que la herida en la sien explicaba muy bien la historia del caso. También había un par de formularios que tenía que firmar y devolver a la fiscalía. Nada interesante sobre casos que apenas recordaba. Pero cuando vio el remite del último sobre, se le cortó el aliento. Volvió a dejarlo sobre el escritorio y se acercó a la ventana. Los recuerdos se apoderaron de ella. Una aldea miserable en una llanura reseca. Los gritos de los cerdos en al matanza. El olor de la tierra roja. El brillo cegador de un sol brutal. Y otras imágenes: chicas con coletas amonestando a un hombre hasta que éste se venía abajo y confesaba. Gente golpeada. Sangre que manaba como sudor. Hu-lan, con el corazón palpitante, cogió el sobre y lo abrió de un tirón.
“Inspector Liu Hu-lan. Soy Ling Su-chee. Espero que me recuerdes de la época de la granja Tierra Roja”. Hu-lan se acordaba. ¿Cómo no iba a recordarlo? En 1970, a los doce años, la habían mandado al campo a “aprender de los campesinos”. Ahora, sentada en su oficina, retrocedió todos esos años hasta la época en que era una chiquilla. Su-chee había sido su mejor amiga. En esos tiempos de severidad se había forjado entre ellas una relación llena de bromas. Hu-lan llamaba cariñosamente a Su-chee su maorye, o “gárrula de Campo”, mientras que ésta la llamaba beikuan, literalmente “norte riqueza”, es decir, una persona rica del norte. Su-chee era divertida, fuerte y franca; mientras que Hu-lan era una chica triste, que ocultaba sus miedos de ciudad con falso valor y que ha había aprendido las ventajas políticas de no decir la verdad.
Pero a pesar de toda la pretendida sofisticación de Hu-lan, Su-chee la había sacado de apuros más de una vez.
Hu-lan volvió a mirar los ideogramas de la página. “Hoy 29 de junio del calendario occidental, ha muerto mi hija Ling Miao-shan”. Mientras leía los pormenores de la muerte de la chica, la mano de Hu-lan bajó instintivamente a su vientre, donde ya se notaban los primeros signos de su embarazo. “Mi hija trabajaba para una empresa americana. Se llama -aquí los toscos caracteres daban paso a unas letras de imprenta aún más toscas- Knight International. He visto y sé cosas pero nadie me hace caso. Mi hija ha muerto. Se me ha ido para siempre. Una vez me dijiste que si alguna vez lo necesitaba, me ayudarías. Ahora lo necesito. ¡por favor, ven pronto!”.
Hu-lan pasó un dedo por los caracteres del nombre de Ling Su-chee. Después comprobó la fecha y vio que Miao-shan había muerto hacía sólo cinco días. Respiró hondo, dejó la carta y salió de la oficina. Subió directamente la escalera que llevaba al despacho del viceministro Zai, que le sonrió al verla entrar y le indicó que se sentara.
– He mandado a mi madre a Beidaihe -dijo.
– Muy bien. Voy a ir a verla el fin de semana.
– Yo también voy a salir de la ciudad.
El viceministro levantó una ceja.
– Me voy a la aldea Da Shui.
Hu-lan vio un brillo de preocupación en la cara de su mentor cuando éste se dio cuenta de que se trataba de una conversación personal. Se decía que en China no había pared que no dejara pasar el viento y que nadie podía estar seguro de que alguien no estuviera escuchando. La gente también decía que las cosas se habían relajado bastante, que estaban pasando muchas cosas -es decir, que todos, incluidos los generales del Ejército Popular, estaban tratando de hacerse ricos- para dedicar demasiado tiempo y esfuerzos a la vigilancia. Pero sólo un necio podía arriesgarse a creérselo completamente. Incluso admitiendo la remota posibilidad de que no hubiera vigilancia electrónica en el edificio, cualquier ayudante del viceministro Zai o las chicas que servían el té repetirían todas las conversaciones que habían oído si les daban un empujón para hacerlo. Con esto en mente, y sin olvidar que sus vidas privadas hacía mucho tiempo que eran simples datos del gobierno, Hu-lan y Zai intentaron seguir la conversación.
– ¿Te parece buena idea? -preguntó Zai con preocupación.
– ¿Acaso tengo alternativa? -replicó ella con brusquedad.
– Por supuesto, mucho más que nadie -le recordó.
Hu-lan prefirió pasar por alto el comentario.
– La hija de Ling Su-chee ha muerto y su madre duda de la versión de la policía local. Sus sospechas probablemente son sólo producto de su dolor, pero me gustaría ir a verla como amiga.
– Hu-lan, el pasado ha quedado atrás. Olvídalo.
– He leído el expediente sobre mí -suspiró-. Sabe lo que pasó allí. Si Ling Su-chee me pide ayuda, debo ir.
– ¿Y si te lo prohibo? -le preguntó con delicadeza.
– Entonces usaré mis vacaciones.
– Hu-lan…
Ella lo interrumpió:
– Volveré en cuanto pueda. -Se levantó, cruzó la habitación y vaciló al llegar a la puerta-. No se preocupe, tío -añadió-, no habrá ningún problema. Hasta me hará bien salir un poco de la ciudad. Y por favor, vaya a visitar a mamá. Su amistad la ayudará.
Pocos minutos más tarde salía al patio del ministerio. El calor se levantaba del asfalto. El inspector Lo puso en marcha el coche, y mientras salían del recinto ella sintió el sudor que le corría entre los pechos y le bajaba hasta el vientre, donde crecía el hijo que había concebido con David. Se pasó la mano por la frente y pensó en lo que le había dicho el tío Zai: “El pasado ha quedado atrás”. Pero se equivocaba. El pasado nunca estaba muy lejos de ella. Estaba junto a ella cada día de su vida bajo la forma de una madre lisiada. En las voces alegres y los rítmicos tambores del grupo de Yan Ge. En las borrosas fotografías que veía en los periódicos. En la tosca caligrafía del sobre de papel barato. Llevaba dentro el futuro, pero ¿qué clase de futuro tendría alguno de ellos si Hu-lan dejaba atrás el pasado para siempre?
2
David Stark tendió la mano para coger el teléfono que sonaba. A las cinco de la mañana, la llamada podía significar sólo dos cosas: se había cometido un asesinato y lo llamaba un agente para que se presentara en el lugar del crimen, o era Hu-lan.
– ¿Sí? -dijo con los ojos cerrados.
– David. -La voz de Hu-lan a las ocho de la noche que le llegaba de miles de kilómetros de distancia lo despertó de golpe.
– ¿Pasa algo? ¿Estás bien?
– Por supuesto.
Sus últimas palabras se perdieron entre las interferencias. Hu-lan insistía en llamarlo por el teléfono móvil, a pesar de que el sonido era malo. Decía que no se fiaba del teléfono de su despacho para efectuar llamadas personales. Y últimamente había empezado a sospechar del teléfono de su casa. El móvil tampoco era perfecto. Cualquiera que quisiera podía escuchar la conversación. Hu-lan incluso se consolaba pensando que hasta podía haber algún elemento que intentara protegerlos, incluso una persona inocente, escuchando sus conversaciones privadas.