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Zai se detuvo y echó un vistazo a los colosales edificios.

– Quieres algo de mí -dijo. Al ver que Hu-lan asentía, suspiró y añadió-: Sólo tratándose de ti un suicidio se convierte en algo más.

– Lo lamento, tío. No escogí ese desenlace.

El viceministro repitió el suspiro. Era peor de lo que esperaba.

– ¿De qué se trata?

– ¿Ha hablado con el inspector Lo?

Zai frunció el ceño por su osadía. Muy propio de ella enfrentarle con la persona que le había asignado para vigilarla.

– Esta mañana Lo está con tu David. Durante los últimos días se ha mostrado muy reservado con la información. Como puedes imaginarte, esto me produce una gran preocupación.

– Lo es un buen hombre.

– Porque hace lo que le dices. Pero es posible que mañana su lealtad vuelva a mí… o a otra persona. No te fíes de él.

– Ni de él ni de nadie -repuso Hu-lan, evocando la lección que Zai le había inculcado desde niña.

Los comentarios servían para introducir un tema que ambos sabían que era peliagudo. Como inspectora, ella no tenía que respetar la información privilegiada a la que tanto se aferraba David. En realidad, en China tenía obligación de denunciar lo que supiera o sospechara. Por otra parte, David era su pareja y el padre de su hijo. Aunque las leyes chinas eran bastante ambiguas respecto a lo que él podía o no podía revelar sobre las actividades de sus clientes, Hu-lan no quería hacer nada que le comprometiera.

Empezó contando a Zai que se había infiltrado en la fábrica. Le habló de las terribles condiciones laborales y le mostró las manos. Zai, que tenía a sus espaldas muchos años de trabajo duro, no quedó muy impresionado.

– No seas ingenua. Hace más de veinte años que no haces un trabajo manual. Es lógico que tengas ampollas y rasguños.

Entonces le explicó que había conocido a un hombre que estaba enamorado de Miao-shan. Por primera vez ocultó parte de los hechos, los expuso en desorden y dejó entrever cosas de las que no tenía aún pruebas concretas.

– El individuo mencionó que Miao-shan tenía documentos que demostraban sobornos a un alto cargo. He visto los papeles, en los que constan grandes sumas de dinero depositadas en bancos.

– ¿Quién recibía el dinero?

– Creo que es el gobernador Sun.

Era cierto que así lo creía, pero no estaba segura. Zai soltó un silbido.

– he venido para comprobar su registro de viajes.

Hu-lan le entregó el papel con los datos de Sun. El hombre vaciló, como si le repeliera tocarlo. Luego frunció el ceño, cogió el papel y lo leyó.

– ¿No te parece extraño que sus viajes al extranjero, principalmente a Estados Unidos, sean tan largos?

Cuando Zai levantó la cabeza, Hu-lan pensó que había envejecido. Los dos sabían que se estaban metiendo en un terreno peligroso. Sun era un político muy popular y no tenían ninguna orden superior de provocar su caída.

– Quisiera ver su dangan -pidió Hu-lan-. ¿Cómo es posible que viaje con tanta facilidad? ¿De dónde sale el dinero? ¿Quién lo protege? ¿Cómo ha llegado hasta donde está? ¿Qué planes tiene el gobierno para él? Hay muchas cosas que necesito saber para decidir si me muevo o no. Como es obvio, tendré cuidado. Y es posible que esté completamente equivocada.

– ¿Qué tiene esto que ver con la muerte de la hija de tu amiga?

– Aún no lo sé, pero las pistas del asesinato me han llevado hasta aquí.

Zai miró de nuevo las entradas y salidas de Sun. Después asintió, le devolvió los papeles y echó a caminar. A los pocos pasos se detuvo y miró atrás.

– ¿Vienes?

De nuevo en el edificio, Zai le dijo que esperara en su despacho. Al cabo de media hora se reunió con ella. Llevaba en las manos un gran sobre color marrón. Se sentó y sin decir palabra se lo dio. La observó mientras lo abría; después se dio la vuelta y volvió a su trabajo.

Hu-lan leyó. Sun Gao había nacido en el año 1931 del calendario occidental, en una aldea de las afueras de Taiyuan. Hacía diez años que existía el Partido Comunista, y Sun fue bendecido con un pasado de simple campesino. Era aún un chiquillo en los tiempos de la larga Marcha, pero lo bastante mayor como para recordar las atrocidades de la invasión japonesa de 1937. en 1944 la provincia de Shanxi estaba ocupada por los japoneses. Al territorio llegaron algunos estadounidenses, algunos como espías, otros que se lanzaban en paracaídas cuando sus aviones eran abatidos durante una misión de bombardeo. Después de la rendición de los japoneses los marines americanos fueron una nueva presencia en Taiyuan.

A los trece años, Sun Gao era un chico despierto y comprometido con el Partido Comunista local. Un tío lejano se había unido al ejército de Mao muchos años atrás. Sun era una persona cordial, rasgo que conservaba, pensó Hu-lan, y se convirtió en la mascota de un grupo de soldados norteamericanos. Hu-lan sospechaba que aunque la camaradería no era tan inocente, ya que había sido enviado por los dirigentes locales para que averiguara las intenciones de los extranjeros, probablemente había sido devastadora durante la Revolución Cultural, pensó Hu-lan adelantándose a los hechos.

Este trabajo inicial fue recompensado con un cargo en el Ejército Popular. Durante el invierno de 1948, cuando Sun tenía diecisiete años, participó en la batalla decisiva de Huai Jua contra el Kuomintang en la vecina provincia de Anhui, donde llevó a cabo muchas acciones heroicas, detalladas en diversas páginas. Pudo haberse quedado en el ejército, con lo cual en la actualidad sería un general rico e influyente, pero el presidente Chu En-lai le solicitó que volviera a Shanxi.

Sun sirvió primero al pueblo como dirigente rural en su aldea natal, después como líder de brigada en una de las comunas locales. En 1964 fue elegido para la Asamblea Popular de Taiyan. Durante la reunión, que se prolongó durante una semana, se trataron una amplia variedad de temas, incluido el imperialismo occidental, sistemas para aumentar la producción de trigo y la importancia de la industrialización avanzada. Surgieron discusiones acaloradas, pero Sun guardaba silencio. Dos años después, Mao desencadenó el terror de la Revolución Cultural. Durante unos meses la reticencia de Sun en la Asamblea del Pueblo lo protegió; como no había dicho nada, las palabras no podían volverse en su contra. Pero algunos de sus subordinados de la aldea, donde llegó a ser secretario del Partido, vieron la oportunidad de sacar provecho. Recordaron que durante la guerra Sun había confraternizado con los soldados estadounidenses. Se había acostumbrado a sus cigarrillos caros, a su modo de vestir decadente y a su lenguaje cuartelero. Lo castigaron a llevar capirote, a arrodillarse sobre cristales rotos y al oprobio en la plaza pública.

¡Eso no era nada!, pensó Hu-lan. Teniendo en cuenta sus relaciones con los americanos, habían sido muy indulgentes. ¿Por qué? Los pocos dirigentes que consiguieron escapar a la ira de la Revolución Cultural habían sido, como siempre, los más corruptos y con mayor poder. ¿Fue Sun uno de ellos? ¿Había comprado su seguridad?

Quienquiera que hubiera escrito los comentarios de esa página parecía haber escuchado las preguntas que se haría Hu-lan muchos años después, porque había escrito la respuesta con caligrafía experta: “El dirigente Sun Gao tiene un conocimiento visceral del viejo proverbio “No muerdas la mano que te alimenta”. Sun ha demostrado ser un hombre que ni acepta ni paga sobornos y tampoco abusó de su autoridad durante esos tiempos tenebrosos. Lo propongo como candidato a un ascenso”

Un mes más tarde, Sun había sido promovido desde la célula rural a la célula nacional, donde ganaba noventa yuanes al mes.

Al año siguiente llegó a asesor del presidente de la Asamblea de la Ciudad. En 1978 lo enviaron a Pekín como representante ante el Tercer Pleno del XI Congreso del Partido. En 1979, cuando China volvió a abrirse a Occidente, Sun fue uno de los primeros delegados provinciales que viajó a Estados Unidos. La seguridad era estricta, pero se defendió bien, ganándose el respeto de sus acompañantes y sus anfitriones. En 1985, el gobernador Sun, ya responsable de la provincia de Shanxi, cruzaba el Pacífico con cierta regularidad. En 1990 tenía una oficina y un apartamento en el complejo Zhonnanhai de Pekín, que el gobierno había puesto a su disposición por su contribución al país, especialmente a su provincia natal. En vez de ser criticado por sus continuos viajes a Estados Unidos, lo animaban a continuarlos. En 1995 un burócrata comentó: “El gobernador Sun Gao tiene contactos impecables en Occidente y gracias a ello ha traído prosperidad a su tierra natal. Debemos continuar apoyándole, ya que con su ayuda convertiremos China en el país más poderoso del planeta. En el año 2000 Sun debería estar en el gobierno central”. Este discurso, igual que la recomendación durante la Revolución Cultural, tuvo dos efectos inmediatos.