– Somos tan cerrados -dijo Hu-lan, como si le leyera el pensamiento, aunque ella hablaba de su propio pueblo-. Los chinos fueron los primeros exploradores. Dicen que fuimos los primeros en llegar a América. Teníamos flotas que cruzaban el Pacífico, explorábamos, comerciábamos, pero luego que observábamos, volvíamos a casa, cerrábamos la puerta y construíamos una muralla aún más alta. Cuando escucho a los locutores de las noticias… -Sacudió la cabeza disgustada-.
“Hablan con rostro sonriente y nos explican una historia como si fuera verdad, pero mañana pueden vender otra versión totalmente distinta. Un día se nos prohíbe utilizar Internet y al siguiente se nos recomienda que lo hagamos. ¿Y después? ¿Quién sabe? Tal vez vuelvan a prohibirlo. Ayer se firmaba una cuerdo comercial con una empresa norteamericana y esos mismos periodistas lo tratan como si fuera un gran regalo para China. Hoy, los mismos negocios son sucios. Mañana es posible que veamos que el acuerdo de Tartan y Knight sigue adelante. Si es así, esas personas nos explicarán que la fábrica traerá prosperidad a las zonas rurales. Hace tres meses eras nuestro nuevo aliado, nuestro héroe; hoy vuelves a ser un extranjero bajo sospecha.
– ¿Cómo lo soportas?
– ¿Y tú? No es muy distinto en Estados Unidos. Aquí nuestra “verdad” suele ser propaganda política, allí la propaganda se disfraza de “verdad”.
En la pantalla reapareció Pearl Jenner.
– Soy norteamericana de nacimiento, pero creí que era mi deber como persona de sangre china dar un paso adelante. En Estados Unidos la libertad de prensa es un derecho constitucional. Tenemos el deber de denunciar los delitos. Haber podido ayudar a la tierra natal de mis antepasados…
Hu-lan se estremeció. ¿Qué hacían allí sentados, viendo al televisión y charlando sobre las relaciones entre chinas y estadounidenses? Iban a detenerla de un momento de otro. David podría llevarla a la embajada norteamericana. Rob Butler tal vez pudiera conseguirle asilo político, pero parecía un sueño imposible. Si venían por ella, también detendrían a David. Entretanto, Sun sería juzgado y ejecutado. Quo, inocente de todos los cargos, también sería procesada. Henry Knight y Tartan solucionarían sus problemas y al día siguiente los periódicos chinos y americanos hablarían de la compra, del dinero que había cambiado de manos y de la ventajosa operación. A pesar de todo, ni ella ni David deberían seguir perdiendo el tiempo, tenían que moverse. Pero no era fácil salir de Pekín si el gobierno los estaba buscando. Más de medio millón de ciudadanos se ocupaban de vigilar. Los cruces con semáforos disponían de cámaras para rastrear los coches en la ciudad. Siempre había formas de esquivar los dispositivos, y ella y David ya habían salido una vez de Pekín a escondidas. Pero ahora sería más complicado.
Mientras Hu-lan pensaba en todo eso, Quo seguía sollozando.
Hu-lan se acercó y le acarició la mano. David también había estado reflexionando y de repente se incorporó del borde de la mesa.
– Tengo que hablar con Miles. Este asunto se nos ha ido de las manos.
Hu-lan vio que marcaba el número y pedía comunicación con Miles Stout. Quo se había calmado un poco y le dijo a Hu-lan.
– Esta mañana he llamado a mi padre a California para decirle que no volviera. Allí tiene dinero y estará bien. Pero ¿y mi madre y yo? He traído la desgracia a mi familia. Mi padre se quedará abandonado en tierra extraña. Yo iré a la cárcel. Mamá morirá sola. -De pronto se le ocurrió una idea y se puso de pie-. Tengo que huir, tal vez pueda salir del país. Los disidentes lo hacen, tal vez yo también pueda. Dispongo de dinero, y si pago un poco aquí y otro poco allí… mañana podría estar en Vancouver. ¡No quiero morir! -exclamó presa del pánico.
Hu-lan la compadeció. Se había criado en un hogar privilegiado y no sabía lo que eran el hambre ni las penurias. Era demasiado joven para haber vivido la Revolución Cultural. Estaba acostumbrada a las fiestas, al champán, a los locales de karaoke y a las discotecas, a vestir ropa de marca y a viajar por el mundo. Pero en una hora su vida se había derrumbado de una forma que no habría imaginado ni en su peor pesadilla.
– ¿Hiciste algo malo? -le preguntó Hu-lan.
– Ellos dicen que sí.
– ¿Crees que hiciste algo malo?
Quo negó con la cabeza.
– Entonces no debes tener miedo.
Hu-lan oyó a David elevar el tono de voz:
– Miles, no puedes hacerlo, necesitas el voto de todos los socios.
Quo llamó su atención:
– Le estoy preguntando por qué dice eso. ¿No sabe lo que le harán a usted?
– Sí, pero yo tampoco hice nada malo.
– No pensará quedarse aquí, ¿verdad? -dijo Quo atónita.
Hu-lan miró de nuevo a David, que sostenía el auricular con tal fuera que tenía los nudillos blancos.
– ¿Circunstancias especiales? ¿De qué estás hablando? Cuando le explique a los socios lo que ha estado sucediendo…
David hablaba como si fuera a marcharse de China, pero no podían ir a ninguna parte que no fuera la cárcel.
cuanto más escuchaba la conversación de David y más hablaba con Quo, más quería largarse a casa y esperar. Estaba cansada de huir, le dolía el brazo, le ardía el cuerpo y lo único que deseaba era tenderse en una cama fresca y dormir. Notó la mirada angustiada de David y pensó que comprendía lo que ella pensaba, pero lo que dijo indicaba lo contrario: colgó el auricular y sin ninguna explicación empezó a dar órdenes.
– ¡en marcha! ¡Nos vamos a la embajada de Estados Unidos! -al ver que ni Hu-lan ni Quo se movían grito-: ¡ahora mismo!
Quo se levantó de un salto y Hu-lan se incorporó poco a poco, mientras David metía un par de cosas en el maletín. Quo corrió a coger su bolso y… -¿qué diablos buscaba? ¿La sombrilla? Alguien llamó a la puerta y se quedaron inmóviles, como imágenes congeladas. Hu-lan pensó que era una de las cosas más divertidas que había visto, pero la mirada de terror de Quo le ahogó la risa en la garganta.
– ¿Por qué no me habló de Sun y el soborno? -preguntó Henry Knight cuando abrió la puerta de golpe… ¿Sabía desde el principio lo que se estaba tramando? ¿Sabía que iban a detenerlo?
David, con el maletín en la mano y dispuesto a salir, preguntó:
– ¿Ya lo han detenido?
– ¿Cómo voy a saberlo? -contestó Henry y se dejó caer en una silla.
David se limitó a mirarle.
Henry contempló la escena: Quo con su vestido Chanel rosa, los ojos enrojecidos, con el bolso al hombro y una sombrilla en la mano. David despeinado, nervioso y con el maletín en una mano y el ordenador portátil en al otra. Hu-lan con aspecto exhausto aunque fueran las diez y media de la mañana.
– ¿Qué está pasando? -preguntó Henry.
– Por si no lo sabe, Sun no es el único que tiene problemas. Me han mencionado. Y también a Quo y a Liu.
– ¡Eso ya lo sé! Pero no pensarán huir como conejos, ¿verdad?
– Es exactamente lo que vamos a hacer.
– Se debe usted a su cliente.
David no disponía de tiempo para discutirlo. Miró a las dos mujeres.
– Vamos.
Se dirigieron hacia la puerta, pero Henry se interpuso.
– Si está detenido, será ejecutado y su muerte pesará en su conciencia.
– Si está detenido y voy a la celda a ayudarlo, lo más probable es que me quede allí. Si tengo suerte, se limitarán a expulsarme. Si no…
Henry sujetó a David por la camisa. Era un hombre pequeño pero enjuto y fuerte.
– Tiene usted un deber, muchacho, ese hombre es inocente.
– ¿Igual que es usted inocente de las prácticas ilegales de su fábrica? ¿Inocente de sobornar a Sun?
Henry lo soltó.
– ¿Se da cuenta de que en estos momentos mi hijo está vendiendo mi empresa a traición? Ese buitre de Randall Craig y su socio Miles Stout intentan arrancarme la vida, pero no pienso permitirlo. Emplearé hasta el último céntimo para evitar que se queden con Knight. Lo que ocurrió allí, si es cierto, es terrible. Pero yo también tengo dinero y gente en Nueva York dispuesta a comprar las acciones. Si Tartan quiere guerra, la tendrá. Le aseguro que lo que pasa en la fábrica ha terminado. Lo pasado, pasado está y ya no importa…