– Es cierto -coincidió Hu-lan-, pero tenemos que hacerlo.
Al cabo de pocos minutos llegaron al Holiday Inn o, mejor dicho, a unos metros. Había coches de policía y ambulancias bloqueando el aparcamiento y la entrada. Los botones con uniformes con galones dorados y los viandantes contemplaban a los jefes del hotel que exigían a la policía que retirara los coches. Había varios agentes de paisano del Ministerio de Seguridad Pública.
– ¡No pensarán meterse ahí! -casi gritó Henry, al ver que David abría la puerta del coche-. Lo más seguro es que estén muertos. Llegamos demasiado tarde.
Hu-lan le agarró por el brazo y le dio un empujón.
– Claro que vamos a entrar, señor Knight y usted el primero. Es una persona muy importante, así que compórtese como tal, grite, fanfarronee, lo que se le ocurra. Nosotros lo seguiremos.
Y así, con Henry delante, entraron en el vestíbulo refrigerado del hotel. Cuando un joven policía intentó detenerlos, Henry dijo con autoridad.
– No entiendo.
El policía vio que Hu-lan era china y le dijo que no podían entrar, pero ella lo miró como si no lo entendiera.
– ¡Tenemos prisa! ¡Negocios! ¡Somos extranjeros! -dijo David.
Henry pasó por delante del policía y caminó hasta los ascensores seguido por David y Hu-lan. Mientras se cerraban las puertas del ascensor, vieron que el policía se hacía el desentendido.
– ¿A qué piso? -preguntó Henry.
– Iremos hasta el último y bajaremos por la escalera -dijo Hu-lan.
En la escalera no había aire acondicionado y después de haber bajado cinco pisos todos sudaban. A Hu-lan le preocupaba Henry, sólo les faltaba un infarto, pero el anciano parecía en buena forma. En cambio ella volvía a sentir la somnolencia que la había asaltado en el despacho de David. Ojalá pudiera entrar en alguna planta refrigerada, buscar una habitación y dormir.
Siguieron bajando por la escalera de incendios y abriendo puertas en busca de actividad. En el noveno piso encontraron lo que buscaban. Hu-lan se secó la frente con un pañuelo de papel y dijo a sus acompañantes:
– Seguidme, pero no digáis nada.
Sacó la placa del MSP, entró en el vestíbulo y caminó decidida por el pasillo. Había un policía apoyado contra la pared con aspecto macilento, y al lado una vomitada. Algunos compañeros le ofrecían cigarrillos y agua embotellada, pero tampoco tenían buena cara. Debía de ser horrible.
En la puerta de la habitación Hu-lan mostró su placa, aunque conocía bien a la persona que montaba guardia. Yan Yao había trabajado en el Ministerio de Seguridad Pública durante casi treinta años, pero nunca había superado el rango de inspector de tercer grado. En los últimos tiempos había circulado por el departamento el rumor de su próxima jubilación, pero Hu-lan confiaba en que aún estuviera allí. Yan era lento y estúpido, por lo que siempre se le asignaba vigilar la puerta en vez de investigar. Asintió al ver a Hu-lan y no hizo el menor movimiento ni dijo nada para detener a los extranjeros que la seguían.
Incluso con el aire acondicionado les asaltó el olor a muerte: la oxidación de la sangre, el olor acre de excrementos, el sudor nervioso de los policías.
Cualquier muerte era horrible, incluso las de quienes morían plácidamente durante el sueño, pero aunque Hu-lan estaba acostumbrada a los asesinatos, le costó asimilar lo que les había ocurrido a Pearl Jenner y a Guy In.
Estaban en la cama de matrimonio desnudos. Debían de estar practicando algún tipo de fantasía sexual, aunque Hu-lan no consiguió descifrar en qué consistía. Pearl tenía las muñecas y los tobillos atados a la espalda con un trozo de cuerda, que también le rodeaba el cuello y le cimbraba el cuerpo para atrás. Tenía las rodillas separadas debido a esa postura forzada y sus partes íntimas habrían quedado al descubierto de no ser por el otro cadáver que las cubría. De los nudos que rodeaban los tobillos de Pearl, la cuerda seguía hasta la otra víctima. Guy In estaba atado en la misma postura, con el pecho pegado al de ella.
Hu-lan sintió un mareo y pensó que iba a desmayarse. Entonces oyó a sus espaldas que alguien jadeaba, se recompuso y se dio la vuelta para acompañar a David fuera de la habitación. Pero no era David. Él estaba bien, dentro de lo que cabía teniendo en cuenta el espectáculo. Era Henry temblando como una hoja y blanco como un papel.
– Yan, saque a este hombre de aquí -ordenó Hu-lan-. Déle un poco de té y una silla.
Hu-lan volvió a contemplar la espantosa escena, y vio que David se había acercado a la cama donde Fong, el forense, estaba agachado, con los guantes puestos y las gafas bifocales en al punta de la nariz. Cuando Hu-lan se acercó, Fong levantó la vista y le sonrió.
– Inspectora, siempre la envían a ver os mejores, ¿eh? -dijo en inglés para que David lo entendiera. El forense no se incorporó, no le gustaba recordar lo bajito que era al lado de Hu-lan. Volvió a agachar la cabeza sobre los cadáveres-. Extranjeros -gruñó-. La propaganda os dice que son decadentes, pero hay que ver algo así para creerlo.
– ¿Cuánto tiempo llevan muertos? -preguntó Hu-lan.
– ¡Ah, inspectora! -exclamó Fong-. ¡Tenemos un caso de muerte por frenesí erótico y usted quiere saber cuánto llevan muertos!
Algunos de los hombres que buscaban huellas dactilares, revolvían el equipaje y rebuscaban en la basura rieron alegremente. A Hu-lan no le hizo gracia.
– Máximo dos horas -contestó Fong, poniéndose en cuclillas.
– ¿Cómo los han encontrado?
– Entró la camarera. ¡Imagínese su impresión! -Soltó otra carcajada y por fin volvió a hablar en serio-. El año pasado asistí a un congreso internacional sobre medicina forense en Estocolmo. Hubo una conferencia sobre muerte por frenesí erótico y sentí curiosidad. Aunque nunca me había encontrado ningún caso, había leído sobre ello en libros extranjeros. -Indicó los cuerpos y adoptó un tono magistral-. Ve cómo funciona, ¿no? Con cada empujón de él, las cuerdas de ella se van tensando y cada vez que él retrocede sus propias cuerdas se tensan más. Se supone que la falta de aire aumenta el placer sexual. Mucha gente muere así en Occidente -dijo, más con asombro que con desaprobación.
Ni Hu-lan ni David le sacaron de su error.
– Pero ya ve el problema, ¿no, inspectora?
Hu-lan observó los cadáveres. Las caras estaban azuladas y había pequeños derrames en los ojos, el rostro y el cuello. Negó con la cabeza.
Fong le echó una mirada a David.
– Pero usted sí -le dijo.
– Creo que sí. Comprendo cómo funciona el sistema, pero ¿quién hizo los nudos?
– ¡Exacto!
Hu-lan, culpando al embarazo de su despiste, miró a los dos hombres. David se preguntó en qué estaría pensando; solía sacarle mucha ventaja en estos asuntos.
– Supongamos que alguien se dispone a practicar este tipo de relación sexual -dijo David-, que quiere intensificar el orgasmo. Se corta la circulación de sangre de la compañera, o ella corta la de él. Tal vez uno ha montado algo que ayude a los dos. Pero mira cómo están atados, Hu-lan. Una vez ella atada, no pudo atarlo a él, y es imposible que él se atase solo. Es un asesinato con la apariencia de un exceso sexual.
– Estoy de acuerdo -contestó Fong-. Cuando los lleven al laboratorio buscaré semen para confirmarlo. Ya le enviaré el informe…
Estas palabras afectaron a Hu-lan. Fong no sabía nada de sus problemas, o los sabía y había preferido no mencionarlos, lo cual no era propio de él. Cuando las cosas iban mal, sus colegas disfrutaban haciendo comentarios furtivos lo bastante alto para que ella los oyera. Pero esa mañana nadie le había hecho la menor insinuación sobre las noticias de la televisión y la prensa.
Sólo podía significar que Zai o alguien de más arriba quería que ella lo notara.
– Una última pregunta, doctor Fong. ¿Han encontrado alguna carpeta o documentos? -preguntó Hu-lan.
– Sólo los pasaportes y los objetos personales.
Abandonaron la habitación sin despedirse, en el pasillo recogieron a Henry Knight todavía pálido, bajaron en el ascensor y salieron al calor infernal sin que nadie les interceptara o les hiciera ningún comentario.
– ¿La misma persona los mató a todos? -preguntó David cuando volvieron al coche.
– Me parece más acertado preguntar si es eso lo que quieren que pensemos -contestó Hu-lan-. ¿Se supone que tenemos que aceptar lo que parece, un fallo de una perversión sexual, o que debemos reconocerlo como un asesinato inteligente?
El coche entró en la autopista de peaje. El tráfico disminuyó y Lo pudo al fin conducir a una velocidad constante aunque no muy alta.
– Me pareció un asesinato -dijo David- por ser tan obvio, tan teatral. El asesino quería alardear de lo que es capaz de hacer.