– Cuando terminé la visita, mi padre quiso que volviera a casa, y lo hice, aunque yo quería vivir en China. Él seguía sin entenderlo, pero yo intentaba convencerlo. Durante ese tiempo seguí enviando dinero para ayudar a Sun. Los chinos lo llamaban “dinero para el té”. Después de la guerra, los nacionalistas y los comunistas volvieron a su lucha sangrienta. En 1949 Chiang Kai-chek fue derrotado y se retiró a Taiwán; Mao marchó sobre Pekín y el telón de bambú cayó. Ustedes aún no habían nacido; en esa época los sentimientos anticomunistas eran viscerales. Mantener algún tipo de contacto con China era peligroso. En 1950 se firmó un embargo, McCarthy campaba a sus anchas, y el dinero para el té ya no cruzaba el Pacífico.
– La gente aquí también debía de estar asustada -dijo Hu-lan-. ¿Cómo explicaría a los nuevos camaradas que estaba recibiendo dinero de imperialistas extranjeros?
– No cabe duda de que era arriesgado -dijo Henry-. Pero siempre se puede encontrar un sistema, y si eras astuto, y Sun lo era, sabes esconder el dinero, vives con frugalidad y gastas con moderación. Tenga en cuenta que yo no enviaba ninguna fortuna, sólo cincuenta o cien dólares de vez en cuando. Lo suficiente para comida, para que estudiara, y más adelante, cuando en China la corrupción iba en aumento, cantidades para sacarle de algunos apuros.
Hu-lan no dejaba de pensar en el dangan de Sun. Durante años había aceptado el dinero de Henry. ¿Cómo era posible si era un verdadero comunista? ¿Habría entregado el dinero al gobierno? Según el dangan, no. Debió de guardarlo y usarlo para evitar problemas durante la Revolución Cultural. Pero ¿cómo no había salido a la luz? ¿empleó sus fondos para tener acceso al expediente, para pagar a alguien que efectuara los cambios y falseara su pasado?
– Ni una palabra del o que ha explicado me tranquiliza -dijo David, expresando lo que Hu-lan pensaba-, ya que en cierta forma usted ha estado pagando sobornos a Sun durante más de cincuenta años.
– ¡Ayudaba a un amigo! -exclamó el anciano-. Lo que le enviaba no era nada comparado con lo que él me había dado. ¡Me salvó al vida! ¿No lo ve?
– Lo que veo es a un buen hombre que intentó hacer lo correcto, que quizá no haya llamado a las cosas por su nombre; regalo en vez de soborno, y al hacerlo se convirtió en una pieza del juego de Sun.
– Es usted ciego y estúpido -le contestó Henry.
Los dos se miraron ceñudos. Henry fue el primero que desvió la mirada al levantarse para ir a comprobar si había entrado el fax. Nada. Volvió a su asiento, se abrochó el cinturón y se puso a mirar por la ventanilla. David también contemplaba las nubes, dejando a un lado lo que acababa de escuchar mientras planeaba los próximos movimientos. Cuando el avión aterrizara, deberían actuar rápido y con eficacia. También pensó en Hu-lan. Por mucho que dijera lo contrario, no estaba bien. Seguía acalorada, incluso con el aire acondicionado, se quedaba dormida cada vez que podía y su mente parecía estar en otra parte. Tenía que llevarla a un médico.
Las autoridades del aeropuerto de Taiyuan autorizaron, como otras veces, el aterrizaje del avión del señor Knight, que se realizó sin incidentes. Sin embargo, a partir de ese momento toda actividad relacionada con el Gulfstream de Knight fue distinta a ocasiones anteriores. Por suerte, nadie demostró interés. Ni siquiera se acercaron a averiguar porque nadie bajó del avión, excepto un chino fornido con aspecto de policía que cruzó la pista, salió al edificio de la terminal, regateó y pagó generosamente a un conductor para “alquilar” su coche (lo que significaba que Lo le mostró la placa del MSP y profirió algunas amenazas escalofriantes). A continuación, entró con el coche por la puerta sur, cruzó la pista, aparcó y subió al avión privado, donde no se apreciaba ninguna actividad.
Dentro del avión, los minutos se hacían eternos mientras esperaban el fax de Anne Baxter Hooper. Uno tras otro comprobaron que las líneas estuvieran correctamente conectadas. David estaba cada vez más convencido de que la llamada estaba bloqueada, pero Hu-lan -que acababa de despertarse de una pesadilla llena de imágenes horripilantes de guerra y de la fábrica Knight con cuerpos mutilados y dinero sucio- dudaba que pudiera impedirse la conexión.
Al fin la máquina cobró vida, empezaron a aparecer los papeles y David fue cogiendo las hojas conforme iban saliendo. Igual que las otras, no tenían ningún sentido, ni solas ni comparadas con los documentos que Sun le había entregado.
A pesar de las objeciones de Henry, decidieron no ir a buscar a Sun.
– Si su amigo se esconde en la montaña de Tianlong, será difícil encontrarlo -le dijo a Hu-lan, después de que Henry acusara a David de no entender nada y de que sólo le importaba salvar el pellejo-. Por ahora es mejor que se quede donde está. Vamos a solucionar este asunto de una vez por todas si Sun es inocente, como usted dice, señor Knight, lo rescataremos sano y salvo. Si es culpable, lo encontrarán, lo juzgarán y fusilarán, hagamos lo que hagamos.
– Lo único que estoy diciendo es que su novio se olvida de que Sun es su cliente…
– Henry, se lo he repetido veinte veces, no me olvido de…
– ¿Nos vamos? -preguntó Hu-lan.
El copiloto abrió al puerta y bajó la escalerilla. El calor y la humedad recibieron a los viajeros y un sudor pegajoso los empapó al instante. Lo y Hu-lan subieron al asiento delantero y Henry y David ocuparon la parte posterior de un Citroën fabricado en Wuhan. Lo los llevó por el centro de Taiyuan, cruzaron el raquítico río Fen y después se dirigieron al sur por la autopista. Lo tomó la salida de Da Shui y siguieron hacia el oeste hasta llegar al cruce. A partir de allí, volvieron a girar y recorrieron el trayecto que los separaba de la pequeña granja de Su-chee.
El sol del mediodía caía a plomo sobre el pequeño solar. Las cigarras cantaban y el aire sofocante hacía reverberar los campos. Hullas asomó la cabeza por la puerta de la casa para ver si Su-chee estaba allí, volvió a sacarla y llamó a gritos a su amiga. Vieron a Su-chee emerger de un campo de maíz lejano y cruzar el huerto. Cuando llegó, Hu-lan se la presentó a Henry. Al comprender que era el hombre que había contratado a su hija y que, según creía, había corrompido al pueblo, le miró con ojos implacables, sin prestar atención a las palabras amables del hombre.
– ¿Por qué lo has traído aquí? -preguntó a Hu-lan.
– Tenemos que ver otra vez los papeles de Miao-shan.
Su-chee permaneció inmóvil bajo el sol abrasador, pensando y sopesando. A continuación se dio la vuelta y con un andar cansino entró en el cobertizo donde guardaba las herramientas. Al cabo de pocos minutos salió y encabezó la marcha hacia la casa. Lo se quedó fuera para vigilar.
El calor en el interior de la casa era insoportable; debían de estar a más de cuarenta grados. Su-chee empezó a desplegar los planos, pero David la interrumpió.
– Esos no, los otros papeles.
Su-chee dejó los planos de la fábrica encima de la mesa y mientras esperaban. Henry los extendió y contempló con tristeza. David aprovechó para observar a Hu-lan, que se había dejado caer en uno de los cajones que servían de asientos. Estaba pálida y tenía gotas de sudor en el cuello. También miraba los planos de la fábrica, pero no prestaba atención.
– Aquí tienen -dijo Su-chee con tono brusco, dejando los papeles con las columnas de números sobre la mesa.
Henry puso el fax al lado de los otros documentos y miró intrigado a David, que dudaba. Sun era su cliente. Si era culpable, lo pondría en evidencia. Pero si era inocente, ésa era la única forma de probarlo. Abrió el maletín, sacó los papeles de Sun y los dejó al lado de los otros. Los cuatro leyeron, intentando descifrarlos. Al cabo de un momento Su-chee se apartó, pero para los demás empezó a aclararse todo. El fax de Anne era la clave, ya que proporcionaba los diversos bancos, números de cuenta y los movimientos entre las cuentas de SUN GAO y las empresas ficticias.
Cada semana salía dinero de la cuenta principal de Knight International en la sucursal del Banco de China en Taiyuan. De allí se transferían cantidades variables a otras cuentas de la misma sucursal, donde no permanecían más de un día. Estas cuentas eran las que coincidían con la lista de Su-chee y utilizaban las iniciales de Sam y sus amigos para formar SUN GAO. Ese dinero se transfería a lo que parecían las cuentas de Sun en Estados Unidos. Sin embargo, lo números de las auténticas cuentas de Sun no tenía nada que ver en ese esquema. Se había chocado en las columnas, al lado de los nombres de las empresas ficticias, únicamente para engañar, objetivo que habían logrado. Aquí la clave de Keith proporcionaba otra lista de cuentas que abarcaba un espectro poco habitual de compañías principalmente de la costa Oeste de estados Unidos de propiedad asiática, cuya iniciales también daban como resultado SUN GAO: Sumitomo, Union, National, Glendale federal, American y Nipón Knogyo Ginko.