Cuando David trabajaba en el bufete se había hecho amigo de Keith Baxter, uno de los jóvenes abogados reclutados por Miles para el trabajo de Tartan. David cogió la agenda, buscó el número directo de Keith y lo llamó. Al cabo de unos minutos habían quedado en encontrarse en el Walter Grill de la Grand Avenue para tomar unas copas y cenar. Keith era un buen tipo, bastante abierto. La próxima vez que llamara Hu-lan, David se aseguraría de tener toda la información que necesitara sobre Knight.
A las siete, el Walter Grill estaba repleto de gente que iba a cenar antes del teatro, gente que salía de los bloques de oficinas y tenía comidas de negocios o citas privadas. Era un restaurante especializado en mariscos y los comensales se ponían baberos de plástico para protegerse la ropa de las salpicaduras de bouillabaisse o de trozos de cangrejo. En otras mesas había clientes que atacaban platos de gambas, ostras, mejillones y erizos.
David siguió a la camarera que se abría camino por el comedor principal hasta una mesa que había más allá. Keith ya estaba sentado con un whisky con hielo. Se acercaron a tomarle el pedido a David, que preguntó a Keith:
– ¿Pedimos una botella de vino?
Keith asintió y pidió una botella de Château St. Jean. Al cabo de un rato, ya con la copa de vino, y Keith con otro whisky, David examinó a su antiguo colega.
diez años atrás, cuando Keith había llegado a Phillips, MacKenzie amp; Stout, acababa de salir de la facultad. Lo único que sabía de leyes era cómo aprobar un examen y discutir con un profesor. Y, salvo en las prácticas universitarias, no había pisado un tribunal con jurado. Pero en la empresa, tal como sucedía en muchos bufetes de todo el país, no se esperaba que llevara un caso ante un tribunal hasta al cabo de muchos años. Le encomendaron varios asuntos de David: redactar alegaciones, efectuar revisiones de documentación y resumir declaraciones de testigos. Cuando David se marchó del bufete, Keith ya tenía una buena participación. Hacía unos años se había convertido en socio especializado en fusiones y adquisiciones. Pero antes no era más que un socio minoritario con pretensiones, o sea, trabajaba duro pero la fama y la diversión se las llevaban otros.
Ahora que lo tenía delante, David vio que la década pasada había hecho mella en él. Ya no tenía aquel aspecto ligeramente atlético, había engordado y empezaba a perder pelo. ¿Y la bebida? David no recordaba que bebiera tanto.
Con la cena -mahi mahi hawaiano con arroz nori y sésamo tostado para David, pescado tropical con salsa de chiles para Keith-, la conversación giró alrededor de amigos comunes, comisiones jurídicas en las que habían trabajado y noticias de actualidad. Bromearon sobre el cautiverio de David en manos del equipo de seguridad del FBI: las comidas rápidas, la jerga, la pomposidad con que los agentes encaraban un trabajo que David consideraba innecesario. Cuando acabaron de cenar, Keith pidió un coñac y David un café.
– ¿Todavía te tienen esclavizado en el bufete? -le preguntó David al fin.
– Sí, ya sabes cómo es.
– ¿Y aún no has intervenido en ningún juicio?
– Joder, no. Soy abogado mercantil en exclusiva.
– bueno, no es demasiado tarde para volver a los tribunales. Si quieres experiencia, ven a la oficina de la fiscalía. A final de año habrás estado en tantos juicios…
– Sí, y mi cuenta corriente en números rojos.
David se encogió de hombros.
– Hay otras cosas además del dinero.
– ¿De veras? ¿Qué?
La amargura en el tono de Keith obligó a David a levantar la vista.
– Hacer lo correcto, trabajar del lado de la justicia, sacar de la calle a los malos. -David pronunció las palabras pero no sabía si seguía creyendo en ellas. Muchas cosas en su propia vida le habían hecho cuestionarse sus propias ideas acerca de quién era y qué hacía.
– ¿Cómo puedes decir esa estupidez después de todo lo que te ha pasado? -repuso Keith como si le hubiera leído el pensamiento. Como David no respondía, añadió-: Después de todo lo que te ha pasado en China…
Se suponía que nadie sabía exactamente lo que le había pasado en China. ¿era una suposición de Keith o en realidad sabía algo? David decidió desestimar el comentario con una sonrisa.
– Lo único que digo es que te divertirías más si cambiaras de trabajo -comentó-. No tienes que trabajar para el estado, hay otras cosas para hacer.
– ¿Y mis clientes? -como David levantó una ceja inquisitiva, Keith añadió-: Vale, no son clientes míos, exactamente, pero aún así me siento responsable. Puede que no sea el socio más importante, pero soy el que habla con los clientes a diario.
– ¿Para quién trabajas?
– ¿En el bufete? Para Miles, naturalmente.
– Algunas cosas no cambian nunca.
– Pues otras sí que cambian. -volvía a sonar amargado.
– ¿A qué te refieres?
– Mejor que no lo sepas, David. Reconocerías el lugar, es cierto. Tenemos las mismas alfombras, las mismas cortinas, los mismos escritorios de roble y toda esa mierda, pero tío, estamos al final del milenio y la profesión ya no es lo mismo.
– Todos estamos quemados -observó David.
Keith meneó la cabeza y tomó otro trago de coñac.
– Pero no me has invitado a cenar para ponerte al día. ¿Qué pasa? -dijo-. ¿Quieres volver al bufete? ¿Estás tanteando el ambiente? Si consigo que vuelvas, te aseguro que a fin de año me llevo una bonificación.
Los dos hombres se miraron por un momento y se echaron a reír. David se dio cuenta de que era la primera vez en la noche que veía el viejo sentido del humor de Keith.
– No es eso, pero cuando llegue el momento te prometo que serás el primero en saberlo.
– Lo dudo. Los socios principales hablan de ti todo el tiempo. Me asombra que no hayas tenido noticias de ellos.
David pensó en las invitaciones sin abrir que había tirado, pero antes de poder explicárselo, la sonrisa de Keith se desvaneció.
– ¿Qué quieres? -le preguntó.
– Se trata de Knight International. Como Tartan está comprando la empresa, he pensado que podías hablarme de ello.
– Todo lo que podría decirte entraría en la categoría de información privilegiada.
David esperó que Keith añadiera algo más, pero éste tomó otro trago de coñac y levantó la copa vacía para indicarle a la camarera que le trajera otro. Al volver a bajar la mano, David notó que temblaba. ¿Había estado tan nervioso toda la noche?
– Venga -dijo al fin David-, ¿qué está pasando últimamente con Knight?
– ¿Por qué o preguntas? ¿Es alguna investigación del Departamento de Justicia? Porque en ese caso, está completamente fuera de lugar.
– ¿Pero qué dices? ¿No puedes responder a una sencilla pregunta?
Keith se encogió de hombros.
– Ya te lo he dicho. Las cosas han cambiado en el bufete. Hemos de tener cuidado con los extraños.
– Yo no soy un extraño.
– Pero tampoco estás obligado a ser discreto con lo que yo te diga.
– La forma en que me hablas me hace pensar que tú, el bufete o Tartan tenéis algo que esconder. ¡Alégrate! Sólo quería un poco de información sobre Knight y pensaba que serías una buena fuente.
– Hazme un favor y lee las noticias de Knight en los periódicos.
La conversación había tomado un rombo extraño. Keith tenía la frente sudorosa y se la secaba con la servilleta. Estaba colorado de rabia, por lo que había bebido y por el calor que hacía en el salón. Pero ahí había algo más. ¿Desde cuándo un viejo amigo no contestaba una simple pregunta? ¿Acaso Keith pensaba que era una especie de prueba ética? ¿Y esa ridiculez sobre una investigación? Seguramente era el alcohol. David podía haber esperado al día siguiente para hacerle las preguntas, cuando Keith lo llamara para decirle que tenía un dolor de cabeza del carajo y que lamentaba haberse portado como un gilipollas. Pero en cambio decidió poner sus cartas sobre la mesa.
– Mi novia… -era raro llamar así a Hu-lan, ¿pero cuál era la palabra adecuada? Se aclaró la garganta y probó de nuevo-. MI novia vive en China.
Keith sonrió y volvió a cambiar de humor.
Liu Hu-lan. No la conozco, pero recuerdo que me has hablado de ella. Cuando nos conocimos estabas muy desconsolado. Me he enterado de que después volviste a tus cabales, ¿no?