– No voy a explicar los síntomas de la muerte por inmersión, porque este chico no se ahogó en el agua. Le pido que se fije en otras señales. Observe que los ojos tienen puntitos rojos. También hay capilares rotos en la cara y el pecho. Lo cual demuestra algún tipo de asfixia: ahorcamiento, estrangulación, agarrotamiento.
– ¿Y no mostraría las mismas señales un ahogado en el agua?
Muy bien, pensó Hu-lan, empieza a centrarse.
– Ya se lo he dicho. Tsai Bing no se ahogó.
– Pues entonces, ¿qué le pasó?
Era importante dar la impresión de que Woo hacía el descubrimiento, así que dijo:
– Fíjese en las manos, sobre todo en las uñas. ¿qué ve?
– Tiene las uñas rotas y ensangrentadas. Debió de lastimarse al intentar salir del pozo.
– Ya estaba muerto antes de caer al pozo, se lo garantizo, ¿qué más ve?
– El color de la piel debajo de las uñas está bien. Rosado.
– Demasiado bien, ¿no le parece?
El capitán Woo no lo sabía. Era el segundo cadáver que tenía que certificar y el primero que veía de cerca.
– Tsai Bing está cianótico -dijo Hu-lan.
– ¿Se refiere a envenenamiento con cianuro?
– ¿Huele usted a almendras amargas? -le preguntó con tacto.
Woo negó con la cabeza.
Yo tampoco -dijo Hu-lan-. Pero hay otra posibilidad. El envenenamiento por monóxido de carbono presenta los mismos síntomas. Si estuviéramos en otra parte, diría que Tsai Bing pudo haberse suicidado encerrándose en el coche y manipulando el tubo de escape para que los gases entraran dentro. Habría muerto rápido y casi sin dolor.
– Tsai Bing no tenía coche…
– Y dondequiera que estuviese encerrado, luchó por salir -añadió Hu-lan.
Se quedaron en silencio. Aparte de las cigarras, no se oía nada e incluso la señora Tsai había dejado de llorar. Hu-lan esperaba a que Woo sacara sus propias conclusiones. Por fin el hombre habló.
– En Da Shui los coches son propiedad del gobierno. Nuestro departamento de policía dispone de dos. El médico también tiene uno. Tenemos otro compartido con un consorcio para llevar a la gente a otros pueblos por una pequeña suma. Aparte de eso, hay autobuses y camiones para el transporte de personas y mercancía. También hay otros vehículos que utilizan gasolina.
– Maquinaria agrícola -dijo Hu-lan.
Por primera vez Woo la miró a los ojos. De repente cayó en la cuenta del o que ella había visto claramente al acercarse al cadáver. Woo inquirió con la mirada y ella asintió. Sí, su conclusión era correcta. Woo se incorporó y se dirigió a los vecinos.
– Nuestro gobierno tiene un lema que quiero que todos recuerden: “Clemencia para el que confiesa, severidad para el que calla”.
Los campesinos clavaron la mirada en el suelo. La señora Tsai se echó de nuevo a llorar al comprender que la muerte de su hijo no había sido un desgraciado accidente.
– Nuestro vecino y amigo Tsai Bing ha sido asesinado. El culpable tiene un minuto para confesar, transcurrido ese tiempo no habrá posibilidad de clemencia.
Nadie dijo nada, pero todos empezaron a mirar las caras conocidas desde hacía tanto tiempo. Woo, ahora envalentonado, se paseaba entre los campesinos.
– Sólo hay una persona que consideramos irreprochable -dijo en voz alta-, que ha hecho mucho bien a la comunidad. Conforme aumentaba su riqueza, compartí al maquinaria agrícola de su granja con los vecinos. Es el único capaz de haber matado a Tsai Bing, y estoy seguro de que cuando inspeccionemos el garaje donde guarda su maquinaria, encontraremos sangre de Tsai Bing en la puerta, ya que el pobre muchacho intentó salir hasta que le faltaron las fuerzas.
Los campesinos sabían de quién estaba hablando, pero no podían creerlo.
Hay una sola persona que encaja con la descripción y todos sabemos quién es. -El capitán Woo se detuvo delante de Tang Dan-. La única pregunta pendiente que tienen sus vecinos es por qué.
La señora Tsai dejó escapar un grito y se desmayó en los brazos de su marido.
Tang Dan miró con desdén al policía.
– ¡Por qué! -gritó Woo.
Tang Dan parpadeó.
– Creo que ya ha pasado el minuto que tenía -dijo a continuación-, así que no importa lo que diga. -Alargó las mano para que lo esposaran.
Woo miró a Hu-lan, no muy seguro de cómo seguir. A l ver que ésta asentía, esposó a Tang Dan y lo llevó a empujones hasta el coche de policía.
Su-chee se adelantó y golpeó el pecho de Tang Dan con los puños hasta derribarle.
– ¿Por qué? ¿Por qué?
Los demás vecinos estrecharon el círculo, empuñando las hoces y otros utensilios como armas. Incluso los que iban con las manos desnudas se acercaron, tensos por la ira y el deseo de venganza. Un chico, único hijo, había sido asesinado por un hombre que se hacía rico mientras ellos seguían siendo pobres.
– Viene de la clase de los terratenientes -dijo alguien.
No se le pueden cambiar las rayas a un tigre -exclamó otro, citando un dicho proverbial.
– ¡Cerdo asqueroso!
– ¡Maldito seas!
Los campesinos chinos tenían a sus espaldas cinco mil años de precedentes para castigar semejante crimen. En los viejos tiempos, a un ladrón, secuestrador o vándalo lo llevaban ante el pueblo y lo obligaban a caminar entre el populacho, que mientras lo acusaba e insultaba le tiraba piedras y lo golpeaba con palos.
También podían condenarlo a llevar un can gue, un enorme collar de madera que hacía casi imposible comer o apartar las moscas. A veces lo encadenaban a un cepo público para que todos se enteraran de su delito.
Según la tradición que se remontaba a Confucio, el castigo se aplicaba con la misma rapidez y el mismo rigor para los delitos domésticos. Si un hijo golpeaba a su padre, el padre tenía derecho a matarlo. Si un padre maltrataba a su hijo, no había castigo. Si un terrateniente le robaba al pueblo o violaba una hija de alguien, no se podía hacer nada, salvo agachar la cabeza y esperar que no volviera a ocurrir. Si un campesino se atrevía a intentar algo contra un terrateniente, el castigo era brutal y definitivo. Durante cinco mil años la ley se había aplicado de esa forma. Cuando los comunistas tomaron el poder, los tipos de delitos cambiaron, pero los castigos muy poco. Ahora era el gobierno el que actuaba con prontitud, según el dicho “a veces hay que matar un pollo para mover al mulo”. Y por lo tanto, como el gobierno comprendía que las masas aún necesitaban su momento de poder, la guerra civil y las masas aún necesitaban su momento de poder, la guerra civil y la Revolución Cultural había sido tan cruelmente salvajes.-
– ¡Bestia!
– ¡Asesino!
– ¡El diablo toca la campana cuando viene a buscarte y ahora está sonando, Tang Dan!
Hu-lan ya había visto a la multitud actuar de esa manera, había formado parte de ella. Exigía ojo por ojo. Al ver la expresión del capitán Woo y los demás policías, supo que no moverían un dedo para frenar a los campesinos. Era fácil mirar a otra parte, menos papeleo y contemplaba a los aldeanos. De hecho, Woo y sus camaradas incluso participaban. Pensó que era una suerte que Siang no estuviera allí para verlo.
Se abrió paso entre la multitud y se puso delante de Tang Dan y Su-chee.
– Tengo que hablaros -anunció.
Buscó a David, encontró su rostro atónito, y pensó que ojalá pudiera hablar en inglés para que la entendiera. Vio que Lo estaba a su lado y empezó a explicar lo que pasaba. Contempló los rostros ajados por el trabajo duro. Esa gente jamás había descansado, sólo conocían el sufrimiento. Sus alegrías eran sencillas: el nacimiento de un niño, una buena cosecha, la suspensión de una campaña política.
Ahora dos de sus vecinos habían perdido a sus hijos, un don del cielo aún más precioso debido a la política gubernamental del hijo único.
– Tenéis razón al decir que este hombre proviene de familia de terratenientes, ya que sus problemas surgen de viejos sistemas que todos hemos intentado superar. Algunos de vosotros sois lo bastante ancianos para recordar cómo eran los terratenientes: insidiosos, crueles, despiadados, y la mayoría también codiciosos. Tang Dan es un hombre codicioso y supongo que siempre lo ha sido.
Hu-lan buscó de nuevo el rostro de David y vio que Lo iba traduciendo lo que ella decía, mientras algunas personas ya empezaban a asentir entre murmullos. David se mostraba confuso, ya que sus palabras en vez de calmar los ánimos contribuían a excitarlos. Ella, consciente de que él no le quitaba la vista de encima, desvió la suya.
– No soy más que una visita, aunque estuve aquí hace muchos años. Desde mi regreso he visto los cambios de Da Shui y del interior. Todos estamos de acuerdo en que las condiciones han mejorado. Tenéis electricidad, televisión y, algunos, hasta frigorífico, todas cosas buenas -dijo señalando alrededor con las manos-. Al principio me cegaron, como os han cegado a vosotros.