No precisaba Sturm ver los cadáveres que yacían en la nieve ensangrentada para constatar que estaba en lo cierto. Se hallaban todos en el lugar donde habían tratado de reagruparse a fin de resistir el embate. En cualquier caso, poco importaba cómo habían muerto. Se preguntó quién contemplaría su inerte cuerpo cuando todo hubiese concluido.
Flint se asomó por una grieta del muro.
—Al menos sucumbiré en terreno seco —declaró.
Sturm esbozó una sonrisa, mientras se atusaba el bigote. Al reflexionar sobre la muerte no pudo por menos que otear la región donde naciera, un hogar que apenas había conocido, un padre que casi no recordaba y un país, en suma, que había condenado a su familia al exilio. Estaba a punto de sacrificar su vida para defender este país. ¿Por qué? ¿No sería acaso más lógico abandonarlo y regresar a Palanthas?
Durante toda su existencia había respetado el Código y la Medida de la Orden. Est Sularis oth Mithas, Mi Honor es mi Vida: esta divisa era todo cuanto le quedaba. La Medida se había esfumado, había demostrado ser un completo error. Rígida e inflexible, sus dictados agarrotaron a los caballeros solámnicos en una funda de acero más pesada que sus armaduras. Al verse aislados, luchando para sobrevivir, sus compañeros se habían aferrado a ella en un acto desesperado, sin comprender que era un ancla que los hundía en lugar de sacarlos a flote.
«¿Por qué adopté yo una actitud diferente?», se preguntó. Pero adivinó la respuesta al oír rezongar a Flint. Fue a causa del enano, del kender, del mago, del semielfo... Ellos le habían enseñado a ver el mundo a través de otros ojos, almendrados unos, redondos y saltones los otros, incluso pupilas con forma de relojes de arena. Los caballeros como Derek sólo admitían el blanco y el negro, mientras que él había observado su entorno en su radiante colorido, en los incontables matices del gris.
—Ha llegado la hora —le anunció a Flint, y ambos descendieron del elevado punto de mira en cuanto las primeras flechas enemigas, con sus envenenadas puntas, trazaron su circular trayectoria sobre los muros.
Entre gritos y amenazas, clamores de trompetas, estruendo de escudos y espadas, los ejércitos de los dragones atacaron la torre del Sumo Sacerdote en el instante en que la luz del sol inundaba el cielo.
Al anochecer, el estandarte ondeaba aún en su mástil. La torre estaba incólume, pero la mitad de sus defensores habían muerto.
Durante el día los vivos no tuvieron tiempo de cerrar sus párpados ni de recomponer sus miembros, retorcidos en agónicas posturas. Debían concentrar sus esfuerzos en conservar su propia integridad. Llegó la paz con la penumbra, cuando los ejércitos se retiraron para descansar y esperar un nuevo amanecer.
Sturm caminaba de un lado a otro de las almenas, dolorido su cuerpo tras la agotadora jornada. Pero cada vez que intentaba relajarse sufría violentos calambres, sentía su cerebro a punto de estallar. Reanudaba entonces su deambular con paso lento y mesurado, sin saber que su aparente firmeza borraba de las mentes de los jóvenes caballeros los terribles recuerdos del día. Aquéllos que, en el patio, trasladaban los cadáveres de amigos y compañeros pensando que quizá mañana alguien haría lo mismo con ellos, oían las pisadas de su Comandante y veían aliviarse sus temores.
Lo cierto era que las sonoras pisadas del caballero reconfortaban a todos salvo a él mismo. Sus cavilaciones lo sumían en un auténtico tormento. Presagiaba la derrota y se decía que moriría de una forma innoble, sin honor; recordaba como una tortura el sueño en el que se le apareciera su cuerpo mutilado por las siniestras criaturas que ahora se hallaban acampadas a escasa distancia.
«¿Se hará realidad la pesadilla? ¿Desfallecería al final, incapaz de controlar su miedo? ¿Le decepcionaría el Código como lo había hecho la Medida?», se preguntaba con un estremecimiento.
Un paso, otro, otro más... «¡Ya es suficiente! —se ordenó enfurecido—. No tardarás en volverte loco como el pobre Derek.»
Al girarse repentinamente sobre sus talones, Sturm se tropezó con Laurana. Se entrecruzaron sus miradas, y la luz que de ella dimanaba iluminó sus negros pensamientos. Mientras existieran en el mundo una serenidad y una belleza como las suyas quedaría esperanza. Le sonrió y la muchacha ensanchó también sus labios, borrándose al instante de su rostro los surcos de la fatiga y la preocupación.
—Descansa —dijo Sturm—. Pareces agotada.
—He intentado dormir —contestó la elfa—, pero he tenido espantosas pesadillas. He visto manos aprisionadas en urnas de cristal, enormes dragones que volaban por pasillos de piedra —meneó la cabeza y se sentó, exhausta, en un rincón resguardado de la gélida brisa.
Sturm desvió los ojos hacia Tasslehoff que, tumbado al lado de la joven, dormía profundamente con el cuerpo encogido. El caballero lo miró sonriente. Nada inquietaba a Tas, que había tenido un día glorioso destinado a pervivir para siempre en su memoria.
—Nunca antes tomé parte en un sitio —había oído Sturm, durante la contienda, que le confesaba a Flint cuando este último se disponía a decapitar a un goblin con su hacha guerrera.
—Todos moriremos —refunfuñó el enano, limpiando la sangre que dejara el caído en la hoja de su arma.
—Eso mismo afirmaste en aquella batalla contra un dragón negro en Xak Tsaroth —protestó el kender— y también en Thorbardin, o a bordo de la barca.
—¡Esta vez acertaré en mis predicciones! —le espetó furioso Flint—. Si no lo hace el enemigo, yo mismo acabaré contigo...
«No habían sucumbido, por lo menos, hoy. Veremos qué ocurre mañana», recapacitó Sturm, a la vez que posaba su mirada en el enano. El hombrecillo estaba apoyado en el muro, tallando un grueso leño.
—¿Cuándo arremeterán de nuevo? —preguntó Flint, que había alzado los ojos al sentirse observado..
Sturm lanzó un suspiro y desvió la vista hacia el horizonte.
—Al amanecer —contestó—. Todavía faltan unas horas.
—¿Resistiremos? —La voz del enano no delataba ninguna emoción, la mano con que sostenía el tronco se mantuvo firme.
—Tenemos que hacerlo —explicó el caballero—. El heraldo llegará a Palanthas esta noche. Aunque actúen de inmediato, necesitarán dos días para enviarnos refuerzos. Debemos darles ese tiempo.
—¡Si actúan de inmediato! —repitió el enano con un gruñido.
—En efecto —admitió Sturm—. Creo que sería mejor que regresarais a Palanthas—añadió mirando en dirección a Laurana, quien salió enseguida de su modorra—. Id a Palanthas y convencedlos del peligro.
—Tu mensajero se encargará de hacerlo —replicó la muchacha entre bostezos—. Si él no lo logra, tampoco mis palabras los conmoverán.
—Laurana, escucha...
—No, escucha tú —le interrumpió la princesa—. Quizá me equivoque, pero creo que puedo serte útil aquí.
—Sabes que sí. —Sturm había quedado maravillado durante la refriega de la fortaleza inquebrantable de la elfa, de su valor y de su pericia con el arco.
—En ese caso, me quedaré —se limitó a concluir Laurana, antes de arrebujarse en la manta y cerrar los ojos. Aunque había declarado que no podía conciliar el sueño, su respiración no tardó en tomarse tan regular como la del kender.
Sturm meneó la cabeza, diluyendo el asfixiante nudo de su garganta. Intercambió una mirada con Flint, que suspiró y reemprendió su tarea. Ninguno de ellos habló. Ambos pensaron lo mismo, que su muerte sería atroz si los draconianos penetraban en la torre. Lo que imaginara Laurana podía ser algo más que una pesadilla.
El horizonte comenzaba a iluminarse, augurando la próxima aparición del sol, cuando los caballeros fueron despertados de sus inquietos letargos por un clamor de trompetas. Se apresuraron a levantarse, empuñar sus armas y apostarse en las murallas para escudriñar el aún oscuro llano.
Las fogatas del campamento ardían ya sin llama, desatendidas ante el inminente despuntar del alba. Llegaban a oídos de los caballeros los ecos del ajetreo que reinaba entre las temibles huestes. Todos aferraron sus armas en una tensa espera, pero sucedió lo imprevisto. Los soldados se miraron unos a otros, atónitos.