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¡La lanza! Gateó por la humedecida nieve hasta que sus dedos se cerraron en torno al mango de madera. Hizo ademán de incorporarse, resuelta a hundir el arma en la garganta del dragón.

Un bota negra se posó firme sobre la lanza, aplastando casi la mano de Laurana. La muchacha estudió la bruñida caña, decorada con una áurea filigrana que centelleaba al sol. Examinó la figura que pisaba la sangre de Sturm y respiró hondo, antes de amenazarle:

—Si osas tocar este cuerpo, morirás. Ni siquiera tu dragón podrá salvarte. Este caballero fue mi amigo, y no consentiré que su asesino lo mutile.

—No tengo intención de mutilar a nadie —declaró el dignatario enemigo. Con exagerada lentitud, el individuo se inclinó hacia adelante y cerró los párpados de Sturm para dar reposo a aquellos ojos que miraban al sol sin verlo.

El Señor del Dragón se situó frente a ella, que permanecía arrodillada en la nieve, y retiró la bota de la dragonlance.

—También fue mi amigo. Lo reconocí en el momento en que me disponía a matarle.

—No te creo —replicó Laurana, observando al mandatario con inequívocas muestras de cansancio —. No es posible.

Despacio, el Señor del Dragón se desprendió de la córnea máscara.

—Supongo que has oído hablar de mí, Lauralanthalasa. Así te llamas, ¿verdad?

Laurana asintió en silencio, a la vez que se ponía en pie.

—Yo soy... —quiso presentarse, con una sonrisa encantadora pero ambigua.

—Kitiara.

—¿Cómo lo sabes?

—Te me apareciste en un sueño —explicó la elfa.

—¡Ah, sí, el sueño! —Kitiara pasó una mano enguantada por su oscuro y ensortijado cabello—. Tanis me lo mencionó en una ocasión. Imagino que todos lo compartisteis. Al menos, él piensa que sus amigos lo conocen —bajó la mirada hacia el yaciente Sturm—. Resulta extraña la forma en que la muerte de este caballero ha confirmado el vaticinio. Tanis me comentó que también en su caso se ha realizado, al menos la parte en que yo le salvaba la vida.

Laurana comenzó a temblar una vez más. Su semblante blanquecino por el agotamiento, se tornó casi translúcido al dejar de regarlo la sangre.

—¿Has visto a Tanis?

—Hace dos días. Lo dejé en Flotsam para ocuparse de todo durante mi ausencia.

Las frías palabras de la señora del Dragón traspasaron el alma de la elfa como hiciera su lanza con la carne de Sturm. La muchacha sintió que la piedra se deslizaba bajo sus pies, dejándola en el vacío. Se mezclaron el cielo y la tierra, el dolor la partió en dos. «Miente», pensó para aliviar su desasosiego. Pero sabía con punzante certeza que, aunque Kitiara no reparaba en contar embustes si lo convenía, ahora decía la verdad.

Laurana se bamboleó y estuvo a punto de desmayarse. Sólo la determinación de no revelar su flaqueza delante de aquella humana la mantuvo erguida. Kitiara no advirtió su titubeo. Agachándose, asió el arma que la elfa había soltado y la estudió con vivo interés.

—De modo que ésta es la famosa dragonlance —afirmó más que preguntó.

Laurana se recompuso y contestó, esforzándose por conferir firmeza a su voz:

—Sí. Si quieres ver de lo que es capaz, puedes entrar en la fortaleza y examinar los despojos de tus dragones.

La humana dirigió una fugaz mirada hacia el patio, una mirada más desdeñosa que inquieta.

—No son las dragonlance las que han atraído a mis reptiles a la trampa —declaró, escudriñando a su oponente con sus ojos pardos—, ni tampoco las que han dispersado a mi ejército a los cuatro vientos.

Al oírle mencionar a las tropas, Laurana volvió una vez más la vista hacia el llano.

—Sí —prosiguió la Señora del Dragón al constatar que la elfa empezaba a comprender—Hoy me has derrotado. Saborea tu victoria, porque no ha de perdurar.

La comandante manipuló diestramente la lanza en su mano y apuntó al corazón de Laurana, que permaneció frente a ella inmóvil con su delicado rostro vacío de emociones.

Kitiara sonrió. Un hábil sesgo le bastó para voltear la mortífera arma y clavarla en la nieve.

—Gracias por obsequiármela —dijo—. Nos han informado sobre estos artefactos y ahora podré averiguar si son tan invencibles como proclamáis.

La humana hizo una leve reverencia a la princesa. Se ajustó de nuevo la máscara, empuñó la lanza y se dispuso a partir. Antes de alejarse, no obstante, miró con respeto el cadáver de Sturm.

—Encárgate de que se le dispensen los honores que merece —ordenó—. Tardaré por lo menos tres días en reagrupar mis tropas, te concedo ese tiempo para organizar la ceremonia fúnebre.

—Sabemos cómo enterrar a nuestros muertos —la espetó Laurana altiva—. No necesitamos tus consejos.

El recuerdo de la muerte de Sturm y la visión de su cadáver, restituyeron a la elfa a la realidad como el agua fría que se vierte sobre la faz de un durmiente. Colocándose en actitud protectora entre los despojos de su amigo y la Señora del Dragón, desafió a los ojos pardos que refulgían detrás de la máscara.

—¿Qué vas a explicarle a Tanis? —la interrogó.

—Nada —se limitó a contestar Kit—. Nada en absoluto.

Mientras regresaba junto a su reptil, Laurana contempló su grácil andar, la negra capa que ondeaba, movida por la tibia brisa del norte. El sol se reflejaba en el trofeo que le había arrebatado, y le asaltó la idea de impedir que se lo llevase. Había un ejército de caballeros en la fortaleza, no tenía más que llamarlos.

Pero su agotamiento de cuerpo y de mente no la dejó actuar. Ya hacía un esfuerzo sobrehumano para no desmoronarse, sólo el orgullo la mantenía en pie.

«Quédate con la dragonlance —accedió sin palabras—. Te prestará un gran servicio.»

Kitiara se detuvo junto al gigantesco dragón. Los caballeros se habían reunido en el patio, donde varios hombres depositaban ahora la cabeza de uno de los reptiles que cayeron en la trampa. Skie meneó su propia testa al ver la de su compañero, y un salvaje gruñido resonó en su pecho. Atraídos por su eco, los soldados se volvieron hacia el parapeto y distinguieron al reptil, a la dignataria hostil y a Laurana. Algunos de ellos aprestaron sus armas, pero la princesa elfa levantó la mano para indicarles que no debían atacar. Fue el último gesto que sus fuerzas le permitieron hacer.

La Señora del Dragón dedicó a los caballeros una despreciativa mirada y, posando su mano en el cuello de Skie, lo acarició en un intento de apaciguarlo. Se tomó unos minutos, quería demostrarles que no le inspiraban ningún temor.

Aunque a regañadientes, los soldados depusieron las armas. Con una desagradable risa Kitiara se encaramó a su montura.

—Adiós, Lauralanthalasa —se despidió.

Empuñando la dragonlance, la comandante ordenó a Skie que alzara el vuelo. El descomunal reptil desplegó las alas y se lanzó al aire sin esfuerzo para, guiado por su hábil jinete, trazar un círculo sobre Laurana.

La muchacha elfa observó los llameantes ojos del dragón. Descubrió la herida de su hocico, aún ensangrentada, y los colmillos que surcaban su boca abierta en una siniestra mueca. A su grupa, sentada entre las gigantescas alas, se hallaba Kitiara. El sol iluminaba la refulgente armadura de escamas y también la máscara, que despedía innegables fulgores. Los dorados rayos conferían una especial majestad a la dragonlance al reflejarse en su punta.

De pronto el arma cayó de la enguantada mano de la Señora del Dragón para, tras hacer en el aire aparatosas piruetas que realzaron aún más su destellante contorno, aterrizar con estruendo a los pies de Laurana.

—¡Consérvala! —vociferó Kitiara—. ¡Vas a necesitarla!

El dragón azul batió las alas, alcanzó las corrientes de aire y surcó el cielo hasta desvanecerse en lontananza

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