—Sólo un hombre se mantuvo ajeno a tales intrigas, sólo uno entre vosotros vivió el Código cada día de su existencia. Y, sin embargo, durante la mayor parte del tiempo no fue un caballero. O si lo fue no constaba así en las listas oficiales, tan sólo en su corazón y en su alma. En lo más importante.
Estirando la mano hacia atrás, Laurana asió la ensangrentada dragonlance que yacía en el altar y la alzó sobre su cabeza. Al hacerlo, sintió que su espíritu también se elevaba y que se desvanecían las alas de negrura esparcidas en su derredor. Se fortaleció su voz, y los caballeros la contemplaron admirados. Su belleza los bendecía como un amanecer primaveral.
—Mañana abandonaré este lugar —anunció, fijando su mirada en la lanza—. Iré a Palanthas como portadora de la historia de este día. Llevaré conmigo este arma y la cabeza de un dragón. ¡Arrojaré la siniestra cerviz en la escalinata del magnífico palacio de los Caballeros Solámnicos, me erguiré sobre ella y los obligaré a escucharme! Los habitantes de Palanthas oirán mi relato, comprenderán el peligro. Luego viajaré a Sancrist, a Ergoth y a todos aquellos rincones de nuestro mundo donde las personas rehúsan olvidar sus mezquinos odios y unirse contra el enemigo común. Porque hasta que no venzamos la mediocridad que anida en nosotros, como hizo este hombre, no conquistaremos la perversa fuerza que amenaza con aniquilarnos.
«¡Paladine! —exclamó vuelta hacia el invisible cielo, y sus palabras resonaron como la llamada de una trompeta—. ¡Paladine, te invocamos como leal escolta de los caballeros que murieron en la torre del Sumo Sacerdote. Otorga a quienes quedamos en un mundo arrasado por la guerra la nobleza de espíritu que encarnó Sturm durante toda su existencia!»
Laurana cerró los ojos y dejó que las lágrimas fluyeran por sus mejillas. Ya no lloraba por Sturm. El pesar que la abrumaba era por sí misma, por añorar su presencia, por tener que revelar a Tanis la muerte de su amigo, por seguir viviendo sin el respaldo de tan digno caballero.
Despacio, depositó la lanza en el altar. Se arrodilló unos instantes frente a ella, sintiendo el brazo de Flint en torno a su hombro y los acariciadores dedos de Tasslehoff en su mano.
Como respuesta a su plegaria oyó las voces de los caballeros a su espalda, unidas en el cántico que todos dedicaban a Paladine, el gran dios de la Antigüedad.
Terminado el cántico, los caballeros desfilaron despacio, uno tras otro, con paso solemne, por delante de los muertos. Todos se arrodillaron unos momentos frente al altar para rendir el debido homenaje a quienes los habían guiado. Abandonaron acto seguido la Cámara de Paladine, regresando a sus fríos lechos en un intento de hallar cierto reposo antes de que amaneciera.
Laurana, Flint y Tasslehoff quedaron solos junto a su amigo, estrechados en un abrazo y con los corazones palpitantes. El gélido viento penetró, con su poderoso silbido, en la sala de los sepulcros donde la Guardia de Honor esperaba para sellar su puerta.
—Kharan bea Reorx —susurró Flint en lengua enanil, a la vez que se frotaba el rostro con su mano ajada y temblorosa. «Los amigos se reunirán en el seno de Reorx.» Revolvió en su saquillo, extrajo un pequeño tronco tallado en forma de rosa y colocó tan delicada obra de artesanía en el pecho de Sturm, al lado de la joya Estrella de Alhana.
—Adiós, Sturm —dijo Tas trastornado—. Sólo puedo hacerte un obsequio que merezca tu aprobación. No creo que comprendas su significado, aunque nunca se sabe. Quizá lo conozcas mejor que yo mismo —el kender introdujo una liviana pluma blanca en la inerte mano del caballero.
—Quisalan elevas —le tocaba ahora el turno a Laurana, que habló en elfo. «El nexo de nuestro amor es eterno.» Hizo una pausa, incapaz de abandonarlo en la penumbra.
—Vamos, Laurana —le ordenó Flint con dulzura—. Nos hemos despedido de él, debemos dejar que se vaya. Reorx lo aguarda.
La muchacha obedeció. En silencio, sin volver la mirada atrás, los tres amigos ascendieron la angosta escalera del sepulcro y salieron al exterior, donde la cellisca de aquella cruda noche invernal azotó sus rostros.
Muy lejos de la helada región de Solamnia, otra persona se despidió de Sturm Brightblade.
Silvanesti no había cambiado con el paso de los meses. Aunque había concluido la pesadilla de Lorac y su cuerpo yacía bajo la tierra de su amado país, en la superficie quedaban vestigios del espantoso sueño. El aire olía a muerte y podredumbre, los árboles se inclinaban y retorcían en una interminable agonía y los maltrechos animales vagaban por el bosque, ansiosos de poner fin a su torturada existencia.
En vano acechaba Alhana, desde su alcoba en la torre de las Estrellas, una señal que anunciara el cambio
.Los grifos habían regresado, de acuerdo con sus predicciones, al desaparecer el dragón. En un principio abrigaba la intención de dejar Silvanesti para volver a Ergoth, junto a su pueblo. Pero los grifos trajeron inquietantes noticias: había estallado la guerra entre elfos y humanos.