El hecho de que la perturbasen tales nuevas demostraba la transformación que se había obrado en Alhana, sobre todo, después de tantos meses de sufrimiento. Antes de conocer a Tanis y a los otros habría aceptado una contienda entre ambas razas, quizá incluso la habría aplaudido. Pero ahora sólo veía en ella la evidencia de que unas fuerzas malignas querían destruir el mundo.
Sabía que debía regresar al lado de su pueblo, desde donde quizá podría poner fin a aquella locura. Pero no cesaba de repetirse que el tiempo era inadecuado para emprender el viaje. En realidad, temía enfrentarse a la sorpresa y desconfianza que manifestarían los suyos cuando les contase la destrucción de su tierra y la promesa que hiciera a su padre moribundo de que los elfos volverían y la reconstruirían, después de ayudar a los humanos en su lucha contra la Reina de la Oscuridad y sus esbirros.
Vencería, no le cabía la menor duda. Pero le asustaba la idea de abandonar la soledad del exilio que ella misma se había impuesto para mezclarse con el tumulto que bullía fuera de Silvanesti.
También la espantaba, aunque en el fondo lo deseaba, el encuentro con el humano que amaba, aquel caballero cuya noble y orgullosa faz se le aparecía en sueños, cuya alma compartía a través de la joya Estrella. Sin que él lo supiera Alhana sufrió su agonía y llegó a descubrir los íntimos recodos de su espíritu. Crecía cada día su amor, a la vez que el miedo que le causaba amarlo.
La elfa posponía su marcha, inmersa en tales cavilaciones. «Partiré —se decía—, cuando vea una señal que pueda transmitir a mi pueblo a fin de infundirle nuevas esperanzas.De otro modo no regresarán. Se hundirán en el desánimo.»
Día tras día, se asomaba a su ventana. No recibió la señal.
Las noches invernales se alargaron, la oscuridad se tomó más intensa. Un atardecer Alhana paseaba por las almenas de la torre de la Estrellas mientras en Solamnia, en plena mañana, Sturm Brightblade combatía a un dragón azul y su jinete, la Dama Oscura. De pronto asaltó a la elfa una extraña y lacerante sensación, como si el mundo hubiera cesado de girar. Un dolor insoportable se adueñó de su cuerpo, arrojándola sobre la piedra. Entre sollozos de pesar y miedo, aferró la joya Estrella que pendía de una cadena ceñida a su cuello y contempló angustiada la progresiva extinción de su brillo.
—Así que ésta es mi señal—balbuceó amargamente, estrujando en su mano la empañada gema y agitándola frente al cielo—. ¡No hay esperanza! ¡No nos resta sino morir en el más hondo de los desalientos!
Sujetando la joya con tal fuerza que sus afiliados cantos se hundían en su carne, Alhana atravesó a ciegas la penumbra hacia su alcoba en la torre. Desde allí espió una vez más su agostada tierra antes de cerrar los postigos de madera de su ventana con un estremecimiento.
«Dejemos que el mundo siga su camino. Mi pueblo elegirá cuál ha de ser su fin. El Mal prevalecerá, y no hay nada que podamos hacer para evitarlo. Yo moriré aquí, junto a mi padre», pensó entristecida.
Aquella misma noche hizo su última excursión por los dominios que la rodeaban. Cubrió sus hombros, en actitud despreocupada, con una liviana capa y se encaminó hacia una tumba situada bajo un árbol nudoso y torturado. Sostenía en su mano la joya Estrella.
Se lanzó al suelo y empezó a cavar frenéticamente con las manos desnudas, arañando la helada tierra con los dedos hasta hacerlos sangrar. Agradeció aquel dolor, más llevadero que el que atenazaba su corazón.
Abrió un pequeño agujero. Lunitari, la luna roja, se alzó en el cielo y al hacerlo tiñó de sangre la plateada esfera de su hermana Solinari. Alhana clavó sus ojos en la joya Estrella hasta que las lágrimas le impidieron verla, instante en que la arrojó al hoyo. Hizo un esfuerzo de voluntad para contener el llanto, se enjugó el humedecido rostro y comenzó a llenar el hueco.
De pronto se detuvo. Las manos le temblaban cuando, vacilante, se inclinó y limpió de polvo a la joya Estrella mientras se preguntaba si el exceso de pesar le había trastornado el juicio. No, de la gema brotaban tenues resplandores que se intensificaron bajo su mirada. Alhana retiró de la tumba paterna el refulgente objeto.
—El ha muerto —se repetía en voz alta sin apartar los ojos de la alhaja, que se iluminaba bajo el influjo de Solinari—. Sé que la muerte lo ha reclamado. Nadie puede cambiar este hecho. Mas entonces, ¿por qué esta luz?
Un repentino crujido interrumpió sus meditaciones retrocedió sin incorporarse, temerosa de que el deformado árbol que custodiaba la última morada de su padre hubiese estirado sus resecas ramas para aprisionarla. Pero, al levantar la vista, descubrió que los retorcidos miembros se liberaban de su tormento y, tras permanecer un instante suspendidos, se volvían hacia el cielo entre quedos suspiros. El tronco se enderezó y la corteza, alisada su superficie, reavivó los reconfortantes rayos de plata. Las hojas, antes sin vida, sintieron de nuevo en sus venas el fluir de la savia vital.
Alhana emitió una ahogada exclamación. Se puso en pie para, tambaleándose, otear el horizonte. Nada había cambiado en su entorno, los otros árboles conservaban sus siniestros perfiles. Únicamente se había transformado el guardián de la tumba de Lorac.
—Estoy perdiendo la razón —murmuró y, temiendo ver confirmada su sospecha, centró su atención en el árbol, la metamorfosis era real. Todo su contorno se embellecía por segundos.
Alhana restituyó la joya Estrella a su lugar, prendida de su pecho. Giró entonces sobre sus talones y regresó a la torre. Le quedaba mucho por hacer antes de partir hacía Ergoth.
A la mañana siguiente, cuando el sol derramó su pálida luz sobre la maltrecha tierra de Silvanesti, Alhana escudriñó el bosque. No había sufrido la menor alteración, una bruma verdosa. se extendía sobre los retorcidos árboles. Supo que nada cambiaría hasta que los elfos regresasen y trabajaran para recuperarlo. Sólo el custodio de la tumba de Lorac ofrecía un esperanzador contraste con el fantasmal paisaje.
—Adiós, Lorac —se despidió Alhana—. Prometo volver.
Llamó a su grifo, trepó a su fornido lomo y pronunció una orden. El animal desplegó sus emplumadas alas y se alzó en el aire, trazando raudas espirales sobre la marchita tierra de Silvanesti. Al recibir una breve indicación de Alhana, giró la cabeza hacia el oeste y emprendió el largo vuelo rumbo a Ergoth.
A sus pies, en lontananza, las verdeantes hojas de un árbol se destacaban en la negra desolación del bosque. Se mecían en el viento invernal, entonando dulces acordes mientras sus ramas se desplegaban para proteger la tumba de Lorac de los rigores de la estación. La primavera estaba cerca.