—Noto que no te has incluido a ti mismo. Si eres tan inteligente y poderoso como dices, ¿por qué sigues a Tanis?
Raistlin guardó silencio, pues Caramon se acercó y le tendió una copa, y luego la llenó de agua de la olla. El guerrero le lanzó una mirada a Laurana, avergonzado e incómodo como siempre que su hermano lo trataba de esa forma.
Raistlin pareció no notarlo. Sacando una bolsa de su fardo, esparció en el agua caliente unas hojas verdes. La habitación se llenó de un olor acre y picante.
—Yo no le sigo —dijo el joven mago mirando a Laurana—. Por el momento, Tanis y yo simplemente viajamos en la misma dirección.
—Los Caballeros de Solamnia no son bienvenidos a nuestra ciudad —dijo el señor secamente, con el semblante serio. Su oscura mirada recorrió el resto del grupo—. Ni lo son los elfos, los kenders, o los enanos, ni aquellos que viajan con ellos. Tengo entendido que también hay un hechicero entre vosotros, uno que viste la túnica roja. Lleváis cotas de malla, vuestras armas están manchadas de sangre, es evidente que sois diestros guerreros.
—Mercenarios sin duda, señor —dijo el condestable.
—No somos mercenarios —dijo Sturm acercándose al banco con porte noble y orgulloso—. Venimos de las llanuras del norte de Abanasinia. Liberamos a ochocientos hombres, mujeres y niños de Verminaard, el Señor del Dragón, en Pax Tharkas. Huimos de la cólera de los ejércitos de los dragones, dejando a los refugiados en un valle oculto entre las montañas. Después, viajamos hacia el sur, esperando encontrar barcos en la legendaria ciudad de Tarsis. No sabíamos que ahora ya no es una ciudad costera, o no hubiéramos venido.
El señor frunció el ceño.
—¿Dices que venís del norte? Eso es imposible. Nunca nadie consiguió atravesar el reino de los Enanos de la Montaña de Thorbardin.
—Si conoces a los Caballeros de Solamnia, sabes que moriríamos antes de decir una mentira, incluso a nuestros enemigos. Entramos en el reino de los enanos, y éstos nos dejaron atravesarlo al encontrar y devolverles el extraviado Mazo de Kharas.
El Señor se agitó inquieto, lanzándole una mirada al draconiano que estaba sentado tras él.
—Sí, conozco a los caballeros, y por tanto debo creer vuestra historia, aunque sea más parecida a un cuento de niños que...
De pronto se abrieron las puertas y entraron dos soldados que arrastraban con violencia a un prisionero. Empujando a los compañeros a un lado, arrojaron al prisionero al suelo. Se trataba de una mujer. Llevaba el rostro cubierto con velos y vestía una falda larga y una pesada capa. Durante unos segundos se quedó tendida en el suelo como si se hallase demasiado cansada o abatida para levantarse. Después, hizo un gran esfuerzo para conseguirlo, sin éxito. Obviamente nadie iba a ayudarla. El señor se la quedó mirando con expresión torva y ceñuda. El draconiano que estaba tras él se había puesto en pie y la contemplaba interesado. La mujer a duras penas podía moverse pues se tropezaba con sus largas vestiduras.
Un segundo después Sturm estaba a su lado. El caballero había contemplando horrorizado el insensible trato que estaba recibiendo. Le lanzó una mirada a Tanis y vio al cauto semielfo sacudir la cabeza, pero la imagen de aquella mujer haciendo un denodado esfuerzo por levantarse era demasiado para él. Al avanzar hacia la dama uno de los soldados se interpuso en su camino.
—Si quieres puedes matarme, pero voy a ayudar a la prisionera.
El guardia parpadeó y dio un paso atrás, mirando a su señor a la espera de órdenes. El señor negó levemente con la cabeza. Tanis, que lo observaba atentamente, contuvo la respiración. Le pareció ver que el señor sonreía, cubriéndose rápidamente la boca con la mano.
—Señora mía, permitidme que os ayude —dijo Sturm con suma cortesía sujetándola con sus fuertes manos y ayudándola a ponerse en pie.
—Sería mejor que no me hubieses ayudado, caballero —dijo la mujer. A pesar de que sus palabras apenas fueron audibles debido al velo que cubría su rostro, Tanis y Gilthanas dieron un respingo y se miraron el uno al otro—. No sabes lo que has hecho... has arriesgado tu vida...
—Es un privilegio haberlo hecho —dijo Sturm haciendo una reverencia y permaneciendo junto a ella sin apartar la mirada de los guardias.
—¡Es una elfa de Silvanesti! —le susurró Gilthanas a Tanis —. ¿Lo sabe Sturm?
—Por supuesto que no —respondió Tanis en voz baja ¿Cómo podría saberlo? Yo mismo apenas he reconocido su acento.
—¿Qué debe estar haciendo aquí? Silvanesti está muy lejos...
—Puede que... —comenzó a decir Tanis, pero uno de los soldados le dio un golpe en la espalda para que guardase silencio pues el señor se disponía a hablar.
—Princesa Alhana —dijo éste en un frío tono de voz—, se os comunicó que abandonaseis la ciudad. La última vez que os presentasteis ante mí fui misericordioso porque veníais en misión diplomática, y en Tarsis aún observamos el protocolo. No obstante, os dije entonces que no esperarais que os ayudásemos y os di veinticuatro horas para partir, pero veo que aún seguís aquí. —Dirigió una mirada a los guardias—. ¿De qué se la acusa?
—De intentar comprar mercenarios, señor —respondió el condestable —. La encontramos en una posada de la zona del Puente Viejo. Ha sido una suerte que no encontrara a este grupo —dijo lanzándole una mirada a Sturm—, ya que, por supuesto, en Tarsis nadie ayudaría a un elfo.
—Alhana —murmuró Tanis para sí. Luego se dirigió a Gilthanas—. ¿Por qué me resulta tan familiar ese nombre?
—¿Has estado alejado de nuestra gente tanto tiempo que ya no reconoces ese nombre? Sólo una de nuestras primas de Silvanesti se llamaba así. Alhana Starbreeze, hija del Orador de las Estrellas, princesa y única heredera de su padre, ya que no tiene hermanos.
—¡Alhana! —exclamó Tanis recordando. Los elfos se habían separado cientos de años atrás, cuando Kith-Kanan guió a muchos de ellos a la tierra de Qualinesti tras las guerras de Kinslayer. Pero sus dirigentes se habían mantenido en contacto a la misteriosa manera de los elfos quienes, se dice, pueden leer mensajes en el viento y hablar el idioma de Solinari. Ahora recordaba a Alhana —que tenía la reputación de ser la más bella de todas las mujeres elfas, y tan distante como la luna plateada que brilló la noche que nació.
El draconiano se agachó para conferenciar con el señor. Tanis vio que el rostro del hombre se ensombrecía, y tuvo la sensación de que estaba a punto de decir que no estaba de acuerdo, pero tras morderse el labio y suspirar, el señor asintió con la cabeza. El draconiano volvió a ocultarse entre las sombras una vez más.
—Quedáis arrestada, princesa Alhana —dijo el señor. Al ver que los soldados la rodeaban, Sturm se acercó más a la mujer y les lanzó una mirada amenazadora. Su apariencia era de tal nobleza y seguridad, incluso desarmado, que los guardias tuvieron un momento de duda. No obstante, su señor les había dado una orden.
—Será mejor que hagas algo —gruñó Flint—. Estoy de acuerdo con la caballerosidad, pero hay un momento y un lugar para cada cosa, y ¡éste no es ni el momento ni el lugar!
—¿Tienes alguna sugerencia? —le preguntó Tanis.
Flint no le respondió. Ambos sabían que no podían hacer nada. Sturm estaría dispuesto a morir antes de que esos soldados volvieran siquiera a rozar a la mujer, a pesar de no tener ni idea de quién era la dama. Eso no tenía importancia. Sintiendo frustración y admiración hacia su amigo, Tanis midió la distancia entre él y el guardia más próximo, comprobando que, al menos, podía dejar a uno fuera de combate. Vio que Gilthanas cerraba los ojos y murmuraba unas palabras. El elfo tenía nociones de magia, a pesar de que nunca se lo había tomado muy en serio. Al ver la expresión de Tanis, Flint lanzó un suspiro y se volvió hacia otro de los guardias, bajando la cabeza.
Pero, de pronto, el señor habló en tono irritado.
—¡Aguarda, caballero! —dijo con la autoridad que le habían inculcado durante generaciones. Sturm, acatando la orden, se distendió y Tanis lanzó un suspiro de alivio—. No voy a permitir que corra la sangre en la Sala del Consejo. La dama ha desobedecido una ley de nuestras tierras, leyes que, en su tiempo, vosotros los caballeros jurasteis respetar. Pero estoy de acuerdo en que no hay razón alguna para tratarla irrespetuosamente. Guardias, escoltareis a la dama hasta la prisión, pero con la misma cortesía que me demostráis a mí. Y tú, caballero, la acompañarás, ya que muestras tanto interés por su bienestar.