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Alhana alzó la mirada hacia el afligido rostro de Sturm y vio rasgos que reflejaban orgullo, nobleza, disciplina inflexible y estricta, una constante lucha por la perfección,una perfección imposible de alcanzar—, y además aquella profunda pena en sus ojos. Alhana se sintió atraída hacia ese hombre, hacia ese humano. Rindiéndose ante su fuerza, reconfortada por su presencia, se sintió invadida por una ola de dulzura y calor, y, de pronto, se dio cuenta de que ese fuego era más peligroso que el de mil dragones.

—Será mejor que nos vayamos —susurró Sturm delicadamente, pero ante su asombro Alhana se separó de él con brusquedad.

—Nos separaremos aquí —dijo la elfa en un tono de voz tan frío como el viento nocturno—. Debo regresar a mi alojamiento. Gracias por escoltarme.

—¿Qué? ¿Iros sola? Eso es una locura —declaró el caballero asiéndola firmemente del brazo—. No puedo permitir... notó que la elfa se ponía tensa y se dio cuenta de que acababa de cometer una equivocación. Alhana no se movió, contemplando imperiosamente a Sturm hasta que éste la soltó.

—Yo también tengo amigos, como tú. Tú debes lealtad a los tuyos, y yo a los míos. Debemos tomar diferentes caminos —la voz le falló al ver una expresión de inmensa tristeza en los ojos del caballero. La elfa no pudo sostener esa mirada y por un instante se preguntó si tendría fuerzas para continuar. Pero entonces pensó en su gente; ellos la necesitaban—. Te doy las gracias por tu ayuda y tu amabilidad, pero ahora que las calles están desiertas debo irme.

Sturm, dolido y asombrado, se la quedó mirando. Un segundo después, los rasgos de su rostro se endurecieron.

—Me sentía feliz de poder ayudaros, Princesa Alhana. Aún estáis en peligro. Permitidme que os acompañe a vuestro alojamiento y después ya no os molestare más.

—Eso es imposible. El lugar no queda lejos y mis amigos me esperan. Sabemos una manera de salir de la ciudad. Disculpa que no te lleve conmigo, pero nunca he tenido plena confianza en los humanos.

Los ojos marrones de Sturm relampaguearon. Alhana, que se hallaba muy cerca de él, sintió su cuerpo temblar y, una vez más, tuvo miedo de perder su firmeza y decisión.

—Sé dónde os alojáis —le dijo tragando saliva—. En la posada «El Dragón Rojo». Tal vez... si encuentro a mis amigos... podríamos ofreceros ayuda...

—No os preocupéis, y no me deis las gracias. Sólo he hecho lo que mi Código exige. Adiós —dijo Sturm comenzando a alejarse.

Un instante después se volvió y sacando la reluciente aguja de diamante de su cinturón, la puso en la mano de Alhana.

—Tened —susurró mirando los oscuros ojos de la elfa y percibiendo, de pronto, la tristeza que ella trataba de ocultar. Su voz se suavizó, a pesar de que le resultaba difícil comprender—. Me complace que me confiarais esta joya, aunque fuese por tan poco tiempo.

La doncella elfa contempló la joya durante un instante y comenzó a temblar. Alzó la mirada hacia los ojos de Sturm y no vio en ellos desprecio, como esperaba, sino compasión. Se maravilló una vez más de los humanos. Alhana bajó la cabeza, incapaz de sostener aquella mirada, y tomó las manos del caballero, depositando en ellas la joya.

—Guarda esto —dijo en voz baja—. Cuando la mires piensa en Alhana Starbreeze y sabrás que, en algún lugar ella estará pensando en ti.

Sturm bajó la mirada, incapaz de pronunciar palabra. Después, besando la gema, volvió a ponerla delicadamente en su cinturón y extendió las manos. Pero Alhana retrocedió hacia el umbral de la puerta desviando la mirada.

—Vete, por favor —le dijo. Sturm permaneció inmóvil durante un segundo, dudoso, pero no podía por su honor negarse a obedecer la petición. El caballero se volvió y comenzó a caminar de nuevo por aquella ciudad de pesadilla.

Alhana lo contempló durante unos segundos desde la puerta, mientras sentía que una dura concha protectora la iba envolviendo.

—Perdóname, Sturm —susurró para sí. Luego, reflexionó un instante—. No, no me perdones. Dame las gracias.

Cerrando los ojos, conjuró una imagen en su mente y envió un mensaje a las afueras de la ciudad, donde sus amigos la esperaban para sacarla de este mundo de humanos. Tras recibir respuesta telepática, Alhana suspiró y comenzó ansiosamente a escudriñar con su mirada los cielos impregnados de humo, esperando...

—Ah... —dijo Raistlin serenamente cuando el primer sonido de cuernos interrumpió la quietud de la tarde—. Os lo dije.

Riverwind le lanzó al mago una irritada mirada e intentó pensar qué podían hacer. Tanis le había dicho que protegiera al grupo de los soldados de la ciudad, y eso era relativamente fácil. ¡Pero protegerlos de ejércitos de draconianos y de dragones! Los oscuros ojos de Riverwind recorrieron el grupo con la mirada. Tika se puso en pie, llevándose la mano a la espada. La muchacha era valiente y serena, pero tenía poca experiencia.

—¿Qué es eso? —preguntó Elistan desconcertado.

—El Señor del Dragón atacando la ciudad —respondió secamente Riverwind, haciendo un esfuerzo por reflexionar.

Oyó un repiqueteo de metal. Caramon se estaba poniendo en pie, el enorme guerrero parecía tranquilo e imperturbable. Daba gracias por ello. A pesar de que Riverwind detestaba a Raistlin, debía admitir que el mago y su hermano guerrero combinaban acero y magia con gran efectividad. También Laurana parecía calmada y firme, pero no dejaba de ser una elfa, y Riverwind aún no había aprendido a confiar realmente en los elfos.

«Salid de la ciudad si no regresamos», le había dicho Tanis, ¡pero Tanis no había podido prever esto! Si conseguían salir de la ciudad deberían enfrentarse al Señor del Dragón en las llanuras. Ahora Riverwind supo perfectamente quién había estado siguiéndolos cuando viajaban hacia ese condenado lugar. Maldijo para si en su propio idioma y —en el mismo momento en que los primeros dragones sobrevolaron la ciudad—, sintió que Goldmoon lo rodeaba con sus brazos. Al bajar la mirada la vio sonreír —la sonrisa de la hija de Chieftainy vio fe en sus ojos. Fe en los dioses y fe en él. Pasado aquel primer instante de pánico, se relajó.

Una ola de pavor sacudió el edificio. Se oyeron gritos en las calles, y los rugientes chasquidos del fuego.

—Debemos salir de este piso, volvamos abajo —dijo Riverwind—. Caramon, trae la espada del caballero y el resto de las armas. Si Tanis y los otros aún están... —se detuvo. Había estado apunto de decir «aún están vivos», pero vio la expresión de Laurana—. Si Tanis y los otros escapan, regresarán aquí. Los esperaremos.

—Excelente decisión! —siseó el mago en tono irónico—.¡Especialmente ahora que no tenemos ningún lugar adonde ir!

Riverwind no le hizo caso.

—Elistan, lleva a los otros abajo. Caramon y Raistlin quedaos un momento conmigo. —Cuando salieron, el bárbaro se dirigió a los gemelos—. Creo que lo mejor que podemos hacer es quedarnos dentro de la posada y protegerla con una barricada. Salir a la calle sería absurdo.

—¿Cuánto tiempo crees que podremos aguantar? —le preguntó Caramon.

—Horas, tal vez —dijo escuetamente.

Los gemelos lo miraron, recordando ambos aquellos torturados cuerpos que habían visto en el pueblo de Que-shu, o lo que habían oído acerca de la destrucción de Solace.

—No podremos sobrevivir —susurró Raistlin.

—Resistiremos todo lo que podamos —afirmó Riverwind con voz algo temblorosa—, pero cuando veamos que no podemos aguantarlo más... —se detuvo, incapaz de continuar, pasando la mano sobre el cuchillo, pensando en lo que debería hacer llegado el momento.