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El macho rojo suspiró, recordando aquellos días de gloria en que Verminaard los había conducido personalmente, montado sobre el lomo de Pyros. ¡Él sí que había sido un Señor! El dragón sacudió la cabeza con melancolía, ahí estaba la revuelta. Podía divisar a los contendientes con claridad. Ordenando a su escuadrilla que mantuviese el vuelo, se lanzó hacia abajo para examinarlos mejor.

—¡Detente! ¡Te lo ordeno!

Atónito, el dragón rojo se detuvo y alzó la mirada. La voz era firme y clara, y venía de uno de los Señores del Dragón. ¡Pero, desde luego, no se trataba de Toede! Este Gran Señor, a pesar de llevar una pesada capa y de ir ataviado con la reluciente máscara y la armadura de escamas de dragón de los Grandes Señores, era humano —a juzgar por la voz era imposible que fuera un goblin—. ¿Pero de dónde había salido? ¿Y por qué? Además, para su sorpresa, el dragón rojo vio que el Señor del Dragón montaba un inmenso dragón azul y mandaba varios escuadrones de azules.

—¿ Qué se os ofrece, Señor? —preguntó el Rojo ceñudo—. ¿Y con qué derecho nos detenéis, vos que no tenéis nada que hacer en esta parte de Krynn?

—El destino de la humanidad me incumbe, ya sea en esta parte de Krynn o en otra —respondió el Señor del Dragón—. Y el poder que me otorga mi destreza con la espada me da todo el derecho a deteneros, valiente dragón rojo. Respecto a qué se me ofrece, quiero que capturéis a esos desgraciados humanos, no que los matéis. Se les busca para interrogarles. Traédmelos a mí. Seréis recompensado.

—¡Mirad! —gritó un joven dragón hembra rojo—. ¡Grifos!

El Señor del Dragón lanzó una exclamación de sorpresa y disgusto. Los dragones bajaron la mirada y divisaron tres grifos entre las nubes de humo. A pesar de ser la mitad de grandes que los dragones rojos, los grifos eran conocidos por su ferocidad. Las tropas de draconianos se dispersaron como cenizas al viento ante las criaturas, quienes, con sus afiladas garras y sus magníficos picos, desgarraban las cabezas de aquellos desafortunados hombres-reptil que se cruzaban en su camino.

El joven macho rojo gruñó de furia y se dispuso a descender con su escuadrilla, pero el Señor del Dragón se interpuso en su camino, obligándole a detenerse.

—¡Os digo que no debéis matarles!

—¡Pero están escapando!

—Déjalos —dijo fríamente el Señor del Dragón—. No irán lejos. Te relevo de tu responsabilidad en este asunto. Regresa con tu escuadrilla. Y si ese idiota de Toede mencionara algo, dile que el secreto de cómo perdió la Vara de Cristal Azul no murió con Verminaard. El recuerdo de Fewmaster Toede sigue vivo en mi mente ¡Y será dado a conocer si osa desafiarme!

El Señor del Dragón saludó e hizo girar al inmenso dragón que montaba para volar rápidamente tras los grifos, cuya tremenda velocidad les había permitido avanzar con sus jinetes más allá de las murallas de la ciudad. Los dragones rojos contemplaron desaparecer a los azules en los cielos nocturnos.

—¿No crees que también nosotros deberíamos perseguirlos? —preguntó la joven dragón hembra.

—No —respondió pensativamente el macho, siguiendo con la mirada la figura del Gran Señor que empequeñecía en la distancia —. ¡No pienso cruzarme en su camino!

—Tu agradecimiento no es necesario, ni siquiera deseado. —Alhana Starbreeze interrumpió las vacilantes y fatigadas palabras de Tanis.

Los compañeros cabalgaban bajo la fustigante lluvia sobre el lomo de los tres grifos, agarrándose a sus plumosos cuellos, mirando aprensivamente abajo, hacia la agonizante ciudad que quedaba cada vez más lejos.

—Y puede que no desees formularlo cuando oigas lo que tengo que decirte —declaró fríamente Alhana, volviendo la cabeza hacia Tanis, quien cabalgaba tras ella—. Os rescaté para mis propios fines. Necesito guerreros que me ayuden a encontrar a mi padre. Volamos hacia Silvanesti.

—¡Pero eso es imposible! ¡Debemos encontrar a nuestros amigos! Volemos hacia las colinas. No podemos ir a Silvanesti, Alhana. ¡Hay demasiado en juego! La única oportunidad que tenemos de destruir a esos repugnantes monstruos y de finalizar la guerra es encontrar los Orbes de los Dragones. Entonces podremos ir a Silvanesti...

—Vamos a ir a Silvanesti ahora. Tu opinión no pesa en absoluto, semielfo. Mis grifos obedecen mis órdenes y sólo las mías. Si se lo mandara, podrían destrozarte, como hicieron con esos draconianos.

—Algún día los elfos despertarán y se darán cuenta de que son miembros de una vasta familia —dijo Tanis con la voz temblorosa por la ira—. No pueden ser tratados por más tiempo como un niño mimado al que se le da todo mientras los demás esperamos las migajas.

—Los dones que recibimos de los dioses nos los hemos ganado. Vosotros, humanos y semihumanos —el tono de sus palabras era más hiriente que el acero— recibisteis esos mismos dones pero con vuestra ambición los echasteis a perder. Nosotros somos capaces de luchar por nuestra supervivencia sin vuestra ayuda.

—¡Ahora, en cambio, pareces bastante deseosa de aceptar nuestro auxilio!

—Por lo cual seréis bien recompensados.

—No hay suficiente acero ni joyas en Silvanesti para pagarnos...

—Buscáis los Orbes de los Dragones —le interrumpió Alhana—. Sé donde está uno de ellos. En Silvanesti.

Tanis parpadeó. Durante un instante no supo qué decir, pues la mención de los Orbe de los Dragones le había hecho pensar en su amigo.

—¿Dónde está Sturm? —le preguntó a Alhana—. La última vez que le vi estaba contigo.

—No lo sé. Nos separamos. El iba a la posada, a buscaros. Yo llamé a mis grifos.

—Si necesitabas guerreros, ¿por qué no le permitiste acompañarte a Silvanesti?

—Ese no es asunto tuyo.

Tanis no respondió, demasiado agotado para pensar con claridad. Entonces escuchó que alguien le gritaba unas palabras que apenas podía oír debido al estruendoso batir de las poderosas alas de los grifos.

Se trataba de Caramon. El guerrero gritaba y señalaba tras él.

«¿Qué ocurrirá ahora?», pensó fatigosamente Tanis.

Habían dejado atrás el humo y las tormentosas nubes que cubrían Tarsis, y volaban en el nítido cielo nocturno. Sobre ellos relucían las estrellas, cuyos centelleantes rayos resplandecían como diamantes, lo que hacía resaltar todavía más los negros agujeros dejados por las dos constelaciones desaparecidas. Lunitari y Solinari se habían puesto, pero Tanis no necesitaba su luz para reconocer las oscuras sombras que impedían ver las fúlgidas estrellas.

—Dragones —le comunicó a Alhana—. Nos están siguiendo.

Tanis nunca pudo recordar claramente aquella terrorífica huida de Tarsis. Soplaba un viento tan frío y cortante que la idea de morir abrasado por el flamígero aliento de los dragones, resultaba casi atractiva. Fueron horas de pánico en las que, al volver la vista atrás veían ganar terreno a aquellas oscuras formas. Era una obsesión. No podían dejar de mirarlas a pesar de que el intenso viento les hacía llorar y sus lágrimas se helaban en el acto al resbalar por sus mejillas. Se detuvieron de madrugada, destrozados de temor y de fatiga, para refugiarse a descansar en la gruta de un pedregoso acantilado. Cuando despertaron al amanecer, volvieron a surcar los aires de nuevo, descubrieron que las oscuras y aladas siluetas todavía los seguían.

Pocas criaturas vivientes pueden adelantar en el vuelo al grifo de alas de águila. Pero los dragones —los dragones azules, los primeros que habían visto nunca—, se mantuvieron siempre en el horizonte, siempre tras ellos, evitando que pudieran reposar durante el día, obligándolos a ocultarse durante la noche para que los agotados grifos pudiesen descansar. Había poca comida, sólo el quith-pah —un tipo de frutos secos, rico en hierro, que mantiene la resistencia física pero que mitiga poco el hambre. Alhana lo compartió con ellos. Pero hasta el mismísimo Caramon estaba demasiado agotado y desanimado para comer.