—No es que no agradezcamos a los enanos que nos permitan vivir en su reino.—declaró Hederick agitando su mano, chamuscada en la chimenea de «El Último Hogar»—. Todos les quedamos muy reconocidos, de eso estoy seguro. Así como también estamos agradecidos a aquellos cuyo heroísmo al recobrar el Mazo de Kharas hizo posible que viniésemos aquí —Hederick se inclinó ante Tanis, quien le devolvió el saludo asintiendo ligeramente con la cabeza—. ¡Pero nosotros no somos enanos!
Esta enfática declaración provocó murmullos de aprobación, lo que enardeció considerablemente a Hederick.
—¡Nosotros los humanos no hemos sido hechos para vivir bajo tierra!
Hubo más gritos de aprobación y algunos aplausos.
—Somos granjeros. —¡No podemos hacer crecer alimentos en el interior de una montaña! Queremos tierras como las que nos vimos obligados a dejar atrás. ¡Y yo digo que aquellos que nos obligaron a abandonar nuestro hogar deberían proveemos de uno nuevo!
—¿Se refiere a los Señores de los Dragones? —le susurró Sturm sarcásticamente a Tanis —. Estoy seguro de que estarían encantados...
—¡Esos locos deberían dar gracias por estar vivos! —murmuró Tanis —. ¡Míralos, volviéndose contra Elistan como si fuese culpa suya!
El clérigo de Paladine se puso en pie para responder a Hederick.
—Precisamente porque necesitamos nuevos hogares —dijo Elistan con una profunda voz, que resonó en toda la caverna—, propongo que enviemos una delegación al sur, a la ciudad de Tarsis, la Bella.
Tanis había oído el plan de Elistan con anterioridad por lo que su mente se dedicó a recordar el mes que había transcurrido desde que él y sus compañeros regresaran de la Tumba Derkin con el mazo sagrado.
Los diferentes territorios de enanos, reunidos ahora bajo el gobierno de Hornfel, se encontraban entonces preparándose para combatir el mal proveniente del norte. Su temor no era muy grande, ya que su reino en la montaña parecía inexpugnable. Habían mantenido la promesa que le habían hecho a Tanis a cambio del Mazo: los refugiados de Pax Tharkas podrían instalarse en la Puerta Sur de la montaña, el extremo más meridional del reino de Thorbardin.
Elistan guió a los refugiados a Thorbardin. Éstos intentaron reconstruir sus vidas, pero la situación no era totalmente satisfactoria.
Sin duda alguna estaban a salvo y seguros, pero los refugiados, granjeros en su mayoría, no eran felices viviendo bajo tierra en las inmensas cavernas de los enanos. En primavera podrían plantar sus cosechas en la ladera de la montaña, pero aquella tierra rocosa no produciría alimento alguno. Querían vivir bajo el sol, al aire libre. No querían depender de los enanos.
Fue Elistan el que rememoró las antiguas leyendas de Tarsis, la Bella, y sus barcos alados. Pero eso era todo lo que eran, leyendas, tal como había señalado Tanis la primera vez que Elistan mencionó la idea. Ningún ser de esta parte de Ansalon había oído nada sobre la ciudad de Tarsis desde el Cataclismo, más de trescientos años atrás. En esa época, los enanos habían cerrado el reino de la Montaña de Thorbardin, interrumpiendo toda comunicación entre el norte y el sur, ya que la única forma de cruzar las montañas Kharolis era atravesando Thorbardin.
Tanis escuchó sombrío el voto unánime del Consejo de Supremos Buscadores aprobando la sugerencia de Elistan. Propusieron enviar a un pequeño grupo a Tarsis con instrucciones de averiguar qué barcos llegaban a puerto, a dónde se dirigían, y cuánto costaría reservar pasaje o, incluso, adquirir una nave.
—¿Y quién va a guiar a ese grupo? —se preguntaba Tanis en silencio, a pesar de conocer perfectamente la respuesta.
Todas las miradas se volvieron hacia él. Pero antes de que Tanis pudiese hablar, Raistlin, que había estado escuchando todo lo que se decía sin hacer comentario alguno, avanzó hacia el Consejo, se detuvo ante ellos y se los quedó mirando con sus relucientes ojos dorados.
—Sois unos necios —dijo con un matiz de desprecio en su voz susurrante—, y estáis viviendo el sueño de un necio. ¿Cuántas veces debo repetirlo? ¿Cuán a menudo debo recordaros el portento de las estrellas? ¿Qué os decís a vosotros mismos cuando miráis al cielo nocturno y veis esos dos negros agujeros en el lugar donde deberían estar las constelaciones?
Los miembros del Consejo se agitaron en sus asientos y varios de ellos intercambiaron largas y expresivas miradas de aburrimiento. Raistlin lo advirtió y continuó en un tono cada vez más desdeñoso.
—Sí, he oído decir a alguno de vosotros que no es más que un fenómeno natural, algo que ocurre, parecido a la caída de hojas de los árboles.
Varios de los miembros del Consejo murmuraron entre ellos, asintiendo. Raistlin los observó en silencio durante un instante, con una mueca de escarnio en los labios. Después habló una vez más.
—Os repito que sois unos necios. La constelación conocida como la Reina de la Oscuridad ha desaparecido del cielo porque la reina está presente aquí, en Krynn. La constelación El Guerrero, que representa al viejo dios Paladine, como nos revelan los Discos de Mishakal, ha regresado también a Krynn para combatirla.
Raistlin hizo una pausa. Elistan, que estaba entre los Buscadores, era un clérigo de Paladine, y muchos se habían convertido a su nueva religión. Podía notar la creciente ira ante lo que algunos consideraban una blasfemia. ¡La idea de que los dioses pudieran involucrarse en los asuntos de los hombres! ¡Escandaloso! Pero a Raistlin nunca le había preocupado ser considerado un blasfemo. Elevó el tono de su voz.
—¡Recordad bien mis palabras! Con la Reina de la Oscuridad han venido sus «hululantes huestes», como se dice en el «Cántico del dragón». ¡Y sus hululantes huestes son dragones! —Raistlin pronunció la última palabra en un tono que, como dijo Flint, «helaba la sangre».
—Eso lo sabemos todos —respondió Hederick con impaciencia. Hacía ya rato que había transcurrido la hora del diario vaso de vino caliente del Teócrata, y la sed le daba, coraje para hablar. No obstante se arrepintió de ello inmediatamente, cuando los ojos en forma de relojes de arena de Raistlin, parecieron atravesarlo como saetas negras. ¿Adónde quieres llegar?
—Esa paz ya no existe en ningún lugar de Krynn. Buscad barcos, viajad donde queráis. Donde quiera que vayáis, cada vez que alcéis la mirada hacia el cielo nocturno, veréis esos dos grandes agujeros negros. ¡Dondequiera que vayáis habrá dragones!
Raistlin comenzó a toser. Su cuerpo se encogía con los espasmos y estuvo a punto de caer, pero su hermano gemelo, Caramon, corrió hacia él y lo sujetó con sus enormes brazos.
Después de que Caramon hubiese guiado al mago fuera de la reunión del Consejo, pareció como si hubiese desaparecido un oscuro nubarrón. Los miembros del Consejo volvieron a agitarse en sus asientos, rieron —un poco temblorosos— y comenzaron a hablar de temas superficiales. Imaginar que había guerra en todo Krynn era cómico porque, aquí en Ansalon, la guerra casi había terminado. El Señor del Dragón, Verminaard, había sido vencido y sus ejércitos de draconianos se habían retirado.
Los miembros del Consejo se pusieron en pie, se desperezaron y dejaron la sala para dirigirse a la taberna o a sus casas.
Olvidaron que nunca le habían preguntado a Tanis si accedería a guiar al grupo hacia Tarsis. Sencillamente supusieron que lo haría.
Tanis, intercambiando una mirada ceñuda con Sturm, salió de la caverna. Era su noche de guardia. A pesar de que los enanos podían considerarse a salvo en su montaña, Tanis y Sturm insistieron en que debía realizarse una guardia en la Puerta Sur. Habían llegado a temer demasiado a los Señores de los Dragones para poder dormir tranquilamente... incluso bajo tierra.
Tanis se apoyó en el muro exterior de la Puerta Sur con rostro serio y pensativo. Ante él se extendía una pradera cubierta de suave nieve en polvo. La noche era tranquila y callada. Tras él se erguía la inmensa mole de las montañas Kharolis. La Puerta Sur era; en realidad, un gigantesco tapón en la ladera de la montaña. Era una de las zonas de defensa de los enanos que había mantenido incomunicado al mundo durante trescientos años tras el Cataclismo y las guerras de los enanos.