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Kitiara caminaba titubeante a su lado. Tanis la rodeó con el brazo, a pesar de que apenas disponía de fuerzas para moverse él mismo. El rostro de la mujer estaba empapado de sudor y los oscuros y rizados cabellos se arremolinaban sobre su frente. Su mirada reflejaba temor. Era la primera vez que Tanis la veía asustada. El semielfo escuchó tras él la respiración jadeante de Sturm.

Al principio no parecían adelantar en su camino en absoluto. Luego, se dieron cuenta de que, poco a poco, iban acercándose cada vez más a la estancia de la que emanaba la luz. Ahora su intenso brillo les dañaba los ojos. Se hallaban totalmente exhaustos, les dolían los músculos y les ardían los pulmones.

En el preciso instante en que Tanis sintió que no podía continuar andando, oyó que una voz pronunciaba su nombre. Al alzar su dolorida cabeza, vio a Laurana enfrente suyo a una pequeña distancia, llevando en sus manos la espada elfa. La pesadez no parecía afectarla, pues la muchacha corrió hacia él profiriendo un alegre grito.

—¡Tanthalas! ¡Estás bien! He estado esperando...

Rápidamente se interrumpió, posando la mirada sobre la mujer que Tanis sostenía.

—¿Quién...? —comenzó a preguntar Laurana, pero, de pronto, lo supo. Aquella era Kitiara. La humana a la que Tanis amaba. El rostro de Laurana palideció y un segundo después se tiñó de rubor.

—Laurana... —Tanis se sintió invadido por la confusión y la culpa, odiándose a sí mismo por causarle tal dolor a la elfa.

—¡Tanis! ¡Sturm! —gritó Kitiara señalando.

Ambos se volvieron, alarmados por el tono de su voz, mirando hacia el fondo del corredor de mármol inundado de luz glauca.

—¡Drakus Tsaro, deghnyah! —entonó Sturm en solámnico.

En medio de la verdosa calina había un gigantesco dragón verde. Se llamaba Cyan Bloodbane, y era uno de los dragones más grandes de Krynn. Tan sólo el gran dragón hembra Great Red, era mayor. Tras asomar la cabeza por el marco de una puerta, el inmenso reptil listó la aceitunada luz con su pesado cuerpo. Cyan, que había olido el acero, la carne humana y la sangre elfa, observó al grupo con la mirada inyectada.

Se quedaron inmóviles, paralizados por el temor a los dragones. Lo único que pudieron hacer fue observar cómo el dragón traspasaba el marco de la puerta, resquebrajando la pared de mármol con la misma facilidad con que hubiera hecho pedazos una de barro cocido. Cyan avanzó por el corredor con las fauces abiertas. Los compañeros no podían hacer nada. Sus armas pendían de manos sin nervios, sus pensamientos eran de muerte. Pero, cuando el dragón ya estaba cerca, una oscura silueta surgió de una puerta entre las verduzcas sombras y se plantó frente a ellos.

—¡Raistlin! —exclamó Sturm—. ¡Por todos los dioses, vas a pagar por la vida de tu hermano!

Olvidando al dragón y recordando sólo el cuerpo sin vida de Caramon, el caballero corrió hacia el mago con la espada alzada. Raistlin lo miró con frialdad.

—Mátame, caballero, y acabarás con tu vida y con la de los demás, pues a través de mi magia —y únicamente a través de mi magia—lograrás abatir a Cyan Bloodbane.

—¡Detente, Sturm! —a pesar de su sentimiento de aversión, Tanis sabía que el mago tenía razón. Podía sentir el poder que emanaba de su negra túnica—. Necesitamos su ayuda.

—No —dijo Sturm sacudiendo la cabeza y separándose del grupo cuando Raistlin se aproximó —. Ya lo dije antes... no confiaré en su protección. No pienso hacerlo. Adiós, Tanis.

Antes de que nadie pudiera detenerlo, Sturm se cruzó con Raistlin y avanzó hacia Cyan Bloodbane. El gigantesco dragón movía de un lado a otro la cabeza, como si intuyera aquel reto a su poder, el primero desde que había conquistado Silvanesti.

Tanis agarró a Raistlin.

—¡Haz algo!

—El caballero se ha interpuesto en mi camino. Cualquier encantamiento que formule lo destrozaría a él también.

—¡Sturm! —gritó Tanis, y su voz resonó fúnebre.

El caballero vaciló. Escuchaba algo, pero no la voz de Tanis. Lo que oía era la aguda y penetrante llamada de la trompeta solámnica, una música tan fría como las nevadas montañas de su hogar. La llamada de la trompeta se elevaba con pureza y claridad sobre la oscuridad, muerte y desesperación, llegándole al corazón.

Sturm respondió a la llamada con un alegre grito de guerra y, luego, alzó su espada—la espada de su padre, con su antigua hoja coronada por la rosa y el martín pescador—. La luz de Solinari, que entraba por una ventana rota, envolvió la espada en una radiante luz blanca que traspasó la perniciosa atmósfera verde.

Cada vez que sonaba la trompeta, Sturm respondía de nuevo, pero, de pronto, la voz le falló, pues la llamada que acababa de oír había cambiado de tono. Ya no era dulce y pura, era agria y aguda.

«¡No, aquello era el sonido de los cuernos del enemigo! ¡Había caído en una trampa!», pensó Sturm horrorizado mientras se aproximaba al dragón. Un momento después vio que estaba siendo rodeado por soldados draconianos, quienes surgían de detrás del dragón y se reían cruelmente de él.

Sturm se detuvo, sosteniendo la espada con una mano que sudaba bajo el guante. El dragón —criatura imbatible— apareció ante él rodeado de parte de sus ejércitos, babeando y relamiéndose las quijadas con la lengua.

A Sturm se le hizo un nudo en el estómago; su piel se tomó fría y húmeda. La llamada del cuerno sonó de nuevo, terrible y maligna. Todo había acabado. El esfuerzo no había servido de nada. Le esperaba la muerte, una ignominiosa derrota. Descorazonado, miró a su alrededor con temor. ¿Dónde estaba Tanis? Necesitaba a Tanis pero no podía encontrarlo. Fruto de la desesperación, comenzó a repetir el Código de los Caballeros, Mi Honor Es Mi Vida, pero las palabras le sonaban huecas y faltas de sentido. El todavía no había sido investido caballero. ¿Qué representaba el Código para él? ¡Había estado viviendo en una mentira! El brazo con el que manejaba la espada comenzó a temblar; ésta resbaló de su mano y él cayó de rodillas, temblando y sollozando como un niño, ocultando su cabeza de la terrorífica imagen que tenía ante sí.

Con un sólo golpe de sus relucientes garras, Cyan Bloodbane casi acabó con la vida de Sturm, atravesando su cuerpo. Con una garra manchada de sangre, Cyan se desprendió del desventurado humano desdeñosamente, lanzándolo al suelo, y los draconianos se precipitaron sobre el cuerpo aún con vida del caballero para destrozarlo en pedazos.

Pero encontraron el camino bloqueado. Una reluciente figura, que bajo la luz de la luna irradiaba plateados destellos, corrió hacia el caballero. Agachándose rápidamente, Laurana alzó la espada de Sturm y tras enderezarse con igual presteza se enfrentó a los draconianos.

—Tocadlo y moriréis —dijo la elfa entre lágrimas.

—¡Laurana! —chilló Tanis intentando correr hacia ella para ayudarla. Pero los draconianos se lanzaron contra él, por lo que el semielfo intentó desesperadamente abrirse camino a cuchilladas. En el preciso instante en que llegó al lado de la elfa, oyó que Kitiara lo llamaba. Al volverse vio que estaba siendo atacada por cuatro draconianos. El semielfo se detuvo angustiado, dudando, y en ese instante Laurana cayó sobre los despojos de Sturm, atravesada por el acero de los draconianos.

—¡No! ¡Laurana! —gritó Tanis. Pero, cuando se disponía a inclinarse para examinarla, oyó que Kitiara gritaba de nuevo. Se volvió y, llevándose las manos a la cabeza, contempló vacilante e impotente como Kitiara caía bajo el enemigo.

El semielfo comenzó a sollozar, fuera de sí, sintiendo que comenzaba a sumirse en la locura, deseando que la muerte acabara con aquel terrible dolor. Agarrando con firmeza la espada mágica de Kith-Kanan, se abalanzó hacia el dragón con el único pensamiento de matar y ser matado. Pero Raistlin se interpuso en su camino, plantándose ante el dragón como un obelisco negro.